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viernes, 28 de noviembre de 2014

LOS LICTORES DE LA ROMA REPUBLICANA




Al carecer de agentes militares o civiles para hacer respetar la ley, Roma solía obligar al colegio de lictores a aportar miembros del mismo para todo tipo de extrañas tareas. Contaría el organismo con unos trescientos, todos de gran estatura, mal pagados por el Senado y, por consiguiente, dependientes de la generosidad de aquellos a quienes servían. Residían en un edificio con un reducido terreno detrás del templo de los Lares Praestites en la Vía Sacra, residencia que ellos encontraban agradable por el solo hecho de estar situada detrás de la estructura alargada de la mejor posada de Roma, a la que siempre podían llegarse a echar un trago.

 


 Los lictores escoltaban a los magistrados con imperium y se disputaban la suerte de servir en el séquito de un gobernador destinado al extranjero, porque así compartían los botines y confiscaciones propios del cargo. Los lictores representaban a las trece divisiones de Roma, llamadas curiae, y estaban obligados a prestar servicio de guardia en la Lautumiae o en el cercano Tullianum, en el que los condenados a muerte pasaban las últimas horas antes de ser estrangulados. Aquel servicio de guardia era la tarea más denigrante que asignaba a los lictores el jefe de un grupo de diez; era un servicio que no les reportaba propinas, sobornos ni nada. La hoja de servicio estipulaba que tenían que vigilar la puerta, y, ¡por Júpiter!, que más no pensaban hacer, ni mucho menos tenían interés alguno en perseguir delincuentes.

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