Siento peculiar horror por el amotinamiento de un ejército, así como siento horror por la traición de un amigo. Quizá los dos acontecimientos de la historia de mi época que más me conmovieron (en un sentido moral y en un sentido estético) sean el amotinamiento del victorioso ejército de Lúculo en el Oriente y el asesinato de Sertorio perpetrado por aquellos que, según se suponía, eran sus amigos. Hay algo trágico en tales hechos, pues tanto Lúpulo como Sertorio eran grandes soldados, que habían conquistado triunfos, y ambos, en momentos críticos, fueron abandonados y traicionados por débiles e innobles subordinados en quienes ellos confiaban. En cuanto a mí, supongo que siempre existe la posibilidad de que me asesinen, pero no creo que alguna vez sea incapaz de sofocar cualquier motín que se produzca entre mis tropas. Las conozco demasiado bien, y en el fondo también ellas me conocen.
Ello no obstante, el estallido de desórdenes en el seno de las legiones de Piacenza me inquietó mucho en aquella época. Comprobé que el desorden estaba concentrado en la novena legión, donde un pequeño grupo de agitadores había conseguido influir en la mayor parte de sus camaradas, incluso en unos pocos centuriones. Las perturbaciones emocionales se difunden rápidamente en un ejército, y cuando llegué a Piacenza también otras legiones estaban comprometidas en lo que equivalía a una rebelión. En cierto sentido, el aparente éxito de los agitadores me hizo más fácil tratar aquella cuestión, puesto que se habían organizado, hasta el punto en que pueden organizarse los amotinados, y habían elegido una comisión de doce hombres que pretendían representar al resto. La codicia y la piedad de si mismos eran los sentimientos que les habían sugerido sus supuestos motivos de queja.
En virtud de varios tortuosos argumentos estaban convencidos de que merecían recompensas mayores de las que habían recibido. Y se quejaban a gritos (quejas que nunca se oyen, sino cuando los soldados están ociosos) sobre su estado de salud, los duros trabajos que habían sufrido en el pasado y la presión que constantemente yo ejercía sobre ellos para que acometieran aún más campañas y emprendieran más duros trabajos. Uno de sus oradores favoritos era aficionado a frases como ésta: «Hasta el metal de las espadas y escudos termina por gastarse. Sin embargo, este general nuestro continúa usándonos sin descanso para sus fines, aunque no estamos hechos de metal, sino de carne y hueso». Consideré esta oratoria bastante efectiva, aunque, por supuesto, en extremo deshonesta, y me enfureció el hecho de descubrir que se pretendía hacer creer a mis soldados que yo estaba prolongando la guerra deliberadamente, cuando desde el comienzo todas mis acciones indicaban mi deseo de la paz.
Evidentemente, era preciso que me presentara en persona ante la turba en desorden, que poco antes había sido un cuerpo de hombres disciplinados. Me llegué a ellos rodeado por un cuerpo de guardias inusitadamente grande y poderoso; eran hombres escogidos, a quienes todo el ejército conocía por sus hazañas. Y no era que yo temiera correr la suerte que hace ya mucho corrió mi suegro Cinna, quien por no haber tomado convenientes precauciones había sido asesinado por sus propias tropas amotinadas. Yo deseaba tan sólo mostrar a mis hombres que eran indignos de mi confianza y en seguida pude ver que mi actitud era eficaz. Aquellos soldados se desconcertaron al verme tan inesperadamente alejado de ellos. Sin duda sus supuestos cabecillas los habían persuadido de que todo cuanto tenían que hacer era amenazarme con que se unirían a Pompeyo y que entonces yo cedería a todas las demandas que quisieran exigirme. Ahora comenzaban a recordar lo que sabían perfectamente bien; es decir, que yo no soy hombre que se deje intimidar y que prefería morir antes que aceptar órdenes de mis propias tropas. Cuando comencé a hablar, se levantaron unos pocos gritos coléricos desde los bordes de la multitud de hombres, pero después de mis primeras frases, todos me escucharon en completo silencio.
Comencé por recordarles con serenidad lo que ellos y yo habíamos hecho juntos en las Galias y mencioné un hecho que, según dije, en mi opinión era obvio: que yo amaba a mis soldados y deseaba que ellos me amaran; pero como ellos sabían, no era yo uno de esos generales que tratan de ganar popularidad participando de los defectos de los soldados o bien perdonando sus faltas. Luego les señalé la circunstancia de que en todas sus campañas no sólo habían conquistado gran renombre, sino que habían sido las tropas mejor y más regularmente pagadas de toda la historia romana. Sabían cómo yo personalmente me había ocupado de todos los problemas referentes a los abastecimientos y a la comodidad de los soldados; sabían cómo los había recompensado después de cada acción triunfante. Sin duda recordarían los grandes esfuerzos que les había exigido, pero, ¿recordaban también el júbilo y la exaltación que habían mostrado en medio de la fatiga?. ¿Recordaban las victorias que nos habían hecho famosos en todo el mundo?.
Dije que me era difícil reconocer ahora en ellos a aquellos hombres a quienes había conocido y en quienes había confiado. Los encontraba en su propio país dedicados al saqueo de los bienes de sus compatriotas y comportándose verdaderamente peor que aquellos celtas y belgas a quienes habíamos derrotado. De esta manera se habían y me habían deshonrado. Les señalé que no me era posible creer que todos ellos estuvieran igualmente comprometidos en los cobardes e irresponsables actos que se estaban cometiendo. Prefería pensar que la mayor parte de ellos había sido inducido a cometer aquellas fechorías por un puñado de personajes ambiciosos y enfadados, a quienes probablemente pagaba el enemigo y que nunca habían sido buenos soldados ni buenos hombres. Pero, así y todo, la actitud general era mala. Aquellos pocos bribones habían sin duda conseguido corromper a la masa de hombres. Los habían persuadido a obrar contra el honor y contra la naturaleza; porque en efecto, existe una ley de la naturaleza según la cual algunos deben mandar, y otros, obedecer. Si se viola esa ley, toda la organización de los seres humanos, con el conjunto de sus instituciones, cae en el caos y la confusión.
En cuanto a mí, ellos sabían muy bien si estaba capacitado o no para mandar. Yo descendía de los fundadores originales de Roma; es más, de los propios dioses inmortales. Y el Estado me había confiado los poderes de pretor, de cónsul y de procónsul, para gobernar provincias. ¿De qué me valía mi linaje, o los poderes con que me había investido el pueblo romano, si ahora iba a recibir órdenes de unas pocas personas despreciables de mi propio ejército?. ¿Se imaginaban esos miserables agitadores que podrían amedrentarme?. ¿De qué manera?. ¿Creerían que yo temía la muerte?. Pero aun suponiendo que todo el ejército hubiera decidido salirse de mi mando, yo prefería morir antes que renunciar a mis derechos y deberes de combate. ¿Creían que podían influir en mi con la amenaza de desertar y de unirse a Pompeyo?.
Si ésta era la idea de lealtad que ellos tenían, y si ésta era realmente su disposición, que Pompeyo les diera la bienvenida. Por mi parte, prefería tener a tales soldados contra mí que en mi ejército. Pero no fueran a imaginarse que iba a facilitarles el libre traslado a Grecia o permitirles que marcharan por Italia saqueando su propio país. Ellos podrían pensar sólo en sí mismos, pero yo tenía que pensar en los intereses de la república y en los míos propios. No deseaba tener en mi ejército hombres dispuestos a amotinarse, pero tampoco iba a tolerar ladrones y bandidos en Italia, así como no los había tolerado en las Galias.
Al terminar este discurso, la mayor parte de los centuriones y oficiales se adelantaron, cayeron a mis pies y me imploraron que perdonara a los hombres que tenían bajo su mando. Pude ver que verdaderamente representaban el sentimiento del ejército. Así y todo, me pareció que era necesario tomar alguna medida disciplinaria. Sobre la base de la información que había recibido, había mandado componer una lista de ciento veinte nombres que incluía el de todos los cabecillas y casi todos sus más ardientes seguidores. Hice leer en voz alta la lista, y por la reacción de los hombres noté que mi información en general era correcta. Seguidamente se hizo un sorteo para elegir doce nombres del total de la relación, pero dispuse las cosas de modo tal que los doce fueran aquellos que, según mis informaciones, eran los verdaderos jefes del amotinamiento. Una vez más, cuando se leyeron estos nombres en voz alta, el ejército pareció manifestar una especie de satisfacción y respeto por lo que se suponía era el acierto del azar. Sin embargo, uno de los hombres protestó violentamente, y vi que el resto consideraba con simpatía sus protestas. Hice investigar el caso de aquel hombre y comprobé que era un buen soldado, que se hallaba ausente con licencia cuando comenzó el motín y que no estaba complicado de ninguna manera en el levantamiento. Había sido denunciado por un centurión con el que tenía una cuestión personal. Me pareció justo que ese centurión ocupara en la lista de condenados el lugar de aquel hombre a quien había acusado falsamente. Y así se hizo. Los doce hombres fueron ejecutados, y la disciplina quedó enteramente restablecida. Ahora tenía la libertad de ir a Roma y tenía la seguridad de que en mi ejército no se producirían más disturbios.