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miércoles, 1 de abril de 2020

EL DRACMA Y LA DECADENCIA DE LA POLIS



 

Después de la muerte de  Epaminondas y el ocaso de la efímera supremacía de Tebas,  Atenas  se  ilusionó con poder recobrar su antigua posición imperial.  Había reconstruido sus murallas y, bien o mal, seguía siendo la única potencia naval de Grecia. Sus viejos satélites, ahora que habían comprobado de qué pasta eran los llamados «liberadores», tenían muchas  menos prevenciones para con el antiguo amo, y las prolongadas guerras en  que  se  habían  visto  envueltos les enseñaron que no podían defenderse solos.

 

Pero la baza más fuerte que Atenas había sabido conservar en la mano era la dracma, que había permanecido, en medio de tantas vicisitudes, casi inalterada.  Los  gobiernos  atenienses,  fuesen  de  derechas o de izquierdas lo habían  volcado  todo,  sin ahorrar, en el horno de la guerra. Escuadras enteras se habían ido a pique, la población estaba diezmada, y el Ática entera, o sea todos  los  recursos  agrícolas,  habían sido desbaratados y asolados por invasiones y saqueos. Pero se habían entercado en la defensa de la dracma, negándose a desvalorizarla con  la  inflación.  Con  ella se compraba todavía una medida de trigo, y su  valor en plata no había variado. El de Atenas era aún el único sistema bancario organizado racionalmente. Y todo el comercio internacional del Mediterráneo estaba basado en su moneda.

 

Apenas tuvieron un poco de respiro, los atenienses  no pensaron absolutamente en poner en orden las alquerías y los cultivos que los campesinos habían abandonado para refugiarse en la ciudad huyendo de los invasores. Por lo demás, no querían volver al campo porque, desgraciadamente la urbanización es siempre irreversible. El campo ático fue, pues, repartido entre pocas familias ricas, casi todas de industriales y de comerciantes, que confiaron sus  latifundios  al  trabajo de los esclavos. De éstos, el Gobierno, a propuesta  de Jenofonte, hizo gran acopio. Compró, parece  ser, diez mil;  y  alquilándolos  a  los  propietarios  rurales  y a los administradores de las minas de plata logró saldar el déficit del presupuesto.

 

La reapertura de los mercados continentales y mediterráneos encontró,  pues,  a  Atenas  muy  dispuesta a satisfacer la demanda de los productos manufacturados que a causa de la guerra escaseaban. Pero  como la industria no  estaba  utillada  para hacer frente a estas nuevas necesidades, lo que más se  desarrolló fue el comercio y la Banca. Los Bancos  concedieron importantes créditos a la gente  de  iniciativa para que fuera a comprar de todo donde  lo encontrase y lo distribuyese donde no hubiera. Así muchos particulares se convirtieron en propietarios de flotas enteras, que tenían precisamente este cometido.  Aún más, banqueros como Pasión se hicieron armadores ellos mismos y su organización alcanzó tal eficiencia, que cualquier recibo que llevase sus firmas era considerado por los tribunales un documento irrefutable como prueba.

 

Además de este bienestar económico, parecía que Atenas hubiese conquistado también la sensatez, es decir, la firme voluntad de no  recaer  en  los  errores que le habían costado, después de Pericles, el Imperio. Poniendo en pie una nueva Confederación, se comprometió solemnemente a renunciar a toda anexión y conquista fuera del Ática. Y tal vez fue  una  promesa hecha de buena fe. Pero  después  las  tentaciones fueron más fuertes que  los  buenos  propósitos. Bajo varios pretextos, la isla de  Samos  y  las  ciudades macedonias de Pidna, Potidea y Metón hubieron de aceptar «colonias» atenienses, que poco a poco se volvieron los amos. Los aliados protestaron  y  algunos se retiraron de aquella especie de OTAN. Es curioso ver cómo ni siquiera la experiencia  sirve jamás de algo. Atenas  por querer  someter por la  fuerza a sus satélites, había perdido el primer Imperio.

 

Pero recurrió a los mismos  métodos para apuntalar el segundo. Cuando Quíos, Coo, Rodas y Bizancio se secesionaron declarando una rebelión «social», Atenas mandó contra ellas  una  flota  mandada  por  Timoteo e Ifícrates. Y como éstos no  se  atrevieron  a  empeñar la batalla  durante  una  tempestad,  les  llamó  y les sometió a proceso.

 

Entre revueltas y represiones, la segunda Confederación alcanzó el año -355,  cuando  hasta  a  los  ojos  de los más empecinados «estalinistas» de Atenas estuvo claro que proporcionaba más perjuicios que ventajas. La única decisión que los  confederados  tomaron de común y espontáneo acuerdo, fue la de disolverla. Después de lo cual, Atenas se encontró más sola que  antes  y  de  un  modo  aún  más  fraccionado y centrífugo.

 

Como siempre acaece en semejantes crisis, cuando una comunidad  pierde el  sentido  de  la propia misión y el control del propio destino, se desencadenaron los egoísmos personales y de grupo. El vocabulario de Atenas se enriqueció con tres nuevas palabras: pleonexia, que significa manía de lo superfluo; chrematistike, que quiere decir fiebre  del  oro;  y  neoplutoi, que corresponde a nuestro «tiburón». Platón decía que había dos Atenas: la de los  pobres  y  la  de  los  ricos,  en  guerra  una  contra  otra.  E  Isócrates añadía: «Los ricos se han vuelto tan antisociales, que preferirían tirar al mar todos sus  bienes  antes  que  ceder una parte a los pobres, los cuales por su parte tienen más  odio  a  la  riqueza  ajena  que  compasión de las propias estrecheces.» Aristóteles asegura que había un club aristocrático cuyos miembros se comprometían bajo juramento a obrar contra la colectividad.


La medida del  colapso  económico  y moral nos es  dada  por  la  reforma  fiscal  que  dividió  a  los contribuyentes en cien simorias, en cada uno  de las cuales dos acaudilladores, considerados como los más ricos, habían de contribuir por todo el grupo, con libertad de rembolsarse después de los demás. Era la codificación del desorden y de  los  abusos. Las evasiones  y las corrupciones eran la regla. Como si un oscuro instinto les advirtiese de  la  inminente  catástrofe, todos tiraban a gozar de la vida, sin preocuparse de nada más. De hacer caso a Teopompo, no había ya ninguna familia que se tuviese en pie, y la  disgregación no se limitaba a las clases altas. Cuando lograron reconquistar el poder, en seguida después del paréntesis conservador, la pequeña burquesía y el proletariado no dieron a la ciudad gobiernos ni ejemplos mucho más sanos. La población, incluyendo la del campo, no contaba más que veinte mil ciudadanos.«Y para buscar uno de buen  fuste  —decía  Isócrates— hay que ir a buscarlo al cementerio.»

 

¿Qué fue lo que provocó, así de pronto,  la  catástrofe de un pueblo que, hasta la generación precedente, había sido el más vital del mundo?
Los historiadores suelen responder que fueron las discordias intestinas de Grecia con las guerras que siguieron  entre  Atenas,  Tebas   y   Esparta   y   todo el cortejo de sus satélites.  Y,  desde un  punto  de  vista puramente mecánico, es cierto. Pero no es posible dejar de reflexionar que aquellas guerras intestinas habían existido siempre, desde que Grecia  era Grecia,  y siempre bajo la amenaza del mismo peligro exterior: el persa. Sin embargo, Grecia se  había  salvado siempre, pese a seguir dañándose, y, lo que es más, sin haber dejado nunca de expansionarse. En tiempos de Jerjes, la misma  Atenas  había  caído  en  manos  del enemigo. No obstante, pocos meses después  su flota perseguía a la persa hasta las costas de  Asia Menor. Ahora bien, a distancia de menos de un siglo, Persia  ocupaba solamente  algunas islas y  no  daba en absoluto ningún  signo  de  ser  más  fuerte  que  la de entonces. Pero Grecia no reaccionaba, se sentía perdida y esperaba de un rey macedonio, que consideraba extranjero, el rescate y la salvación. Tenía que haber, pues, en su mecanismo, algo que ya no funcionaba y no le permitía recobrarse.

 

Este «algo» es más bien complejo, pero se  encuentra resumido en una palabra que justamente en aquellos años fue acuñada y comenzó a circular: kosmópolis.

 

Todo el sistema político, económico y espiritual de Grecia estaba basado en la polis, o sea en la ciudad- estado, la cual presuponía una población limitada que participase directamente en la gestión de la cosa pública. La polis no conocía, ni tan siquiera en régimen democrático, el llamado «sistema representativo», por el cual la masa delegaba en una restringida minoría el cometido de dictar leyes y controlar su aplicación por parte del Gobierno. En la  polis,  cada cual era, al mismo tiempo, soberano y súbdito. Todos los ciudadanos eran, por así  decirlo, los  diputados de mismos, todos iban al Parlamento a defender sus personas y sus intereses. Y a cada uno, antes o después, según el sorteo,  le  tocaba  ser  presidente  de una pritania, que correspondería más o menos a una sección de nuestro Consejo  de  Estado,  para  criticar la administración pública.

 

Todo ello hacía de los griegos un pueblo de «dilettantes» en el significado más noble de la palabra, es decir, en el sentido de que nadie podía limitarse a la actividad personal. La acusación de  Demóstenes  a un tal que, según él «descuidaba la ciudad», habla claro. En la polis, era considerado, si no un crimen, una inmoralidad. Y  la  consecuencia  era  una  falta total de «técnicos» o de  «expertos»,  como  quiera  decirse. La polis impedía que  se  formasen,  obligando  a  todos a ocuparse de todo, lo que no permitía a nadie especializarse en nada. El historiador alemán Treistschke escribió una vez que la diferencia entre alemanes e italianos estriba en que los primeros «son» doctores, ingenieros, etc.; los segundos «hacen» de doctores, de ingenieros, etc.

 

Ahora bien, los antiguos eran, en ese aspecto, mucho  más  avanzados  que  los  italianos  modernos,  en el sentido de que  llevaban  el  «dilettantismo»  hasta sus extremas consecuencias. En la polis,  al  menos hasta Jenofonte, no había siquiera especialistas de la guerra. Los reclutas eran instruidos, no en los cuarteles, sino en las nomadelfias, donde se les enseñaba más  a  administrar  la  cosa  pública  que  a  combatir al enemigo, y el mismo Estado Mayor no era «de carrera»; hasta  los  generales  y  los  almirantes  eran de «complemento» y recibían  el  mando  según el cargo político que ejerciesen en aquel momento. La autarquía de la polis no era solamente un hecho que obligaba a una especie de autosuficiencia al propio individuo. Cada uno era el propio comandante, el propio empleado, el propio  legislador,  el  propio  policía, el propio médico, el propio sacerdote y el propio filósofo. Y en esta complejidad del hombre está el hechizo y el valor  de  la  civilización  griega,  como  lo será la del Renacimiento italiano.

 

Homero llamaba arete a esta característica de sus compatriotas y la consideraba su suprema virtud. Pero el  hombre  occidental,  del  cual  los   griegos   fueron los primeros y tal vez  los  más  grandes  adalides,  lleva en el cuerpo un estímulo que no le permite estancarse en ninguna conquista: el estímulo del progreso que le empuja a tratar de saber, de hacer más  y  mejor. Un ejemplo bastará para explicarlo. En la primera batalla naval contra los persas, librada en aguas de Lades, los lentos y perezosos trirremes atenienses siguieron la táctica más simplista: la de echarse encima  de los bajeles enemigos y espolonearlos. Era lógico por lo demás, pues las  dotaciones  estaban  constituidas por gente que tal vez era la primera vez que  navegaban, y los oficiales eran hombres que hasta entonces habían sido abogados o tenderos. Entendían de administración pública porque participaban  en  ella,  pero no eran ciertamente especialistas en la guerra y ni siquiera en la navegación.

 

Pero en la batalla de Artemisium las cosas habían cambiado. Las naves atenienses fingieron  embestir con los espolones a las persas, pero en el último momento se desviaban para rozarlas solamente, arrancando los remos de manos de los  remeros  adversarios, cuyas embarcaciones quedaban a sí a merced del enemigo. Esta maniobra requería, por parte de oficiales y tripulación, una gran  habilidad  y  una  experiencia consumada. Era, pues, evidente que en adelante Atenas, bajo el estímulo del peligro, había formado «profesionales», dedicados exclusivamente a las cosas del mar y que no se parecía ya mucho al ciudadano clásico de la polis,  aficionado  a  todo  y  especializado en nada.

 

Algo similar había acontecido también en el  Ejército a consecuencia de la guerra del Peloponeso, que  lo  había sometido a una prueba muy  dura.  Ifícrates  no era  un  general  de  carrera  cuando tomó   el  mando de un regimiento contra los espartanos: era un magistrado que hasta entonces se había ocupado solamente en política. Mas, queriendo hacer bien  las  cosas,  se dio a  estudiar  la  táctica  de  la  infantería  y  llegó  á  la conclusión de que la ateniense iba equipada de manera demasiado pesada para la guerra de montaña; así, poco a poco, transformó sus huestes en una división de «tropas de asalto», con las que infligió al enemigo, mucho más potentemente armado, una soberana paliza.

 

Jenofonte es el fruto maduro de  esta  evolución.  El ex discípulo de Sócrates, que bajo la dirección del Maestro se encaminaba al arete, o sea que se  preparaba para convertirse en uno de aquellos hombres completos, numerosísimos en Atenas, capaces de discurrir acerca de todo —Historia, Filosofía, Medicina, Economía—, pero sin una profesión concreta, fue entonces convirtiéndose poco a poco en un típico  soldado profesional al frente de una tropa de mercenarios», es decir de soldados profesionales también.

 

Esto ejerció sus efectos sobre la mentalidad y las costumbres de los  griegos,  como  nos  demuestran   las vicisitudes del propio Jenofonte, que en su vejez vemos retirado en el campo, en Esquilunto, en las cercanías de Olimpia. Los atenienses lo habían desterrado, parece ser, por colaboracionismo con los Treinta del Gobierno reaccionario. Y hasta aquí, nada hay de extraño. Mas un poco extraño era que el general hubiese elegido el lugar de su propio confinamiento  en una provincia espartana, es decir, en casa del más implacable enemigo de su patria. Y aún, además de sostener relaciones de cordial amistad con el rey de Esparta, Agelisao, correspondía a su amistad dándole consejos de logística, de estrategia y de organización militar, sin la más remota sospecha de que ello representase algo parecido a una traición.

 

El hecho es que Jenofonte, como muchos otros compatriotas suyos, no sentía ya la polis y el compromiso de lealtad aparejado a ella. Del mismo modo que los científicos atómicos se consideran, hoy día, dispensados de determinadas servidumbres patrióticas y ligados tan sólo a un empeño profesional que les permite cambiar desenfadadamente de nacionalidad y de dueño, así Jenofonte razona no ya como  ciudadano, sino como hombre profesional, que sólo se  siente vinculado a la profesión. Es un especialista dispuesto a servir a quien le permita desarrollar su profesión y basta. Se dirá: también Alcibíades lo hizo, poniéndose al servicio primero  de  Esparta y después de Persia. Es verdad, mas por ello fue condenado a muerte por traidor,  traidor  él  mismo se consideraba y como tal murió. Jenofonte no tuvo jamás tal sospecha, ni nadie le acusó de serlo. En la sociedad ateniense se daba por supuesto que un hombre profesional iba adonde la profesión le llamaba. Estaba obligado solamente a hacerlo bien.  Es  decir,  que al  deber del ciudadano se había sobrepuesto el del «técnico». Ahora bien, aquellos técnicos no querían ya saber nada de una polis  de  confines  demasiado angostos  y de limitadas posibilidades, y de hecho fueron ellos quienes acuñaron la palabra cosmópolis, es decir, se adelantaron a la exigencia de un mundo que ya no estaba encerrado dentro de un modesto cinturón de murallas y sincopado por las autarquías nacionales. Como hoy mucha gente ha destruido ya el mito de la patria para sustituirlo con  el  de  Europa, así  también muchos griegos comenzaron a pensar en  términos de Grecia y ya no en los de Atenas, o de Tebas, o de Esparta, como hasta entonces.

 

Hubiera sido excelente cosa que, después, Grecia se hubiese constituido. Pero desgraciadamente no se constituyó; y de la decadencia de la polis subsistieron solamente los efectos negativos, que fueron  sobre todo la desafección del ciudadano a su Estado y el desenfreno de sus egoísmos. Se vio sobre todo en el teatro, donde la comedia política de Aristófanes, testimonio del apasionado interés de todos por los negocios públicos, fue sustituida por otra de sabor populachero con mezquinos problemas de vida doméstica y  escenas  «neorrealistas»  (tan  viejos  son  los  vicios en el mundo) de barullos en el mercado, de «estraperlismos» y de esposas infieles. Es una comedia a  tono con un público no integrado ya por aquellos cívicos «dilettantes» que actuaban de ministro en tiempos de paz, de generales o almirantes en  tiempos  de guerra, de oradores en  la  plaza  pública,  de  industriales  en la tienda, de poetas  y  filósofos  en  los salones, como en tiempos de Pericles, sino de «profesionales» más o menos estimados, cada uno de los cuales ejercía su oficio y del resto no sabía ni jota, y sobre todo se burlaba de las grandes cuestiones de interés colectivo.


Por otra parte, era  la nueva organización  social que lo imponía. Platón y Aristóteles habían tenido sus buenos motivos al  decir que una polis se gobierna bien solamente cuando sus ciudadanos son tan pocos que se conocen todos entre sí. Esto ya no sucedía en las poleis griegas. Y, aparte el número  de  sus habitantes, el progreso técnico imponía una división del trabajo mucho más compleja, es decir, mucho más especializada. Un abogado, para conocer todas las leyes que los varios Gobiernos habían iotado, tenía que dedicarse a ellas todo el día en detrimento de todos sus demás intereses. Los  médicos, de Hipócrates en adelante, debían estudiar más anatomía que filosofía. El progreso, en suma, mataba al noble «dilettantismo», que había sido la más seductora característica de los griegos de Pericles, y el «dilettantismo» se llevaba a la fosa la polis.

 

He aquí lo que no funcionaba ya en la Grecia que emergía de las guerras del Peloponeso. No eran las carnicerías ocurridas en el campo de batalla, las invasiones, los saqueos, las flotas naufragadas ni el desbarajuste económico lo que la ponía a merced de cualquier invasor. Era el agotamiento de la pilastra sobre la cual había construido su civilización; la ciudad-estado, a la sazón no adecuada ya  a las nuevas necesidades de la sociedad.

( Indro Montanelli )


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