Después de la muerte
de
Epaminondas y el ocaso de la efímera supremacía
de Tebas, Atenas se ilusionó con poder recobrar su antigua posición imperial. Había reconstruido sus murallas y, bien o mal, seguía siendo la única potencia naval de Grecia. Sus viejos satélites, ahora que habían comprobado de qué pasta eran los llamados «liberadores», tenían muchas menos prevenciones para con el antiguo amo, y las prolongadas guerras en
que se habían visto envueltos les enseñaron que no podían defenderse solos.
Pero la baza más fuerte que Atenas había sabido conservar en la mano era la dracma, que había permanecido, en medio de tantas vicisitudes, casi inalterada. Los gobiernos atenienses, fuesen de derechas o de izquierdas lo habían volcado todo, sin ahorrar, en el horno de la guerra. Escuadras enteras se habían ido a pique, la población estaba diezmada, y el Ática entera, o sea todos los recursos agrícolas, habían sido desbaratados y asolados por invasiones y saqueos. Pero se habían entercado en la defensa de la dracma, negándose a desvalorizarla con la inflación.
Con ella se compraba todavía una medida de trigo, y su
valor en plata no había variado.
El de Atenas era aún el único sistema bancario
organizado racionalmente. Y todo el
comercio internacional
del Mediterráneo estaba
basado en su moneda.
Apenas tuvieron
un poco de respiro, los atenienses no pensaron absolutamente en poner en orden las alquerías y los cultivos que los campesinos
habían abandonado para refugiarse en la ciudad huyendo de los invasores. Por lo demás, no querían volver al campo porque, desgraciadamente la urbanización es siempre irreversible.
El campo ático fue, pues, repartido
entre pocas familias ricas, casi todas de industriales y de comerciantes, que confiaron sus latifundios al trabajo de los esclavos. De éstos, el Gobierno, a propuesta de Jenofonte, hizo gran acopio. Compró, parece ser, diez mil; y alquilándolos a los propietarios rurales y a los administradores de las minas de plata logró saldar el déficit del presupuesto.
La reapertura
de los mercados continentales y mediterráneos encontró, pues, a Atenas muy dispuesta a satisfacer la demanda de los productos manufacturados que a causa de la guerra escaseaban. Pero como la industria no estaba
utillada para hacer frente a estas nuevas necesidades, lo que más se desarrolló fue el comercio y la Banca. Los Bancos concedieron importantes
créditos a la gente de iniciativa para que fuera a comprar de todo donde lo encontrase y
lo distribuyese donde no hubiera. Así muchos particulares se convirtieron en propietarios de flotas enteras, que tenían precisamente este cometido. Aún más, banqueros
como Pasión se hicieron armadores ellos mismos y su organización alcanzó tal eficiencia, que cualquier recibo que llevase sus firmas era considerado por los tribunales un documento irrefutable como prueba.
Además de este bienestar económico, parecía que Atenas hubiese
conquistado también la sensatez, es decir, la firme voluntad de no recaer en los errores que le habían costado, después de Pericles, el Imperio. Poniendo
en pie una nueva Confederación, se comprometió solemnemente a renunciar a toda anexión y conquista fuera del
Ática. Y tal vez fue una promesa hecha de buena fe. Pero después las
tentaciones fueron más fuertes que los buenos propósitos. Bajo varios pretextos, la isla de Samos y las ciudades macedonias de Pidna, Potidea
y Metón hubieron de aceptar «colonias» atenienses, que poco a poco se
volvieron los amos. Los aliados protestaron y algunos se retiraron de aquella especie de OTAN. Es curioso ver cómo ni siquiera la experiencia sirve jamás de algo. Atenas por querer someter por la fuerza a sus satélites, había perdido el primer Imperio.
Pero recurrió a los mismos métodos para apuntalar el segundo. Cuando Quíos, Coo, Rodas y Bizancio se
secesionaron declarando una rebelión «social», Atenas mandó contra ellas una flota mandada por Timoteo e Ifícrates. Y como éstos no se atrevieron a empeñar la batalla durante una tempestad, les llamó y les sometió a proceso.
Entre revueltas y represiones, la segunda Confederación alcanzó el año -355, cuando hasta a los ojos de los más empecinados «estalinistas»
de Atenas estuvo claro que proporcionaba más perjuicios que ventajas. La única decisión que los
confederados tomaron de común y espontáneo acuerdo, fue la de disolverla. Después de lo cual, Atenas se encontró más sola que antes y de un modo aún más fraccionado y centrífugo.
Como siempre acaece en semejantes crisis, cuando una comunidad pierde el
sentido de la propia misión y el control del propio destino, se desencadenaron los
egoísmos personales y de grupo. El vocabulario de Atenas se enriqueció con tres nuevas palabras: pleonexia, que significa manía de lo superfluo; chrematistike, que quiere decir fiebre del oro; y neoplutoi, que corresponde a nuestro «tiburón». Platón decía que había dos Atenas: la de los pobres y la
de los ricos, en guerra una contra otra. E Isócrates añadía: «Los ricos se han vuelto tan antisociales, que preferirían tirar
al mar todos sus bienes antes que ceder una parte a los pobres, los cuales por su parte tienen más odio a la riqueza ajena que compasión de las propias estrecheces.» Aristóteles asegura
que había un club aristocrático cuyos miembros se comprometían bajo juramento a obrar contra la colectividad.
La medida del colapso
económico y moral nos es dada por la reforma fiscal
que dividió a los contribuyentes en cien simorias, en cada uno de las cuales dos acaudilladores, considerados como los más ricos, habían de contribuir por todo el grupo, con libertad de rembolsarse después de los demás. Era la codificación del desorden y
de los
abusos. Las evasiones y
las corrupciones eran la regla. Como si un oscuro instinto les advirtiese de la inminente catástrofe, todos tiraban a gozar de la vida, sin preocuparse de nada más. De hacer caso a Teopompo, no había ya ninguna familia que se tuviese en pie, y la disgregación no se limitaba a las clases altas. Cuando lograron reconquistar el poder, en seguida después del paréntesis conservador, la pequeña burquesía
y el proletariado no dieron a la ciudad gobiernos ni ejemplos mucho más sanos. La población, incluyendo la del campo, no contaba más que veinte mil ciudadanos.«Y
para buscar uno de buen fuste —decía
Isócrates— hay que ir a buscarlo al cementerio.»
¿Qué fue lo que provocó, así de pronto,
la catástrofe de un pueblo que,
hasta la generación precedente, había sido el más vital del mundo?
Los historiadores
suelen responder que fueron las discordias intestinas de Grecia con las guerras que siguieron entre Atenas, Tebas y Esparta y todo el cortejo de sus satélites. Y, desde un punto de vista puramente mecánico, es cierto. Pero no es posible dejar de reflexionar que aquellas guerras intestinas habían existido siempre, desde que Grecia era Grecia, y siempre bajo la amenaza del mismo
peligro exterior: el persa. Sin embargo, Grecia se había salvado
siempre, pese a seguir dañándose,
y, lo que es más, sin haber dejado nunca de expansionarse. En tiempos de Jerjes, la misma Atenas había caído en manos del enemigo. No obstante, pocos meses después su flota perseguía a la persa hasta las costas de Asia Menor.
Ahora bien, a distancia de menos de un siglo, Persia ocupaba solamente algunas islas y no daba en absoluto ningún signo de
ser más fuerte que la de entonces. Pero Grecia no reaccionaba, se
sentía perdida y esperaba de un
rey macedonio, que consideraba
extranjero, el rescate y la salvación. Tenía que haber, pues, en su mecanismo, algo que ya no funcionaba y no le permitía recobrarse.
Este «algo» es más bien complejo, pero se encuentra resumido en una palabra que justamente
en aquellos años fue acuñada y comenzó a circular: kosmópolis.
Todo el sistema político, económico y espiritual de Grecia estaba basado en la polis, o sea en la ciudad- estado, la cual presuponía
una población limitada que participase
directamente en la gestión de la cosa pública. La polis no conocía, ni tan siquiera en régimen democrático, el llamado
«sistema representativo», por el cual la masa delegaba en una restringida minoría el cometido de dictar leyes y controlar su aplicación por parte del Gobierno. En la
polis, cada cual era, al mismo tiempo,
soberano y súbdito. Todos
los ciudadanos eran,
por así decirlo, los diputados de sí mismos, todos iban al Parlamento a defender sus personas y
sus intereses. Y a cada uno, antes o después, según el
sorteo, le tocaba ser presidente de una pritania, que correspondería más o menos a una sección de nuestro Consejo de
Estado, para
criticar la administración pública.
Todo ello hacía de los griegos un pueblo de «dilettantes» en el significado más noble de la palabra, es decir, en el sentido de que nadie podía
limitarse a la actividad personal. La acusación de Demóstenes a un tal que, según él «descuidaba la ciudad», habla claro. En la polis, era considerado, si no un crimen, una inmoralidad. Y la
consecuencia era una falta total de «técnicos» o de
«expertos», como quiera
decirse. La polis impedía que se formasen, obligando
a
todos a ocuparse de todo, lo que no permitía a nadie especializarse en nada. El historiador alemán
Treistschke escribió una vez que la diferencia entre
alemanes e italianos estriba en que los primeros «son» doctores, ingenieros, etc.; los segundos
«hacen» de doctores, de ingenieros, etc.
Ahora bien, los antiguos eran,
en ese aspecto, mucho más avanzados que los italianos modernos, en el sentido de que llevaban el «dilettantismo» hasta sus extremas consecuencias. En la polis, al
menos hasta Jenofonte, no había siquiera especialistas de la guerra. Los reclutas eran
instruidos, no en los cuarteles, sino en las nomadelfias, donde se les enseñaba más a administrar la cosa pública que a combatir al enemigo, y el mismo Estado Mayor no era «de carrera»; hasta los generales y los almirantes eran de «complemento» y recibían el mando según el cargo político que ejerciesen
en aquel momento. La autarquía de la polis no era solamente un hecho
que obligaba a una especie de autosuficiencia al propio individuo. Cada uno era el propio comandante, el propio empleado, el propio legislador,
el propio policía, el propio médico, el propio sacerdote y el propio filósofo. Y en esta complejidad del
hombre está el hechizo y el valor
de la civilización
griega, como lo será la del Renacimiento italiano.
Homero llamaba arete a esta característica de sus compatriotas y la consideraba su suprema virtud. Pero el hombre occidental, del cual los
griegos fueron los primeros y tal vez los más grandes adalides,
lleva en el cuerpo un estímulo que no le permite
estancarse en ninguna conquista: el estímulo del progreso que le empuja a tratar de saber, de hacer más y mejor. Un ejemplo bastará para explicarlo. En la primera batalla naval contra los persas, librada
en aguas de Lades, los lentos y perezosos trirremes atenienses siguieron la táctica más simplista: la de echarse encima de los bajeles enemigos y espolonearlos. Era lógico por lo demás, pues las dotaciones estaban constituidas por gente que tal vez era la primera vez que navegaban, y los oficiales eran hombres que hasta entonces habían sido abogados o tenderos. Entendían
de administración pública
porque participaban en ella, pero no eran ciertamente especialistas en la guerra y ni siquiera en la navegación.
Pero en la batalla
de Artemisium las cosas habían cambiado. Las naves atenienses fingieron embestir con los
espolones a las persas,
pero en el último momento se desviaban para rozarlas solamente, arrancando los remos de manos de los remeros adversarios, cuyas embarcaciones quedaban a sí a merced del enemigo. Esta maniobra requería, por parte de oficiales y tripulación, una
gran habilidad y una experiencia
consumada. Era,
pues, evidente que en adelante Atenas, bajo el estímulo del peligro, había formado
«profesionales», dedicados
exclusivamente a las cosas del mar y que no se parecía ya mucho al ciudadano clásico de la polis,
aficionado a todo y especializado
en nada.
Algo similar había acontecido
también en el Ejército a consecuencia de la guerra del
Peloponeso, que lo había sometido a una prueba muy dura. Ifícrates no era un general
de carrera cuando tomó el mando de un regimiento contra
los espartanos: era un magistrado que hasta entonces se había ocupado solamente en política. Mas, queriendo hacer bien las
cosas, se dio a estudiar la táctica de la infantería y llegó
á la conclusión de que la ateniense iba equipada de manera demasiado pesada para la guerra de montaña; así,
poco a poco, transformó sus huestes en una división de «tropas
de asalto», con las que infligió al enemigo, mucho más
potentemente armado, una soberana paliza.
Jenofonte es el fruto maduro de esta evolución. El ex discípulo de Sócrates, que bajo la dirección del Maestro se encaminaba al arete, o sea que se preparaba para convertirse
en uno de aquellos hombres completos, numerosísimos en Atenas, capaces de discurrir acerca de todo —Historia, Filosofía, Medicina, Economía—, pero sin una profesión concreta, fue entonces convirtiéndose poco a poco en un típico soldado profesional al frente de una tropa de mercenarios», es decir de soldados profesionales también.
Esto ejerció sus efectos sobre la mentalidad y
las costumbres de los
griegos, como nos demuestran las vicisitudes del propio Jenofonte, que en su vejez vemos retirado en el campo, en Esquilunto, en las cercanías de Olimpia. Los atenienses lo habían desterrado,
parece ser, por colaboracionismo con los Treinta del Gobierno reaccionario. Y hasta aquí, nada hay de extraño. Mas un poco extraño
era que el general hubiese elegido el lugar de su propio confinamiento en una provincia espartana, es decir, en casa del más implacable enemigo de su patria. Y aún, además de sostener relaciones de cordial amistad
con el rey de Esparta, Agelisao, correspondía a su amistad dándole consejos de logística, de estrategia y de organización militar,
sin la más remota sospecha de que ello representase algo parecido a una traición.
El hecho es que Jenofonte, como muchos otros compatriotas suyos, no sentía ya la polis y el compromiso de lealtad aparejado
a ella. Del mismo modo que los científicos atómicos se consideran, hoy día, dispensados de determinadas servidumbres
patrióticas y ligados tan sólo a un empeño profesional que
les permite cambiar desenfadadamente de nacionalidad y
de dueño, así Jenofonte razona no ya como ciudadano, sino como hombre profesional, que sólo se siente vinculado a la profesión. Es un especialista dispuesto a servir a quien le permita desarrollar su profesión y basta. Se dirá: también Alcibíades lo hizo, poniéndose al servicio primero de Esparta y después de Persia. Es verdad, mas por ello fue condenado a muerte por
traidor, traidor él mismo se consideraba y como tal
murió. Jenofonte no tuvo jamás tal sospecha, ni nadie le acusó de serlo. En la sociedad ateniense se daba por supuesto que un hombre profesional iba adonde la profesión le llamaba. Estaba obligado solamente a hacerlo bien. Es decir, que al deber del ciudadano se había sobrepuesto el del «técnico». Ahora bien, aquellos técnicos no querían ya saber nada de una polis de confines
demasiado angostos y de limitadas posibilidades,
y de hecho fueron ellos quienes
acuñaron la palabra cosmópolis, es decir, se adelantaron a la exigencia de un mundo que ya no estaba encerrado dentro de un modesto cinturón de murallas y sincopado por las autarquías nacionales.
Como hoy mucha gente ha destruido ya el mito de la patria para sustituirlo con el
de Europa, así también muchos griegos comenzaron a pensar en términos de Grecia y ya no en los de Atenas, o de Tebas, o de Esparta, como hasta entonces.
Hubiera sido excelente cosa que, después, Grecia se hubiese constituido. Pero desgraciadamente no se constituyó; y de la decadencia de la
polis subsistieron
solamente los efectos negativos, que fueron sobre todo la desafección del ciudadano a
su Estado y el desenfreno de sus egoísmos. Se vio sobre todo en el teatro, donde la comedia política de Aristófanes, testimonio del apasionado interés de todos por los negocios públicos,
fue sustituida por otra de sabor populachero con mezquinos problemas de vida doméstica
y escenas «neorrealistas» (tan viejos son
los vicios en el mundo) de barullos en el mercado, de «estraperlismos» y de esposas infieles. Es una comedia a tono con un público
no integrado ya por aquellos cívicos «dilettantes» que actuaban de ministro en tiempos de paz, de generales o almirantes en
tiempos de guerra, de oradores en la
plaza pública, de industriales en la tienda, de poetas y
filósofos en los salones, como en tiempos de Pericles, sino de
«profesionales» más o menos estimados, cada uno de los cuales ejercía su oficio y del resto no sabía ni jota, y sobre todo se burlaba de las grandes cuestiones de interés colectivo.
Por otra parte, era la nueva organización social que lo imponía. Platón
y Aristóteles habían tenido sus
buenos motivos al decir que una polis se
gobierna bien solamente cuando sus ciudadanos son tan pocos que se conocen todos entre sí. Esto ya no sucedía en las poleis griegas. Y, aparte el número de sus habitantes, el
progreso técnico imponía una división del trabajo mucho más
compleja, es decir, mucho más especializada. Un abogado, para conocer todas las leyes que los varios Gobiernos habían iotado, tenía que
dedicarse a ellas todo el día en detrimento de todos
sus demás intereses. Los médicos,
de Hipócrates en adelante, debían estudiar más anatomía
que filosofía. El progreso, en suma, mataba al
noble «dilettantismo», que había sido la más seductora característica de los griegos de Pericles, y el «dilettantismo» se llevaba a la fosa la polis.
He aquí lo que no funcionaba ya en
la Grecia que emergía de las guerras del Peloponeso. No eran las carnicerías ocurridas en el campo de batalla, las invasiones, los saqueos, las flotas naufragadas ni
el desbarajuste económico lo que la ponía a merced de cualquier invasor. Era el agotamiento de la pilastra sobre la cual había construido su civilización; la ciudad-estado, a la sazón no adecuada ya
a las nuevas necesidades de la sociedad.
( Indro Montanelli )
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