César
se paró una vez en Éfeso para poder contemplar su propia estatua erigida en el
ágora, así como la inscripción: CAYO JULIO CÉSAR, HIJO DE CAYO,
PONTÍFICE MÁXIMO, EMPERADOR, CÓNSUL POR SEGUNDA VEZ, DESCENDIENTE
DE ARES Y AFRODITA, DIOS MANIFIESTO Y SALVADOR DEL GÉNERO HUMANO. Naturalmente
había habido estatuas de Pompeyo Magno en todas las ágoras entre Olisipo y
Damasco (todas derribadas tras su derrota en Farsalia), pero ninguna que lo declarara
descendiente de algún dios, y menos de Ares y Afrodita. Sí, todas las estatuas
de conquistadores romanos decían cosas como DIOS MANIFIESTO Y SALVADOR DEL
GÉNERO HUMANO. Para la mentalidad oriental, estas palabras eran alabanzas
corrientes. Pero lo que de verdad importaba a César era la ascendencia, y la
ascendencia era algo que Pompeyo, el galo de Piceno, nunca podría atribuirse;
su único antepasado notable era Pico, el tótem del pájaro carpintero. En cambio
allí estaba la estatua de César, describiendo su ascendencia para que toda Éfeso
la viera. Sí, era importante, allí si podía ser considerado un dios, pero en
Roma un igual con cualquiera de los ciudadanos romanos.
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