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viernes, 22 de mayo de 2015

CAYO JULIO CÉSAR, INCÓMODO CON BRITANIA Y DESEOSO DE REGRESAR A LA GALIA




¿Qué hago yo aquí, disputándole la posesión de unos cuantos campos de trigo y un poco de ganado lanudo a una reliquia pintada de azul que parece salida de los versos de Homero? ¿A un hombre que cuando va a entrar en combate lo llevan en un carro en compañía de sus perros mastines, que no dejan de ladrar, y de su arpista, que le canta sus alabanzas?




Bien, yo lo sé. Es así porque lo impuso mi dignitas, porque el año pasado este lugar ignorante y sus ignorantes pobladores pensaron que habían conseguido expulsar a Cayo Julio César de sus costas para siempre. Pensaron que habían vencido a César. Y ahora he venido con la única intención de demostrarles que nadie vence a César. Y una vez que haya exprimido a Casivelauno y le haya obligado a someterse y a firmar un tratado, abandonaré este lugar ignorante para no regresar a él jamás. Pero se acordarán de mí. Le he proporcionado al arpista de Casivelauno algo nuevo que cantar. La llegada de Roma, la desaparición de los carros en el oeste legendario de los druidas. Permaneceré en la Galia de los hombres de cabellera larga hasta que el último de sus habitantes me reconozca a mí, y a Roma, como sus amos. Porque yo soy Roma. Y eso es algo que mi yerno, que es seis años mayor que yo, nunca será. Guarda bien tus puertas, buen Pompeyo Magno. No serás el primer hombre de Roma durante mucho más tiempo. Viene César.




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