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viernes, 22 de mayo de 2015

CÉSAR EN BRITANIA





Tras penetrar tierras britanas, Cayo Julio César seguía irritable por la hostilidad del clima de aquella isla, como muy bien sabían sus legados, pero cuando acudió a saludar a Mandubracio nadie que no hubiera estado en contacto con César a diario lo habría sospechado. Muy alto para ser romano, miró a Mandubracio a los ojos desde su misma altura. Pero era más esbelto, un hombre muy grácil y con esa musculatura maciza en las pantorrillas que al parecer todos los romanos poseían; ello se debía al hecho de caminar mucho y hacer muchas marchas, como siempre decían los romanos.



CÉSAR INVADIENDO BRITANIA

 Llevaba puesta una estupenda coraza de cuero y una falda de tiras del mismo material que colgaban y se movían, y no llevaba daga ni espada sino el fajín escarlata que indicaba su elevado imperium ritualmente anudado y enlazado cruzando la parte delantera de la coraza. ¡Y era tan rubio como cualquier galo! El cabello de color oro pálido era escaso y fino, y lo llevaba peinado hacia adelante desde la coronilla; las cejas eran igualmente pálidas, y la piel, curtida y arrugada, presentaba el mismo color que el pergamino viejo. Tenía la boca carnosa, sensual y graciosa, y la nariz larga y protuberante. Pero todo lo que se necesitaba saber sobre César, pensó Mandubracio, estaba en aquellos ojos suyos, que eran de un color azul pálido rodeado de un delgado círculo azabache, muy penetrantes. No tanto fríos como omniscientes.


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