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miércoles, 21 de enero de 2015

LAS MUJERES DE CÉSAR


César miraba a Mucia Tercia, que le parecía enormemente atractiva; era evidente que el casamiento con Pompeyo la sentaba bien. Mentalmente, añadió su nombre a la lista de sus futuras conquistas, ¡bien que se lo había buscado Pompeyo! Pero aguardaría. Que el abominable joven Carnicero llegase antes más alto.

 

Estaba seguro de que Mucia Tercia sería fácil; la había sorprendido mirándole varias veces. Pero no iba a precipitarse; necesitaba más tiempo para madurar a la sombra de Pompeyo antes de caer en sus brazos. De momento, tenía bastante con Metela Capraria, esposa de Cayo Verres. ¡Arar su surco era un ejercicio de horticultura que le encantaba!

 

Su dulce esposa le miraba, y apartó los ojos de Mucia Tercia y los clavó en ella; le hizo un guiño y Cinnilla contuvo la risa y demostró que había heredado del padre la facilidad para ruborizarse.

 

Era un encanto. Nunca estaba celosa, a pesar de que habría oído rumores y seguramente daría crédito a ellos. ¡Después de tantos años, tenía que conocerle! Pero estaba demasiado influenciada por Aurelia para sacar a colación el tema de sus escarceos. Y no lo hacía; como si nada tuvieran que ver con ella.

 

Con su madre no era tan circunspecto; suya había sido la idea de que sedujera a las esposas de sus iguales. Y tampoco tenía pelos en la lengua para preguntarle de vez en cuando si alguna le resultaba difícil. Las mujeres eran un misterio y tenía la impresión de que siempre lo serían; y las opiniones de Aurelia valían la pena.

 


 Ahora que tenía tratos con las mujeres de su clase del Palatino y la Carinae, estaba al corriente de todos los cotilleos y se los transmitía a él sin adornos. A él lo que le gustaba era volver locas a las mujeres antes de dejarlas, porque así quedaban inservibles para sus cornudos maridos.



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