Las oraciones y los
sacrificios, aunque desprovistos de significado en sus detalles, cumplen una
misión general y tienen gran efecto sobre el pueblo. Estos ritos fueron
establecidos originalmente para propiciar más que para atraer a los dioses; y
aún hoy se supone que si estas ceremonias de conciliación se realizan con la
escrupulosidad debida, los dioses no interferirán contra las cosechas, las
guerras y demás actividades. Nuestra religión de estado, bastante paradójicamente,
es en cierto sentido atea. Tiende a mantener los dioses -siempre suponiéndose
que éstos existan- a tan gran distancia como sea posible de los hombres y, liberando
a los supersticiosos de sus aprensiones, les permite continuar con calma y confianza
su misión civilizadora.
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