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jueves, 2 de abril de 2020

PERICLES EL OLÍMPICO Y ASPASIA DE MILETO



 

La mayor fortuna que puede tenerse en este mundo es nacer en el momento oportuno. Muy  probablemente cada generación tiene  sus Césares,  sus  Augustos, sus Napoleones y sus Washington. Pero si  les  toca actuar en una sociedad que no les acepta por demasiado acerba o demasiado marchita, acaban, habitualmente, en vez de en el poder, en la horca o en la oscuridad.

 

Pericles fue uno de los  pocos venturosos.  Tuvo  de su parte tantas y tan felices circunstancias, se  encontró dotado de cualidades que  tan  bien  respondían  a las necesidades de su tiempo, que la Historia —que siempre se  inclina  ante  la  suerte—  ha  terminado  por dar su nombre al más glorioso y floreciente período de la vida ateniense. La Edad de Pericles es la Edad de Oro de Atenas.

 

Era hijo de Jantipo, un oficial de marina que en Salamina conquistó los galones de almirante y mandó la ilota en la victoriosa batalla de Micala; y de Agarista, sobrina segunda de Clístenes. Era, pues, un aristócrata, pero ligado ideológicamente al partido demócrata: el de más seguro porvenir. Algo debía designarle desde niño a una posición de primer plano, porque desde entonces se hizo circular sobre su  origen una leyenda que ponía en causa la sobrenatural. Decíase que Agarista, poco antes de traerle al mundo, había sido visitada en sueños por un león.

 

En realidad, el pequeño Pericles no mostró mucha semejanza con el león. Era más  bien  delicado  y  bil, con una curiosa cabeza en forma de pera, que después se tornó en  blanco  de  las  malas  lenguas  y de los chansonniers de Atenas,  que  la hicieron objeto de infinitas burlas. Pero su familia le dio desde el principio una educación de príncipe heredero, y él la aprovechó con mucha inteligencia. Historia, economía, literatura y estrategia eran su yantar cotidiano. Se lo proporcionaban los más insignes maestros de Atenas, entre los cuales destacaba Anaxágoras, al cual el discípulo siguió después mostrando profundo afecto.

 

De chico, Pericles debió de ser prematuramente serio, precozmente imbuido de su propia importancia y con destacadas características de «primero de la clase», bien impopular entre sus coetáneos. Porque desde el primer momento que entró en la política —y entró muy pronto— no cometió ninguno de esos  errores en los que habitualmente caen, por atolondramiento, los debutantes. Lo prueba el sobrenombre  de  Olímpico que en seguida le atribuyeron y que  usaron  también sus adversarios, aun cuando fuese con un asomo de ironía. Había verdaderamente en él algo que parecía provenir de lo alto. Tal vez era  su  modo  de  hablar que suscitaba esa impresión. Pericles no  era un  orador fecundo, enamorado de su propia palabra, como Cicerón o Demóstenes. Raramente pronunciaba discursos; cuando lo hacía era brevemente, y se escuchaba, eso sí, mas para controlarse, no para embriagarse. Tenía la  lógica  geométrica  de  la  estatuaria  y de la arquitectura de aquel período. En su fuero interno, no existían pasiones. Había solamente hechos, datos, cifras y silogismos.

 

Pericles era un hombre honesto, pero no a lo Arístides que de la honestidad había querido hacer una religión en medio de compatriotas estafadores, que querían ser administrados por  un hombre de proque, sin embargo, les dejase continuar sus latrocinios. Como Giolitti, Pericles fue honesto de sí, y, efectivamente, salió de la política con el mismo patrimonio con el que había entrado; mas para los demás se mostró tolerante. Y fue sobre todo por este buen sentido, creemos, que los atenienses  no  se  cansaron de elegirle para los más altos cargos durante casi cuarenta años seguidos, desde 467 a 428 antes de Jesucristo, y reconocieron a su cargo de strategos autokrator más poderes que cuantos le reconocía la Constitución.

 

Demócrata auténtico, aunque sin gazmoñería, Pericles no cometió abusos. Para él,  el  régimen mejor era un liberalismo ilustrado y de progresivo  reformismo, que garantizase las conquistas populares  dentro del orden y  excluyese  la  vulgaridad  y la demagogia. Es el sueño que acarician todos los hombres de Estado sensatos. Pero la suerte de Pericles consistió precisamente en el hecho de que Atenas, después de Pisistrato, Clístenes  y  Enaltes,  estaba en  condiciones de poderlo realizar y contaba con la clase dirigente adecuada para hacerlo.

 

La democracia, sancionada por las leyes, hallaba aún algunas dificultades de aplicación a causa del desequilibrio económico entre clase y clase.  Pericles  introdujo la «quinta» en el ejército, de modo  que  el  servicio de las armas no acarreara, para los pobres,  la ruina de la  familia  y  concedió  un  pequeño  estipendio a los jurados de los tribunales, a fin de que tan delicada función no fuese un monopolio de los ricos. Extendió la ciudadanía a varias categorías  de personas que por una razón u otra  estaban  inhabilitadas para ella, pero impuso, o se dejó  imponer,  una  especie de racismo que prohibía la legitimación de los hijos habidos con un extranjero. Medida absurda, que más tarde él mismo había de pagar.


Su mejor arma política fueron las obras públicas. Podía emprender cuantas quisiera, porque con los mares libres y con una flota como la ateniense, el comercio navegaba a toda vela y el Tesoro rebosaba dinero. Y, por lo demás, todos los grandes estadistas son también grandes constructores. Pero lo que distingue a Pericles de los otros no es tanto  el  volumen  como la perfección técnica y el gusto  artístico  que quiso imprimir a sus realizaciones. Disponía, desde luego, para llevar a cabo su obra, de hombres idoneos: maestros como Ictino, Fidias, Mnesicles. Pero  fue Pericles quien les llamó a  Atenas,  seleccionándolos y supervisando los planes. Así, bajo  su  mandato, fue realizado el amurallamiento que Temístocles proyectaba para aislar, tierra adentro, la ciudad y su puerto. Viendo en él una fortaleza inexpugnable los espartanos mandaron un ejército para destruirla. Pero resistió. Pericles encontró algunas dificultades para convencer a sus conciudadanos de elevar el Partenón, la más grande herencia arquitectónica y escultórica que Grecia nos ha dejado. El presupuesto preveía un gasto de más de diez  mil  millones  de  liras. Y los atenienses, por mucho que  amasen lo bello no estaban dispuestos a pagar tanto. Es característica de Pericles la estratagema a la que recurrió para convencerles. «Bien —dijo, resignándose—, entonces consentidme que  lo  construya  por  mi  cuenta,  quiero decir que en el frontón, en vez del nombre  de  Atenas,  será  inscrito  el  de  Pericles.»  Y  por  envidia y emulación se consiguió lo que la avaricia había impedido.

 

Aunque pasase por frío, y acaso lo fuese,  como  todos los hombres dominados por la ambición política, también Pericles pagó un día el  peaje a  la  más humana de todas las debilidades —el amor—, y perdió la cabeza por una mujer. 



La cosa era un poco  embarazosa por dos razones; primero, porque ya estaba casado y hasta entonces se había mostrado como  el más virtuoso de los maridos; y después, porque aquella  de  quien  se  prendó  era  una  forastera  de  pasado y aspecto más bien discutibles. 



Aristófanes, la lengua más mordaz de Atenas, decía que Aspasia era  una ex cortesana de Mileso, donde había administrado una casa de mala nota. No tenemos elementos para confirmarlo ni para desmentirlo. De todos modos, habíase trasladado a Atenas,  donde  abrió  una  escuela  no muy diferente de la que Safo fundara en Lesbos. Aspasia no escribía poesías, pero era una  intelectual que luchaba por la emancipación de la mujer, quería sustraerla al gineceo y hacerla partícipe de la vida pública, en paridad de derechos con el hombre.

 

Son cosas que  hoy  nos  dejan indiferentes, pero que entonces parecían revolucionarias. Aspasia  ejerció un gran influjo sobre las costumbres atenienses creando aquel prototipo de «hetaira» que después volvióse corriente en la ciudad.



No sé sabe si era bella. Sus ensalzadores nos hablan de su «voz argentina», de sus «cabellos de oro», de su «pie arqueado»: detalles que pueden ser también los de una mujer fea. Pero fascinante debía de serlo, pues todos están concordes en loar su conversación y sus maneras. 



Alguno dice que, cuando Pericles la conoció, era amante de Sócrates, quien, poco apegado a las mujeres,  se  la  cedió gustoso y  siguió  siendo  su  amigo.  Ciertamente, su salón era  frecuentado  por  el  mejor  ambiente de Atenas. Acudían a él  Eurípides, Alcibíades,  Fidias. Y sabía entretenerles tan bien, que Sócrates reconoció, tal vez exagerando un poco, haber aprendido  de ella el arte de argumentar.

 

Fueron sin duda esas cualidades intelectuales, más que las físicas, las  que  sedujeron  al  Olímpico,  que esta vez no resistió a la  tentación  de  descender a tierra y comportarse como cualquier  mortal.  Parece ser que, por conveniencia, se decidió  en aquel momento a darse cuenta de que su mujer era poco menos virtuosa que él. En vez de reprenderla, le ofreció muy gentilmente el divorcio,  que ella  aceptó. 



Y  se  dirigió  a casa de Aspasia quien, convertida así en  la  «primera dama de Atenas», abrió otro salón y entre conversación y conversación hasta le dio un hijo. Pero, ¡ay!, Pericles era el autor de la ley que prohibía la legitimación y la extensión de la  ciudadanía  a  los frutos de la unión con extranjeros. Ahora era la  víctima y lo fue con dignidad.

 

Parece ser que Aspasia le hizo feliz, pero políticamente no le trajo fortuna. Progresistas en el Parlamento, los  atenienses  eran  conservadores  en  familia y no quedaron edificados por el ejemplo de aquel autokratnr que trataba a la concubina de igual  a  igual, le besaba la mano y la hacía plenamente partícipe  de su vida y de sus  preocupaciones.  Apartándose  aún más comenzó a perder contacto con la masa del pueblo, que le acusó de esnobismo y le tomó ojeriza.

 

Siguieron, sin embargo, dándole sus votos durante muchos años y confirmándole en su puesto de  supremo rector y guía. Pericles cayó, puede decirse, junto con Atenas, o sea cuando el ocaso  de  la  primacía que él mismo había dado a su ciudad con una hábil política interior y exterior.

 

Esa primacía de Atenas,  luminosa  y  rápida  como un meteoro, se confunde con la de Grecia, cuya civilización alcanzó el florecimiento y la consumación en el espacio de poco más de tres generaciones. Pericles tuvo el privilegio de asistir a casi toda aquella extraordinaria parábola y de darle su nombre.  Aun cuando  finalizara melancólicamente  en  la  ingratitud  y la catástrofe, su suerte fue una de las más afortunadas que jamás se haya deparado a un hombre.

( Indro Montanelli )


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