¿Y cómo se ha de calificar aquella sentencia que dictaron los
atenienses, aquellos sabios legisladores, aquellos maestros en toda ciencia?.
¿El anciano cuya sabiduría divina fue proclamada, por el oráculo de Delfos,
superior a la de todos los mortales, no sucumbió a la sagacidad y a los celos
de una detestable facción?. ¿No fue acusado de corruptor de la juventud, siendo
así que la instruía y refrenaba, y condenado a beber el jugo mortal de una
hierba venenosa?. Por lo demás, esta infamia arrojó una mancha de eterna
ignominia sobre sus conciudadanos, puesto que aún hoy día, los más excelsos
filósofos siguen sus doctrinas como las más santas entre todas, y, cuando
desean fervientemente alcanzar algún beneficio, invocan su nombre.
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