Es nuestro deseo que todas las diversas naciones que
están sometidas a nuestra Clemencia y Moderación, deben continuar en la
profesión de esa religión que fue transmitida a los romanos por el divino
apóstol Pedro, tal como ha sido conservada por la fiel tradición y que
actualmente es profesada por el Pontífice Dámaso y por Pedro, Obispo de
Alejandría, un hombre de santidad apostólica. De acuerdo con la enseñanza
apostólica y la doctrina del Evangelio, creemos en una sola deidad del Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo, en igual majestad y en una santa trinidad.
Autorizamos a los seguidores de esta ley que asuman el título de católicos
cristianos; pero por lo que se refiere a los otros, pues, en nuestro juicio
ellos son locos insensatos, decretamos que sean señalados con el ignominioso
nombre de herejes, y no pueden pretender dar a sus conventículos el nombre de
iglesias. Ellos sufrirán en primer lugar la reprensión de la condena divina y
en segundo lugar el castigo de nuestra autoridad que de acuerdo con el deseo
del Cielo decidirá infligir.
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