Todo lo que me escribes y todo lo que de tu persona he oído me
induce a esperar mucho de ti. No eres atolondrado ni te trasladas, inquieto, de
un lugar a otro. Ese afán de vagabundear es señal de una mente enferma. Lo
primero que denota una inteligencia serena es que pueda permanecer tranquila y demorarse
consigo misma. Ten también en cuenta que la lectura de muchos libros y muchos
autores de todo género pueden causar intranquilidad e inestabilidad. Hay
ciertas obras inspiradas por el genio en las que debes detenerte y con las que
deberías nutrir tu espíritu, si deseas sacar de ellas algo que se fije bien en
tu mente. El hombre que está en todas partes no está en ninguna. Los que se pasan
la vida viajando de acá para allá acaban por tener muchos conocidos con quienes
pasar el rato, pero no amigos verdaderos. Lo mismo puede ocurrir si en lugar de
estudiar a fondo a cierto hombre de genio pasas de una cosa a otra precipitadamente.
Nada perjudica más a la salud que un constante cambio de remedios; ninguna
herida se cicatriza si se cambian con frecuencia los vendajes, y no crecerá
lozana la planta que se trasplante a menudo. Nada es tan provechoso que pueda
hacer provecho de pasada. Una multitud de libros distrae la mente; puesto que
no puedes leer los libros que tienes, es bastante que tengas los que puedas
leer.
No hay por qué levantar las manos al cielo, ni hay por qué tratar
de evitar al guardián del templo para poder acercarse a los oídos de la estatua,
en la creencia de que así tendrás la seguridad de que tus ruegos serán oídos:
Dios está junto a ti, está contigo, dentro de ti. Ten por seguro, Lucilo, que
el hálito sagrado (que anima al Universo) alienta en nosotros, vigilando y
protegiendo lo malo y lo bueno que tenemos en nosotros; como nosotros lo
tratemos, así nos tratará a nosotros. Nadie es bueno sin la ayuda de Dios. ¿Puede
alguien elevarse sobre la fortuna sin la protección de Dios?. Él es quien nos
otorga el consejo que nos hace grandes, el consejo que es justo. Dios mora en
todo hombre bueno, aunque no sepamos qué dios. Imagínate que te encuentras ante
un espeso bosque de añosos árboles, extraordinariamente altos, que ocultan el cielo
con sus tupidas ramas entrelazadas. La hondura del bosque, la escondida soledad,
las densas y cerradas sombras que inspiran pavor, cuando todo en derredor está
al descubierto, le hacen a uno presentir un poder divino. Una cueva sombría abierta
en la rocosa ladera de una montaña, una cueva que no se ha hecho con las manos
sino que ha sido excavada, con sus espaciosas dimensiones, por obra de la
naturaleza, hará que tu corazón se sobrecoja de temor religioso… Suponte ahora
que ves a un hombre sereno ante el peligro, inconmovible a los deseos, feliz en
la adversidad, tranquilo en medio de la tormenta, contemplando a los hombres desde
un nivel superior, y a los dioses como iguales, ¿no sentirás un sentimiento de
veneración?. ¿No dirás: “esto es algo
demasiado serio, grave y elevado para considerarlo del mismo orden que esa
frágil figura corporal en que se encierra”?. Un poder divino ha descendido sobre él; esta inteligencia
preeminente, con tanto dominio de sí misma, que pasa ligeramente sobre todas
las cosas sabiendo que nada valen, riéndose de nuestros temores y de nuestras esperanzas,
está ciertamente dotada de un poder celestial. Una cosa tan grande no puede
mantenerse firme sin el apoyo divino… Vive —con la parte más grande de su ser— en
el cielo del cual desciende.
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