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sábado, 25 de enero de 2020

PEQUEÑOS «GRANDES» PERSONAJES GRIEGOS

MENANDRO

Ya que el Teatro es el espejo  más  inmediato  de una sociedad, la helenística halló el suyo en las comedias de Menandro, que se comenzaron a representar precisamente el mismo año de la muerte de Alejandro. Fueron ciento cuatro y no quedan más que algunos fragmentos; lo que basta, sin embargo, para  hacernos comprender cómo eran los pequeños y los  grandes de aquel tiempo. Escuchando una exclamó un crítico: «Oh, Menandro, oh, Vida, ¿quién de vosotros imita al otro?». No lo sabemos. Sabemos tan sólo que ambos se  contentaban  con  poco;  poner  los  cuernos a la mujer o al marido, eludir los impuestos y arramblar con la herencia del tío rico. Mas no podemos culpar a Menandro si, en su época,  eran  ésos los grandes problemas de la vida ateniense.


Menandro vivió igual que escribió, o sea sin tomarse las cosas demasiado  en  serio.  Guapo,  rico  y de educación señoril, tomó el placer donde lo encontró, y lo encontró sobre todo  en  las  mujeres,  con gran desesperación de Glicerias, su esposa, que tuvo  la desgracia de amarle apasionadamente y de ser celosa. Como autor,  el  público  prefería  a  Filemón, del cual no ha quedado nada, pero de quien se sabe, por los cronistas de entonces, que era un habilísimo organizador de claques. Al decir de los competentes, Menandro valía mucho más que él, especialmente por su estilo elegante y limpio. De cualquier modo, fue Menandro a quien el romano Terencio tomó por modelo. De vez en cuando también escribía poesías. Y en alguna de ellas, extrañamente, presintió su propia muerte en el mar. Ahogóse, en  efecto,  a  los  cincuenta y dos años, a causa de un calambre, mientras nadaba en aguas de El Píreo.


Otro autor, mas no de teatro, que representa muy bien la refinada y lánguida sociedad helénica, fue el poeta Teócrito, que trajo a la lírica griega una gran innovación: el sentimiento de la Naturaleza. Los grie- gos, como todos los meridionales, italianos incluidos, no lo habían tenido  nunca  y  la  inspiración  la  habían buscado siempre, si acaso, en la Historia, es decir, en los hechos humanos, aunque se los atribuyeran a los dioses. En Teócrito, por primera vez, se advierte el susurro de las aguas y el rumor de los árboles.

TEÓCRITO

Había nacido en Sicilia, pero hizo carrera en Alejandría —donde entonces se iba con preferencia a Atenas—, componiendo un panegírico para Tolomeo  II, que se lo llevó a  la  Corte.  Pero seguramente el  éxito de sus Idilios fue debido a las damas, que los encontraron «exquisitos» y  ciertamente  lo  eran  en  cuanto a lenguaje y a estilo. Teócrito lo  tenía todo para gustar a las mujeres: la gentileza, la melancolía y la homosexualidad. Mas sobre todo a tono con la época, tenía eso que los portugueses habrían llamado saudade, o sea esa mezcla de nostalgia, de lamento y de veleidosas aspiraciones  en las que él zambullía su pena y que es lo típico de una sociedad en decadencia.

TOLOMEO II

Pero más que el literario, es el recuento del pensamiento filosófico lo que nos da el sentido y la  medida del lento deslizamiento de Grecia hacia  posiciones, por decirlo así, periféricas y de su renuncia a buscar las respuestas a los  grandes  porqués  de  la vida, de la justicia y de la moral. En este terreno, Atenas mantuvo la preeminencia. Gracias a las dos grandes escuelas que siguieron floreciendo en ella después de la desaparición de los dos fundadores y maestros: la academia y el liceo.

El liceo había sido confiado por Aristóteles, cuando huyó de la ciudad, a Teofrasto, que lo rigió ininterrumpidamente durante treinta y cuatro años. Venía  de Lesbos y su verdadero  nombre  no  se  sabe,  o  acaso lo había olvidado también él, una vez acostumbrado  al   que   le   diera  Aristóteles   y   que significa: «elocuente como un dios». Diógenes Laercio le describe como un hombre tranquilo, benévolo y afable, tan popular entre los estudiantes, que llegaban a dos mil los que asistían a sus lecciones. No era un gran pensador; la Filosofía propiamente dicha le debe bien poco. Acentuó la tendencia científica y  experimental del liceo, o sea su carácter  empírico,  dedicándose sobre  todo   a   la   Historia  Natural.  Era  un profesor ejemplar con su claridad, llaneza y  eficacia  expositiva. Escribió un libelo, superficial y  desenfadado, contra el matrimonio, que más tarde hizo montar en cólera a Leoncia, la amante de Epicuro, que le  contestó con otro libelo. Pero la obra que de él ha  quedado y que todavía  hoy  se  lee  con  gusto,  es  la  qué él tal vez daba menos  importancia  y  que  escribió como pasatiempo: Los caracteres, libro digno del memorialismo francés del siglo XVIII.

EPÍCURO

Teofrasto se mantuvo al margen de  la  política,  lo que no impidió a un tal Agnónides denunciarle acusándole de la consabida «impiedad». Como su maestro, Teofrasto no quiso afrontar los riesgos  de  un  proceso y, con gran sigilo, abandonó Atenas. Pero pocos días después, los comerciantes del barrio se manifestaron tumultuosamente delante de la Asamblea: Teofrasto había  sido   seguido   en   su   exilio   por   centenares de alumnos, todos clientes de los establecimientos de aquéllos, que ya no sabían a quién vender. Así, no por escrúpulo de justicia o por amor a la Filosofía,  sino para que no se estropeasen salchichones y quesos sicilianos, fue retirada la  acusación  y  Teofrasto  volvió en triunfo a su liceo, donde permaneció hasta la muerte, que le llegó a los ochenta y cinco años.


Después de él, la escuela, precisamente por su especialización científica, decayó. Era un  campo nuevo, en el cual  Atenas  no  podía  jactarse  de  tener  una gran tradición que  oponer  al  moderno  instrumental de Alejandría, encaminada ya a convertirse en la capital de la técnica. Siguió floreciendo, por el motivo opuesto, la academia, que después de Platón había pasado por poco tiempo a manos  de Espeusipo y luego a las de Xenócrates. que la dirigió durante veinticinco años.

ESPEUSIPO

Como Teofrasto, Xenócrates fue un maestro ejemplar, que contribuyó mucho a realzar en la opinión pública el prestigio de una categoría que los sofistas habían desacreditado mucho.  El  ya  citado  Laercio dice que cuando pasaba por la calle, hasta los descargadores del muelle le hacían sitio con respeto porque le confundían con un potentado. Xenócrates era más pobre que Job, no había aceptado nunca estipendios y hubiese acabado en la cárcel por renuencia al fisco, si Demetrio no hubiese intervenido en persona. Una vez, Atenas le mandó con otros embajadores a Filipo de Macedonia quien, terminada la misión, dijo confidencialmente a sus  amigos;  «Es  el  único  que no he logrado corromper.» Llena de curiosidad,  y  acaso irritada por su aureola de virtud, la cortesana Friné quiso ponerle a prueba  y  una  noche  llamó  a su  puerta  fingiéndose  perseguida  por  un  sicario,  y le pidió hospitalidad. Xenócrates le ofreció cortes- mente su propio lecho y  se  acostó  a  su  lado  en  él. Al alba, la mujer se fue llorando de rabia por su derrota.

FRINÉ

Después de su muerte también la  academia comenzó a decaer. O, mejor  dicho,  comenzó  a  decaer  en  ella el estudio de aquellas disciplinas que había tenido en común con el liceo en tiempos de Platón y de Aristóteles, los cuales estaban de  acuerdo  en  un  punto: en considerar que era posible alcanzar el conocimiento de la verdad. Ahora ya nadie lo creía. Muchas hipótesis se habían formulado a ese propósito y muchas escuelas habían discutido los métodos. ¿Y qué quedaba sino un montón de palabras?.

XENÓCRATES

Pirrón fue el intérprete de ese  estado  de  ánimo.  Era de Elida y había seguido a Alejandro a la India, donde probablemente había asimilado algo de la filosofía hindú. Sea como fuere, volvió de allí persuadido  de que la sabiduría consistía en renunciar a la búsqueda de la verdad, que era inalcanzable, y en contentarse con la serenidad, más fácil de obtener conformándose a los mitos y a las  convenciones del propio ambiente: falsos ciertamente, pero no mucho más de lo que son las teorías de los filósofos. Por su parte, lo hizo aceptando las  leyes y costumbres de su ciudad, y renunciando hasta a curarse un resfriado, «porque —decía— la vida es un  bien  incierto y  la  muerte  no es un mal cierto». Y acaso por esto vivió muy sano hasta los noventa años.

PIRRÓN DE ELIS

Pero los más grandes adalides de esa filosofía de renunciación fueron Epicuro y Zenón. El  primero era de Samos y fue uno de los pocos filósofos formados lejos de Platón y de Aristóteles. Llegó a Atenas ya hecho, por decirlo así, e instituyó una escuela por su cuenta en el jardín de su casa. Aparte el concubinato con Leoncia, que le amó apasionadamente pese a seguir haciendo la mundana y que él jamás desposó, era un hombre de costumbres sencillísimas, que sólo comía pan y queso y vivía apartado, respetuoso de las leyes y de los dioses. Lo que la gente común llama «epicúreo»  nada tiene  que  ver  con  su vida privada si con sus ideas, que él condensó en  trescientos  libros. 



Su «credo» moral, en la  escéptica y  licenciosa  Atenas de aquel tiempo, destaca por su honestidad. La sabiduría, decía, no consiste en  explicar  el  mundo,  sino en fabricarse un refugio de tranquilidad con las pocas cosas que la pueden dar: la modestia, el respeto a los demás, la amistad. Las amistades de  Epicuro,  en efecto, fueron proverbiales. Cuando murió, a los setenta y un años tras haber pasado treinta y seis enseñando a sus discípulos y amándoles, su último esfuerzo, en los terribles sufrimientos  que le  producían los  cálculos  renales,  fue  dictar  una  carta  para  uno de ellos recomendándole a los  hijos de  Metrodoro, otro discípulo suyo.

METRÓDORO

Zenón era un millonario de Chipre que lo perdió  todo, menos  la  vida,  en  un  naufragio,  en  aguas  de  El Pireo. Habiéndose sentado, desconsolado, en una librería, abrió por azar los Memorables de  Jenofonte por las páginas que hablaban de Sócrates y preguntó dónde podían hallarse hombres semejantes. «Sigue a ése», le respondió el librero indicándole a Crates, que pasaba por allí. Crates era un tebano que había renunciado a su fabulosa fortuna para vivir como cínico, o sea, de mendigo. Zenón le siguió y, tras haber escuchado sus lecciones, dio gracias a su dios de haberle arrojado náufrago y pobre en aquella ciudad. Estudió ahincadamente también en la  academia  de  Xenócrates y después instituyó una escuela por su cuenta que, por los pórticos  de  Stoas  bajo  los  cuales  daba las lecciones, se llamó estoica.
ZENON

Durante cuarenta años, dando el ejemplo  con  su vida  franciscana,  enseñó  las  ventajas  de  la  sencillez y de la abstinencia  a  sus  alumnos,  entre  los  cuales  se contaba Antígono de  Macedonia  quien,  al  ser  rey, le invitó  en  Pella.  Pero  Zenón,  para  mantenerse  fiel a  la  escuela  y  a  la  pobreza,  mandó  en  su  lugar  a  su discípulo Perseo. A los noventa  años  aún  enseñaba. Un día se cayó fracturándose un pie. Dio unas palmadas en el suelo y dijo;  «¿Por  qué  me  llamáis así?. Heme aquí.» Y con sus propias manos se estranguló.

( Indro Montanelli )


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