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viernes, 10 de enero de 2020

FILIPO DE MACEDONIA Y DEMÓSTENES DE ATENAS

FILIPO II DE MACEDONIA



Probablemente la mayor parte de los griegos ignoraba hasta la existencia de su provincia más septentrional, la Macedonia, cuando Filipo, en 358 antes de Jesucristo, subió al trono  según  el proceder habitual en aquella comarca y en aquella Corte, o sea, una serie de asesinatos en familia. Las ciudades-estado del Sur tenían escasísimas relaciones con aquellos parientes lejanos del Norte, que, si bien hablaban su misma lengua o poco más o menos, no les había dado ni un poeta, ni un filósofo ni un legislador.



Pero tampoco los macedonios, por su lado, habían sentido jamás ninguna necesidad de meter baza en los asuntos ni en las riñas de Atenas, de Tebas y de Esparta. Eran dispersas tribus de pastores  que  vivían en régimen patriarcal, agrupadas cada una en torno a su propio principillo. Su evolución política no había seguido en absoluto la de Grecia; se había quedado en medieval. Había un rey, pero su poder estaba limitado por ochocientos vasallos, cada uno de los cuales, en su propia circunscripción, sentíase  dueño absoluto y no admitía interferencias. No iban sino raramente y a desgana a Pella,  la  capital,  que  de hecho no pasaba de ser una aglomeración de cabañas en torno de la única plaza; la del mercado. El rey, cuando había de tomar alguna decisión importante, tenía que consultarles y no siempre lograba su consenso.

 

El nuevo soberano, empero, no era, como sus predecesores, «hecho en casa». De chico le habían mandado a estudiar en Tebas,  donde  se  metió  en  las  malas compañías de los parientes y amigos de Epaminondas. No había aprovechado  mucho  las  lecciones de Filosofía e Historia. Pero  siguió  con  atención  las de estrategia que aquel gran capitán había enseñado a su ejército. Pese a las muchas lagunas de su cultura, cuando volvió entre los pastores de Pella, fue considerado un sabio. De hecho, él sabía lo que aquéllos, criados en la montaña y sin puntos de referencia, ignoraban: o sea, que Macedonia era una comarca semibárbara, que debía romper su aislamiento con el resto de Grecia y que el mejor modo de hacerlo era apoderarse de ella. Mas esto sólo se podía conseguir después de haber unificado  el  mando  de  Macedonia, o sea después de haber destruido o embridado las fuerzas feudales y centrífugas de los principillos locales.


Lo consiguió un poco por la fuerza y  otro poco por  la astucia, porque de ambas  cosas  tenía  a  porrillo. Era un pedazo de hombre listo y prepotente, guerrero intrépido, cazador infatigable, siempre dispuesto a enamorarse indistintamente de una hermosa mujer que de un guapo muchacho. Un trasfondo  de astucia  se encontraba en cada gesto suyo, hasta en el más espontáneo. Era de natural  simpático, pero  lo  sabía y se aprovechaba. El mismo Demóstenes, su  irreductible adversario,  después de haberle conocido  exclamó: «¡Qué hombre! Por el poder y el éxito ha perdido un ojo,   tiene  un  hombro  roto  y   un  brazo paralizado. ¡Y todavía no hay quien pueda hacerle poner de rodillas!»
 
Demóstenes
Por primera vez  desde su advenimiento al  trono, los «compañeros del rey», como se llamaban los ochocientos señorones macedonios, para afirmar  su  paridad con él comenzaron a frecuentar  Pella,  adonde  Filipo les atraía con fiestas, con  los  dados,  las  mujeres  y los torneos. A menudo jugaba con ellos hasta avanzada la noche. Pero su objeto no era solamente divertirles y divertirse. Entre una cacería y una borrachera  tejía  la  trama del mando único en  la  nueva  organización copiada de Epaminondas, y contagiaba a aquellos indóciles barones sus sueños de gloria y de conquista. Se impuso a quien se le resistía corrompiéndole y a veces matándole,  acaso  «por  accidente» en cacerías o torneos, sin perjuicio de conmoverse sobre el cadáver y de tributarle regias exequias. Aquel hombre de modales rudos y francos sabía mentir como el más vil de los hipócritas. Su diplomacia apuntaba lejos y no conocía escrúpulos. En pocos años puso  en pie el más formidable instrumento de guerra que haya conocido la Antigüedad antes de las legiones romanas: la falange, rígida muralla de dieciséis filas de infantes, protegida en los flancos por escuadrones de  espantable caballería. La falange no contaba más que con diez mil hombres. Pero eran, a diferencia de los demás griegos, soldados toscos, entrenados, por su  propia vida de pastores, a la disciplina y al sacrificio.

 
Con perfecta elección del momento,  Filipo  esperó que Atenas estuviese sumida en la «guerra social» que puso término a su segundo Imperio, para  adueñarse con un golpe de mano de Anfípolis, Pidna y Potidea, distritos mineros y claves del comercio ateniense con Asia. Y a  las  protestas  de  Atenas  respondió:  «Con un arte y una  literatura  como  la  que  tenéis,  ¿por qué dar importancia a esas pequeñeces?» Poco después, otras dos «pequeñeces» cayeron en sus manos: Metón y Olinto, o sea todo el oro de Tracia y  el  control del alto Egeo.

 

Dónde quería llegar Filipo, era claro. Es decir, lo habría sido si los griegos hubiesen tenido el valor de reconocerlo. Pero, otra vez más, en lugar de unirse contra la amenaza común, prefirieron pelear entre ellos. Por una cuestión de dinero, atenienses y espartanos se habían coligado contra la Liga anficiónica de Beocia y Tesalia, que, derrotada, llamó a Filipo. Éste acudió, en Delfos fue  aclamado protector del  templo de Apolo, patrono de la Liga, y  graciosamente  aceptó la presidencia honoraria de las Olimpíadas  siguientes, lo que era un poco la candidatura a  la  soberanía  sobre Grecia.

 

Finalmente, Atenas despertó; pero hizo falta la oratoria de Demóstenes para arrancarla de su pereza. Para quien ama la libertad, es bastante doloroso saber que en Grecia ésta haya encontrado su último  adalid en un hombre semejante. Pero los tiempos  no  ofrecían otro mejor. Demóstenes era hijo de un armero acomodado que, al morir, le había dejado unos cincuenta millones  de  liras,  confiados  al  cuidado  de tres administradores. Éstos los administraron tan bien que cuando Demóstenes, a los veinte años, trató de rescatarlos, no encontró ni un céntimo. Y tal vez sacara un ejemplo y una moral de esta lección.


Aquel que estaba destinado a convertirse en el más grande  o  al  menos  en  el   más   famoso, de  todos los oradores, no era  un orador nato.  Estaba afectado de tartamudez y para  curársela  dícese que se habituó a hablar con una piedrecita en la boca y a declamar corriendo en cuesta. Pero jamás fue un improvisador.  A menudo se recluía en una caverna, afeitándose solamente media  cara  para  no  ceder  a  la tentación de salir, para preparar por escrito sus requisitorias. Empleaba en ellas meses enteros y después las ensayaba y volvía a ensayar ante un espejo para estudiar todos los efectos, incluso los mímicos. Con tal de conseguirlos, no ahorraba contorsiones, alaridos, muecas. El oyente común se divertía como en el teatro. Pero nosotros estamos con Plutarco, que definió aquel método como «bajo, humillante e indigno de un hombre», y llamamos la atención sobre este juicio a muchos pequeños Demóstenes contemporáneos del país.


Demóstenes había debutado escribiendo «comparecencias» por cuenta de otros,  a  menudo  a  favor  de los dos litigantes  de  la  misma  causa.  Pero  después se convirtió en abogado  del  gran  banquero Formión y, no teniendo necesidad de dinero, se dedicó solamente a procesos célebres en defensa de  clientes  de alto copete, entre ellos la Libertad.


¿La amaba verdaderamente, o solamente vio  en ella el pretexto para labrarse una gran reputación y una carrera política?. No contestó jamás a su adversario Hipérides, que le acusó de defender la libertad de Atenas contra  Filipo  para  revenderla  a  los  persas que se la pagaban bien. Si no era verdad, era verosímil, pues la moralidad del hombre tenía bastantes lagunas. «Nada  que  hacer  con  Demóstenes  —decía su secretario—. Si una noche encuentra  una  cortesana  o  un  guapo  chico,  al  día siguiente el cliente le esperará en vano en el tribunal.» Pero era un histrión tal, que sus llamamientos a la resistencia contra el macedonio  tenían el  apasionado acento  de  la  verdad.  Contra  él  estaba  lo  que  hoy  se  llamaría «el  espíritu  de  Munich»,  el  partido  de  la  paz,  capítaneado por Foción y Esquines.
 
Hipérides
Foción era un hombre de bien, de costumbres estoicas, que batió el récord de Pericles haciéndose elegir estrategos cuarenta y cinco veces  seguidas.  Cuando un discurso suyo en la Asamblea era interrumpido por un aplauso, preguntaba sorprendido; «¿Acaso he dicho alguna estupidez?». Ni siquiera Demóstenes pudo jamás insinuar en contra de él que quisiera el compromiso con Filipo por algún interés  personal;  dijo que lo quería por estolidez y vileza. Todo  permite creer, en cambio, que Foción comprendía perfecta- mente los planes de Filipo. Pero comprendía también que Grecia no se uniría jamás para combatirlo y que Atenas sola no bastaba. Y tal vez esperaba francamente que la unificación, en vez de «en contra», se hiciese «bajo» Filipo.


No pudiendo atacarle personalmente, Demóstenes atacó a su mayor colaborador, Esquines, que era también su enemigo personal. El pretexto era fútil. Años antes, un tal Ctesifonte había propuesto en la  Asamblea que le fuese dada a Demóstenes una corona en recompensa a los servicios prestados por éste a la ciudad. Esquines le denunció por «ultraje a la Constitución». Ahora bien, la causa que se llamó precisamente «Sobre la corona», se veía en el Tribunal, y Demóstenes era el abogado de Ctesifonte. Fue un proceso no menos sensacional que el de Aspasia, y Demóstenes prodigó todo lo mejor de su repertorio: alaridos, «trémolos», llantos, carcajadas, sarcasmos y melancolía. Y, si bien no  tenía  razón,  ganó.  Esquines, condenado a una multa exorbitante, huyó a  Rodas, donde, dícese, Demóstenes siguió mandándole dinero hasta el fin de su vida.



Mas aquella victoria judicial fue también una victoria política. Demostró que el partido de  la  guerra había tomado la delantera. Por primera vez en su historia,  bajo  el  estímulo  de  la  oratoria  patriótica de Demóstenes, Atenas echó mano de fondos destinados para las fiestas, que eran considerados intocables, para  organizar  un  ejército. En  338, éste se  alineó con el de Tebas en Queronea contra Filipo,  que  derrotó fácilmente a uno y otro.


¿Había,   finalmente,   encontrado   Grecia  su    amo y unificador en el rey de su región más  bárbara  y tosca?

( Indro Montanelli )



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