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lunes, 16 de diciembre de 2019

SÓCRATES EL HIJO DE LA COMADRONA, ALIAS "EL TÁBANO"



"Doy gracias a  Dios  —escribió  Platón—  por  haber nacido griego y no bárbaro, hombre y no mujer, libre y no esclavo. Pero sobre todo le agradezco el haber nacido en el siglo de Sócrates."

 

Sócrates es ante todo  uno  de  los  rarísimos  casos de modestia premiada. Premiada no por los contemporáneos, que, al contrario, le condenaron a muerte, sino por la posteridad, que ha reconocido la inmortalidad de las obras que  él  no  escribió  porque  fueron sus discípulos los que se tomaron ese trabajo. Los había, en torno suyo, de todas  las  edades,  condiciones e ideas: desde el aristocrático y turbulento Alcibíades hasta el noble y compuesto Platón; desde Critias el  reaccionario  hasta  Antístenes  el  socialista, y por fin hasta Arístipo el anarquista. Cada  uno de ellos vio y describió el maestro a su manera. Y Diógenes Laercio cuenta que, cuando leyó la  semblanza que de él había escrito Platón, Sócrates exclamó: «¡Caramba, cuántas mentiras ha contado  sobre  mí  ese jovenzuelo»

 

Lo  creemos,  en  primer  lugar  porque  nadie   —ni el mismo Sócrates, que, sin embargo, fue el hombre que con más  encarnizamiento  lo  intentó—  logra  verse a sí mismo, o por lo menos verse como los demás le ven; y, luego, porque cada retratista atribuye a su personaje no sólo lo que  ha  dicho  y  ha  hecho sino también todo lo que hubiese podido  decir y  hacer, en coherencia consigo mismo. Breno, no pronunció seguramente la frase:  Vae victis! entre otras razones porque no sabía latín.  Mas  aquella frase,  en su boca, queda bien y le caracteriza. Las buenas biografías están construidas todas  con  anécdotas  falsas en su mayor parte. Lo importante es que de  tales frases se deduzca un carácter verdadero.

 

Sócrates, que miraba mucho dentro de sí, pero hablaba poco de ello, se definió como un «tábano». Y lo fue,  en  un  sentido  nobilísimo,  pues  con  su   manía de escrutar  en  el  fondo  de  las  almas  y  de  las  cosas no dio paz a nadie, como se dice hoy.  Su progeni-tor había sido un modesto escultor, acaso poco  más que   un   picapedrero,   por  bien   que   después    se  le han atribuido,  no  sabemos  con  qué  fundamento, las tres  Gracias  que  se  elevan  junto  la  entrada del Partenón. Aun cuando el hijo continuase a ratos perdidos el oficio, volviendo de vez en cuando a modelar el mármol  o  la  piedra, sentíase más próximo a  la madre, que había sido comadrona. «Pues —decía medio en broma, medio en  serio—  también  yo  ayudo a parir a los demás: no hijos, sino ideas.»

 

Ésta era de hecho su verdadera vocación y fue su única actividad durante toda su vida. Nos es fácil suponer que sus progenitores no estuvieron entusiasmados con ello. Debieron confundir la repugnancia de aquel chico para con la escuela y el trabajo y su inagotable pasión de dar vueltas por la plaza  las calles escuchando lo que la gente decía, interrogándola, aguijoneándola, con una forma de holgazanería que no prometía nada bueno. Y, ciertamente, no era éste el mejor medio de labrarse una posición.

 

Pero el hecho es que Sócrates no se  inclinaba  por una posición. No era rico, pero tampoco pobre  del todo, pues a la muerte del padre heredó de éste la casa  y setenta minas, algo así como cuatro  millones  de liras, que confió a su amigo Critón para que, las invir- tiese. Contaba vivir de la renta porque tenía escasas necesidades. Aristóseno de  Tarento  cuenta  haber oído decir a su padre, que le conoció  personalmente, que  Sócrates  era un  ignorante   borrachín  cargado de deudas y dado a los vicios. Efectivamente, la sola educación que había cuidado había sido la militar y deportiva. Llamado a las armas cuando la guerra del Peloponeso, se había mostrado buen soldado, resistente, disciplinado y valeroso. En la batalla  de  Potidea, fue él quien salvó la vida a Alcibíades, mas no lo dijo para no comprometer la medalla al valor que  había sido concedida a su joven amigo. Y  en  Delio,  contra los espartanos, que además eran soldados  no  fáciles  de domeñar, fue el último de  los  atenienses  que  cedió terreno. Debía de tener pasta de grognard y de alpino. hasta  el  busto  que  le  representa,  que  se halla en el museo de las Termas en Roma, nos sugiere la misma impresión.

 

No era ciertamente guapo, al menos en el sentido griego de la palabra. La gruesa  larga  nariz,  los labios carnosos, la frente pesada, la mandíbula  maciza nos hacen pensar en ascendencias campesinas. Alcibíades, el descarado, le decía riendo: «No puedes negar, Sócrates, que tu facha semeja  la  de  un  sátiro.» «Llevas razón, y además tengo también la panza. Tendré que ponerme a danzar para reducir sus proporciones.»

 

Es muy posible que el padre de Aristóseno hubiese inducido la gandulería de Sócrates de su aspecto chabacano y del desaliño de su persona. Iba siempre vestido, en invierno como en verano, con el mismo quitón manchado y remendado. Empinaba el codo a menudo y gustosamente. Y Xantipa, su mujer,  decía que no se lavaba.

 

Esta Xantipa ha pasado luego a la  posteridad  como la personificación de la esposa quejicosa y murmuradora,  exigente  y  asfixiante.  Y  es  natural   que  así sea, pues la biografía, es más, las biografías de crates las escribieron sus amigos y discípulos que la detestaban, y a quienes ella detestaba porque se le llevaban al marido. Efectivamente, Sócrates no se preocupaba mucho de  la  familia.  No  entregaba  un real porque no lo ganaba, y estaba  ausente  de  casa días y noches. La pobre mujer llegó a tal extremo de exasperación, que presentó  una  denuncia  contra  él por negligencia en sus deberes y le arrastró ante el tribunal. Sócrates, en vez  de  defenderse  a  sí  mismo, la defendió a ella. Y no sólo delante de los jueces, sino también delante de sus indignados discípulos.  Dijo  que, como esposa, tenía perfecta razón, y que era una buena mujer, que hubiera merecido un marido mejor que él. Pero, una vez absuelto, reanudó  sus  bitos extradomésticos y no siempre inocentes del todo.

 
Pues no se limitaba frecuentar  el  salón  intelectual de Aspasia, sino también la  casa  de  Teodataque era la más célebre prostituta de Atenas. Todos le apreciaban porque siempre estaba de buen humor, no se ofendía por nada, y decía las cosas más abstrusas con las palabras más sencillas. Tenderos y comerciantes le saludaban familiarmente cuando pasaba por la calle, seguido por el cortejo de sus discípulos. Se paraba ante los escaparates y decía, maravillado:  «¡Fíjate  cuántas   cosas  necesita  hoy día la Humanidad!» Hasta en las casas más empingorotadas donde le invitaban a comer, estaban habituados a sus pies  descalzos, pues  entre las cosas que  él no necesitaba figuraban también los zapatos.

 

No se sabe qué  escuelas  había  frecuentado:  tal  vez ninguna. Y si se llegase a descubrir que ni  siquiera aprendió a leer,  no  me  asombraría.  Puesto que, siendo de naturaleza sedentaria, no  había siquiera viajado, su  cultura debió de ser exclusivamente el fruto de meditaciones y de conversaciones con los intelectuales de su tiempo. Platón ha descrito sus encuentros con Hipias, con  Parménides, con  Protágoras y con muchos otros filósofos de aquella época. Probablemente no tuvieron jamás lugar. Parece ser que, personalmente, Sócrates solamente conoció  a  Zenón, en cuya dialéctica se apoyó algo. En cuanto a Anaxágoras, que con seguridad le influyó, tuvo contactos indirectos con él a través de  Arquelao de Mileto,  que fue discípulo de Anaxágoras y maestro de Sócrates.

 

Por lo demás, el método que Sócrates siguió excluye la consulta libresca. Él se había propuesto dos problemas fundamentales que ninguna biblioteca ayuda a resolver; ¿Qué es el bien?. ¿Y cuál es el régimen  político más adecuado para alcanzarlo?. La fascinación de su enseñanza consistía en esto:  que,  en  vez  de subir  la  cátedra   para   comunicar  los   demás sus ideas, declaraba no  tenerlas y rogaba todos que le  ayudasen  buscarlas.  «Yo  -decía-  me   considero el más sabio de  los  hombres  porque  sé  que  no sé nada.».


 Y de esta premisa, que era a  la  par  modesta e inmodesta, partía todos los días  a  la  conquista de alguna verdad,  haciendo  preguntas  en  vez de dar respuestas. Escuchaba pacientemente  las  de sus  alumnos  y  luego  comenzaba  a  poner objeciones: «Tú, Critón, que  hablas  de  virtud,  ¿qué  entiendes por  esta  palabra?»  Sócrates  no  se  cansaba  nunca de exigir conceptos precisos, formulaciones claras. «¿Qué es esto?»,  era  su  pregunta  preferida,  se  hablase  de lo que fuere.  cada  definición  la  pasaba  por  la criba de su ironía para mostrar  su falacia  que  no era adecuada. Era propiamente un incorregible «tábano», nacido para sacudir todas las certidumbres de sus auditores que  menudo  montaban  en  cólera  y  se le rebelaban. «¡Por los dioses!  —gritaba Hipias—. Es  muy  fácil  ironizar  sobre  las  respuestas  ajenas sin dar las propias. ¡Yo me niego a decirte lo que entiendo por justicia, si no me dices antes qué entiendes tú!». 


Aristófanes, más tarde, satirizó en una comedia "Las nubes", lo que él llamaba «la tienda del pensamiento», donde, según él,  se  aprendía  tan  sólo el arte de  la  paradoja,  presentando  un  discípulo  de Sócrates que  pega  a  su  padre  después  sostiene la legitimidad de su  acto  diciendo  que  lo  ha  realizado para pagar la deuda contraída cuando su padre le había pegado a él. «Deudas son deudas. Hay que devolver todo lo que se ha recibido.»

 

Platón cuenta que Sócrates resolvió, un día, invertir los papeles y ser él quien respondiera, en vez de interrogar. Mas luego  desistió, diciendo: «Tenéis  razón al acusarme de suscitar dudas en vez de ofrecer certezas. Pero, ¿qué queréis hacerle?. Soy hijo de una comadrona: habituado a hacer parir, no a procrear.». Contaremos más adelante cómo y por qué le condenaron a muerte. Dícese que, en  parte, el responsable fue Aristófanes por aquella comedia satírica suya. Nos parece difícil porque la condena fue dictada veinticuatro años después de la  primera  representación. Sin embargo, los motivos aducidos en el veredicto fueron los que habían inspirado la comedia a Aristófanes. Sócrates, para  inventar  la  Filosofía, de  la cual ha sido el verdadero padre, tuvo necesidad de afirmar el derecho a la duda, o sea  de  sacudir toda clase de fe. No creemos en absoluto que hubiese tenido como finalidad únicamente o, sobre todo, la democracia. 


Creemos que también sometió  la  democracia a la crítica que le era  habitual.  De  su  «tienda» salió de todo: un idealista como Platón, un  lógico como Aristóteles, un escéptico como Euclides, un epicúreo anticipado como Arístipo, un aventurero de la política como Alcibíades, y hasta  un  general y profesor de historia como Jenofonte. Es natural que en un laboratorio tan vasto se hubieran producido venenos contra el régimen democrático  que  hizo  posible su creación y su funcionamiento.

 

Sócrates, reconociendo en trance de morir que la democracia tenía razón al darle muerte, pronunció un acto de fe democrático. Mas por ahora dejémosle vivir, pasear y hablar por las  calles  y  en la plaza  de  su Atenas.


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