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jueves, 19 de diciembre de 2019

GUERRA DEL PELOPONESO



De prestar oídos a las malas lenguas de la época, Pericles llevó Atenas a la ruina buscando camorra en Megara, porque algunos megarenses habían ofendido una vez a Aspasia  secuestrando un  par  de  chicas  de su casa de tolerancia. También entonces la gente se divertía explicando la historia con la nariz de Cleopatra.


En realidad, el asunto de Megara, que fue el comienzo de la catástrofe no tan sólo para Atenas sino para toda Grecia, tiene orígenes mucho más complejos y lejanos y no dependió en  absoluto de  la voluntad de un hombre,  ni  siquiera  de  un  Gobierno  o  de un régimen. Pericles no hizo una política exterior diferente a la que otro cualquiera, en su lugar,  habría hecho. Para Atenas no había alternativas: o ser un imperio o no ser nada. Encerrada por la parte del continente, con pocos kilómetros cuadrados de tierra pedregosa y árida, el día en que no hubiese podido importar trigo y otras materias primas se habría muerto de hambre. Para importarlas necesitaba  seguir siendo la dueña del mar. Y para seguir  siendo dueña del mar, tenía que dominar con su flota todos aquellos pequeños Estados anfibios que los griegos habían fundado en las  costas  de  su  península,  del  Asia Menor y en las islas, grandes y pequeñas, que recortan el Egeo, el Jónico y el Mediterráneo.

 

El Imperio  de Atenas se llamaba Confederación, como el inglés se llama Commonwealth. Pero la realidad que se ocultaba en este nombre hipócritamente democrático e igualatorio, era el control comercial y político de Atenas sobre las ciudades que formaban parte de la Confederación. Metona, cuando fue  azotada por la sequía y la carestía, hubo de penar no  poco por obtener de Atenas  el  permiso  de  importar  con sus naves un poco de trigo. Atenas pretendía ser ella quien distribuyese las materias primas, primeramente para garantizar el monopolio de los fletes a sus armadores, y, después, para disponer de  un  arma  con que reducir por el hambre aquellos pequeños  Estados si hubiesen tenido veleidades autonomistas.

 

Pese a todo el liberalismo, Pericles no aflojó  jamás ese control. Como buen diplomático, defendía el derecho a la supremacía  marítima  ateniense  en  nombre de la paz. Decía que  su  flota  aseguraba el orden,  y en cierto sentido era verdad. Pero se trataba de un orden estrictamente ateniense. Él, por ejemplo, rehusó regularmente, como sus predecesores, dar una explicación sobre el uso que se había hecho de los fondos aportados por las varias ciudades para financiar las campañas contra Persia: en realidad los había empleado para reconstruir Atenas desde los cimientos  y  ha- cer de ella la gran metrópoli en  que  se  convirtió bajo él. En -432 recogió de los Estados  confederados  la bonita suma de quinientos talentos,  equivalente  a  algo así como ciento setenta mil millones de  liras  de  hoy. Por la «causa común», se  comprende,  y  por  la  flota que garantizaba la paz. Pero esta flota era sólo ateniense y la paz le acomodaba a  Atenas  para mantener  su supremacía. Los ciudadanos de la Confederación no tenían los mismos derechos. Cuando surgían líos judiciales en los que se viese envuelto un ateniense, tan sólo eran competentes los magistrados de Atenas, segú el régimen que hoy se llama «de capitulación» que siempre ha caracterizado al colonialismo.

 

En suma, la democracia de Pericles tenía límites. Dentro de la ciudad era monopolio de la pequeña minoría de ciudadanos, con exclusión de  los  metecos  y los esclavos. Y en las relaciones con los Estados confederados no asomaba ni de lejos. En -459 Atenas había empleado la flota para intentar una expedición  en Egipto y expulsar a los persas que se habían instalado allí. Aunque batidos, todavía constituían un peligro y Egipto, además de poseer bases navales de primer orden, era el gran granero de aquel tiempo. La Confederación no tenía mucho interés en anexionárselo: además, el trigo, Atenas se lo habría quitado después. Pero tuvo que financiar igualmente la empresa, que fracasó.

 

El mal humor contra el prepotente amo, que ya incubaba hacía tiempo, estalló en Egina, luego en Eubea y  por  fin  en  Samos.  Y  la  flota,  que debía servir a la «causa común», o sea también a la de estos tres Estados que se desangraban por financiarla, sirvió en cambio para aplastarlos bajo una violenta represión. Las represiones no son nunca  un  signo de  fuerza, sino de debilidad. Y como  a  tales  fueron  interpretadas las de Atenas por Esparta que, encerrada en sus montañas, no se había convertido en una gran ciudad cosmopolita, no tenía literatura, no tenía salones, no tenía Universidad, pero en  compensación tenía  muchos cuarteles donde había seguido instruyendo soldados con la disciplina y  la  mentalidad  de los  kamikaze, como en los tiempos de Licurgo. Un poco por su posición geográfica en el interior del Peloponeso, un poco por la composición racial de sus ciudadanos, todos de tronco dorio y por ende guerrero, que jamás se habían fusionado con los  indígenas, que permanecían en la condición de siervos y apartados de toda participación, hacían de ella la ciudadela del conservadurismo aristocrático y rural. Sus hombres  políticos no tenían la brillantez de los atenienses; pero poseían el cálculo paciente de los campesinos  y  el  sentido  realista  de las situaciones. Cuando fueron solicitados por los emisarios de los Estados vasallos de Atenas y de los que temían serlo, para encabezar una guerra de liberación de la poderosa rival, oficialmente declinaron, pero bajo mano se dedicaron a urdir la trama de una coalición. Esto no pasó inadvertido a Pericles, quien probablemente se preguntó si no  sería cuestión de recuperar las simpatías perdidas, implantando las relaciones confederales sobre bases más equitativas y democráticas. Pero fuere que terminó concluyendo para sus adentros que era imposible hacerlo sin renunciar a la supremacía naval, o que previese perder el «puesto» presentando una propuesta  semejante  a la Asamblea, el hecho es que prefirió afrontar los riesgos de una tirantez. Su plan era sencillo: retirar, en caso de guerra, toda la población del Ática y todo el Ejército dentro de los muros de Atenas  y  limitarse a defender la ciudad y su puerto; la supremacía marítima le permitiría una resistencia indefinida. Trató, sin embargo, de evitar el conflicto convocando lo  que hoy se llama- ría una conferencia panhelénica «en la cumbre», en la que deberían participar los representantes  de  todos los Estados griegos para encontrar una pacífica solución a los problemas pendientes.

 

Esparta consideró que el adherirse a ella  equivaldría a reconocer la supremacía ateniense  y  declinó. Fue como si hoy América convocase una conferencia mundial y Rusia rehusase o viceversa. Su ejemplo animó  a  otros  muchos  Estados,  que  la   imitaron.  Y aquel fiasco fue otro paso adelante hacia un conflicto del cual estaban ya puestas las premisas. Se trataba de saber quién, entre Atenas y Esparta, poseía la fuerza de unificar a Grecia.  Atenas  era  un  pueblo jonjeo y mediterránea era la democracia,  la  burguesía, el comercio, la industria, el arte y la cultura. Esparta era una aristocracia dórica y septentrional, agraria, conservadora, totalitaria y tosca. A estos motivos de guerra Tucídides  añadió otro: el  aburrimiento que la paz, que ya había durado demasiado, inspiraba especialmente a las nuevas generaciones inexpertas y turbulentas. Y tampoco esta tesis suya hay  que echarla en saco roto.

 

El primer pretexto lo proporcionó en 435 antes de Jesucristo, Corcira con una insurrección contra Corinto, de la  que  era colonia.  Ésta solicitó  incorporarse a la Confederación ateniense, es decir, que con pobres palabras pidió la ayuda de  su  nota,  que  fue  enviada en seguida y tuvo un encuentro con la de Corinto, acudida a su vez para restablecer  el  statu  quo.  El  éxito fue dudoso y no resolvió nada. Tres años después, Potidea hizo lo contrario; colonia de  Atenas, se  rebeló y pidió ayuda a Corinto. Pericles mandó en su contra un ejército que la sitió durante  dos  años  y  no logró  expugnarla.  Estos  dos  fracasos  constituyeron un grave golpe para el prestigio de Atenas, pues cuando se quiere mandar, hay que  demostrar  ante  todo que se tiene la  fuerza  de  hacerlo.  La  rebelde Megara se sintió alentada y se alineó  al lado  de Corinto, que a su  vez  llamó  a  Esparta.  Atenas   impuso  el  bloqueo a Megara, sitiándola por hambre. Esparta protestó. Atenas replicó que estaba dispuesta a retirar las sanciones si Esparta aceptaba  un  tratado  comercial  con la Confederación, lo que significaba entrar a formar parte de la Commonwealth. Era una propuesta provocativa, ante la que Esparta reaccionó con una contraproposición otro tanto provocativa:  dijo  que estaba dispuesta a aceptar si Atenas a su vez aceptaba la plena independencia de los Estados griegos, esto es, si renunciaba a su primacía  imperial.  Pericles  no  vaciló en rehusar,  aun  a  sabiendas  de  que  aquel  «no» era la guerra.

 

La alineación de  las fuerzas  estaba  ya  clara:  de una parte Atenas con sus infinitos confederados del Jónico, el Egeo y del Asia Menor, mantenidos unidos por la flota; de la otra, Esparta con todo  el  Peloponeso (salvo la neutralista Argos), Corinto, Beocia, Megara, mantenidos unidos por el Ejército. Pericles puso inmediatamente en práctica su plan. Reunió las  tropas dentro de los muros de Atenas, abandonando el Ática al  enemigo,  que  la  saqueó,  y  mandó las  naves a sembrar la confusión en  las  costas  del  Peloponeso. El mar era suyo, y,  por  tanto,  los  aprovisionamientos estaban asegurados: se  trataba  de  esperar a que el frente enemigo se desintegrase.

 

Tal vez eso hubiese ocurrido si el hacinamiento en Atenas no hubiera provocado una epidemia de tifus petequial, que diezmó soldados y población. Como siempre sucede en estos casos,  los  atenienses,  en vez de buscar el microbio, buscaron al responsable, y naturalmente lo identificaron en Pericles. Éste, debilitado ya por el proceso de Aspasia, había visto multiplicarse, por causa de  la  guerra,  a  sus  enemigos  tanto de derechas como de izquierdas. De izquierdas, el más encarnizado era Cleón, un curtidor de pieles, tosco, demagogo y valeroso. Acusó a Pericles de malversaciones. Y dado que Pericles no pudo efectivamente  rendir cuentas de los «fondos secretos» que había empleado para intentar corromper a los estadistas espartanos, fue derrocado y multado, precisamente cuando la epidemia le mataba  a  su  hermana  y  sus  dos hijos legítimos. Es verdad que, arrepentidos en seguida después, los atenienses  le  llamaron de  nuevo al poder, y es más, haciendo una excepción a la ley impuesta por él mismo, confirieron la ciudadanía  al hijo que había tenido con Aspasia. Pero el hombre estaba ya moralmente acabado y pocos meses después lo estuvo también físicamente. Triste fin de una carrera gloriosa.

 

Le sustituyó Cleón, su antítesis humana. Aristóteles dice de él  que subía a la tribuna en mangas  de  camisa y que arengaba a los atenienses con un lenguaje de pillastre, vulgar y pintoresco. Pero fue un buen general. Derrotó a los espartanos  en  Esfacteria,  rechazó sus proposiciones de paz, dominó con inaudita violencia las revueltas de los confederados y al final murió batiéndose como un león contra el héroe espartano Brásidas.

 

La guerra, que arreciaba hacía casi diez años, había sembrado la ruina en toda Grecia, sin arribar a ninguna solución. Amenazada por una revuelta de esclavos, Esparta propuso la paz. Atenas aceptó, siguiendo por fin el parecer de los aristócratas conservadores, uno de los cuales,  Nicias,  firmó  el  tratado  en  -421  y le dio su nombre. Éste preveía no sólo una paz por cincuenta años, sino también una colaboración entre ambos Estados en caso de  que  en  alguno  de los  dos los esclavos se sublevaran. Los grandes enemigos vuelven a encontrar la concordia para mantener las injusticias sociales.

( Indro Montanelli )


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