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domingo, 29 de diciembre de 2019

ALEJANDRO MAGNO CONQUISTA EGIPTO Y ASIA



Las victorias de Alejandro fueron fulgurantes y han suscitado la incondicional admiración de sus contemporáneos y de la posteridad. Mas nosotros no sabemos si adscribirlas más a su valentía que a  la  absoluta inconsistencia de los persas, que por lo demás jamás habían ganado una batalla, ni siquiera cuando habían sido trescientos contra uno.

 

Un primer contingente de  aquéllos  fue  derrotado en  el  río  Gránico,  donde  Alejandro  fue  salvado   de la muerte por su lugarteniente Clito. Todas las ciudades de  la  Jonia  fueron  liberadas;  Damasco  y  Sidón se rindieron; Tiro, que quiso resistir, fue literalmente destruida, y Jerusalén abrió  sus  puertas  dócilmente. A través del desierto de Sinaí, el conquistador penetró en Egipto, y lo primero que hizo fue un acto de homenaje en el oasis  de  Siwa  al  templo  de  Ammón  que, según Olimpia, era su padre. Los sacerdotes le creyeron sin más y le coronaron faraón. Para compensarles de tanta complacencia, Alejandro ordenó la construcción en el delta de una nueva ciudad, Alejandría, de la que  trazó  él mismo un plano,  dejando  la ejecución a su arquitecto. Y reanudó su marcha hacia Asia.

 

El encuentro con el grueso  del  ejército de  Darío tuvo lugar cerca de Arbelas.  Al  ver aquella multitud de seiscientos mil persas, Alejandro tuvo una vacilación. Y sus soldados gritaron: «¡Adelante, general!. Ningún enemigo podrá resistir el hedor a carnero que traemos  encima.».  No  sabemos   si fue  propiamente el hedor lo  que  derrotó  aquel  heterogéneo y políglota  ejército.  Sea   como   fuere,   hubo derrota,  caótica e irremediable. Darío fue muerto cobardemente por sus  generales, y  su  capital,   Babilonia, se  sometió sin resistencia a Alejandro, que encontró en ella un tesoro de cincuenta mil talentos, algo así como doscientos mil millones de liras, lo repartió equitativamente entre sus soldados, su propia caja y la de Platea para resarcirla de su valerosa resistencia ante los persas en 480, ordenó la inmediata reconstrucción de los templos sacros dedicados a los dioses orientales, a los que  ofrendó  suntuosos  sacrificios, y  anunció orgullosamente en una solemne proclama al pueblo griego su definitiva liberación del vasallaje persa. Los objetivos de la guerra habían sido alcanzados, mas no los de Alejandro, que sabía concretamente cuáles eran. Reemprendió  la marcha sobre Persépolis y, enfurecido por encontrar prisioneros griegos con miembros cortados, ordenó la destrucción de la estupenda ciudad. Y siguió adelante hacia Sogdiana, Ariana, Bactriana y Bujara, donde capturó al asesino de Darío. Le hizo atar a dos troncos  de árbol acercados con cuerdas. De modo que, cuando  las  cuerdas fueron cortadas, al enderezarse los troncos, le despedazaron las carnes. Y adelante aún, a través del Himalaya, en ruta hacia la India, donde oyó hablar del Ganges y quiso verlo. El rey Poros, que trató de oponérsele, fue vencido.

 

Pero aquí los soldados  comenzaron  a  dar muestras de impaciencia. ¿Adonde quería conducirles su rey en aquella loca  carrera  de  miles  y  miles  de  kilómetros en el corazón  de  tierras  desconocidas,  cuya  extensión se  ignoraba?. Alejandro,  que  no  podía  responder  porque  tampoco  lo  sabía  él,  se   retiró  —como su héroe Aquiles— desdeñosamente a su tienda y durante tres días se negó a salir. Luego, a desgana, se rindió, volvió atrás, y  en  un  combate  se  encontró solo, dentro de una ciudadela enemiga, porque las cuerdas con las que se escalaban las murallas se habían roto bajo los  pies  de  los  que  le  seguían.  Se batió como un león hasta caer desangrado por las heridas. Pero justo en aquel momento llegaron los suyos, que habían trepado con las uñas. Mientras  le  llevaban a la  tienda,  los  soldados  se  arrodillaron  a  su paso para besarle los pies. Convencido de haber reconquistado su favor, el rey, tras tres meses de convalecencia, les recondujo hacia el Indo y les hizo descender hasta el océano indico. Aquí hizo preparar una  flota  que,  bajo  el  mando   de Nearco,  devolvió a la patria, por vía marítima, a los heridos  y  enfermos. Con los supervivientes remontó el río,  abriéndose el camino de retorno a través del desierto de Beluchistán.

 

Hará falta llegar a la retirada de  Rusia  por Napoleón para hallar algo comparable a una marcha tan desastrosa. El calor y la sed mataron e hicieron enloquecer a miles de hombres. Cada vez que se encontraba un pozo de agua, Alejandro bebía el último, después de todos sus soldados. Pero es como para preguntarse si su cerebro estaba completamente en orden, admitiendo que alguna vez lo hubiese estado» cuando al fin, con  los  pocos  supervivientes  de  aquella matanza, llegó a Susa. Allí reunió a sus oficiales y les expuso en término» perentorios un nebuloso programa de dominio  mundial empernado sobre los intercambios matrimoniales.

 

Él se casaría simultáneamente con Statira, la hija de Darío, y con  Parisatis,  la  hija de  Artajerjes,  uniendo así las dos  ramas  de  la familia  real  persa.  Ellos le ayudarían desposándose a  su  vez  y  haciendo casar a sus subalternos con otras señoritas locales, a cuyas respectivas dotes proveería él poniendo a disposición veinte mil talentos, algo así como ochenta mil millones de liras. Así —dijo—, tras haberla sancionado  en  el campo de batalla, se consumaría en la cama  la  unión entre el mundo grecomacedonio y el oriental, mezclando su sangre y su civilización.

 

Lo creyeran o no, aquellos toscos guerreros,  tras  diez años de alejamiento de sus familias hallaron cómodo fundar otra con las mujeres persas que, encima de todo, hasta eran  guapotas. Así,  en  una  noche de festejos, fueron celebradas aquellas grandes bodas colectivas. Alejandro las presidió, flanqueado por sus dos esposas y con un traje de su invención,  que  Plutarco describe como de corte mitad griego mitad persa. Acto seguido proclamó su propio  origen  divino como hijo de Zeus-Ammón; los sacerdotes de Babilonia y de Siva lo reconocieron, los Estados griegos lo aceptaron carcajeándose, y sólo Olimpia, que había Inventado aquella fábula y que todavía vivía en Pella, comentó escépticamente; «¿Cuándo dejará ese chico de calumniarme como adúltera?».

 

No se ha sabido jamás, y no se sabrá nunca, si Alejandro era tan desequilibrado como para creer en aquella fábula, o si la avalaba  sólo  por  diplomacia. Una vez, alcanzado por una flecha, había dicho a sus amigos, mostrando la herida; «¿Veis? ¡Es sangre, sangre humana, no divina!». Pero ahora sentábase sobre un trono de oro, llevaba en la cabeza dos cuernos que eran el símbolo de Ammón y exigía que todos se prosternasen ante él. El abstemio adolescente de un tiempo ahora bebía, y en las borracheras perdía la cabeza. Cuando  Clito,  que  le  había  salvado  la  vida, le dijo que el mérito de sus grandes victorias correspondía no a él, sino a Filipo que le  había  dejado  un gran ejército (y  era  verdad),  le  mató  en  un  acceso de  furor.  Una  conjura  le  hizo  recelar.  Filotas,  bajo la  tortura,  denunció  a  su   propio  padre,  Parmenio, el general más estimado por Alejandro. También le condenó  a  muerte.  El  paje  Hermolao,   torturado a su vez, denunció como  cómplice  a  Calístenes,  sobrino de Aristóteles, que el rey se había llevado en su séquito como cronista de las expediciones y que no quiso prosternarse ante él, afirmando que todas, aquellas empresas un día se habrían convertido en históricas porque Calístenes las había escrito, no porque Alejandro las hubiese llevado a cabo. El impertinente fue metido en la cárcel, donde murió. Estalló una sedición entre los soldados, que le pidieron ser licenciados «visto que tú, Alejandro, eres  un  dios,  y que los dioses no necesitan tropas». Alejandro respondió enojado; «Marchaos, pues; así, de ahora en adelante, seré rey de aquellos de quienes os he hecho vencedores.» Los soldados rompieron a llorar, le pidieron perdón, y él, reanimado, concibió la empresa de conducirles a nuevas conquistas en Arabia.

 

Pero en aquel momento murió Efestión, a quien él consideraba su Patroclo y quería con un amor que jamás había sentido por ninguna mujer: hasta  el punto de que cuando la viuda de Darío, venida a hacer acto de sumisión en su tienda, les  había  confundido uno con otro, el rey dijo sonriendo: «No hay ningún mal en ello. Efestión es también Alejandro.» Aquella muerte le afectó de manera  irreparable.  Hizo  matar al médico que no supo evitarla, rehusó la comida durante cuatro días seguidos,  ordenó  honras  fúnebres en las que gastó cuarenta mil millones  de liras, mandó a preguntar al oráculo de Ammón, que naturalmente se apresuró a concedérselo, el permiso de venerar al pobre difunto como a un dios, y como sacrificio expiatorio ordenó el degüello de una tribu entera de persas.

 

Era claro ya que el conquistador venido a  Oriente para grecizarlo se había orientalizado hasta  convertirse en un  verdadero  sátrapa.  Cada  vez  mas  enfermo de insomnio, buscaba en el vino ese sucedáneo del descanso que es el  aturdimiento.  Cada  noche  hacia con sus generales concursos de resistencia. Una noche fue derrotado por Promacos, que ingirió tres litros de licor fortísimo, y al cabo de tres días murió. Alejandro quiso batir el récord e ingirió cuatro litros. Al otro día le dio una fuerte fiebre.  Quiso  seguir bebiendo. Desde la cama, en las pausas de  delirio,  siguió dando  órdenes  a  gobernadores  y   generales.   Luego, el undécimo día, entró en agonía. Cuando le preguntaron a quién  se  proponía  dejar  el  poder,  respondió en un soplo; «Al  mejor.»  Pero  se  olvidó  de  decir quién era el mejor. Era en 323 antes de Jesucristo.

 

y Alejandro debía cumplir en  aquellos  días  treinta y un años. Hay que preguntarse qué habría llegado a hacer si hubiese tenido tiempo. La breve aventura  de su vida había sido tan intensa y tan plena de sensacionales empresas, que se comprende muy bien la sugestión que ha ejercido sobre sus biógrafos. Yo creo, empero, que todas las intenciones que se le han atribuido carecen de fundamento. No pueden achacarse a una idea política, como en el caso de Filipo, que  sabía perfectamente lo que quería. Alejandro  no  siguió su plan y, más que artífice, se nos aparece como el esclavo de un destino. Lo  que nos  impresiona  en  él es  una  fuerza  vital  tan  abrumadora   y   desenfrenada como para trocarse en defecto. Fue  un  meteoro que, como todos los meteoros, deslumbró el cielo y se disolvió en el vacío, sin dejar tras sí riada constructivo.

 

Pero acaso por ello interpretó y concluyó del modo más adecuado el ciclo de una civilización como la griega, condenada por sus fuerzas centrífugas a fenecer de dispersión.


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