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domingo, 9 de diciembre de 2018

ÓRDENES DE MITRIDATES VI EUPATOR DEL PONTO PARA INICIAR LA GUERRA CONTRA ROMA TRAS LA TOMA DE EFESO



A finales de junio, en Efeso, el rey del Ponto cursó tres órdenes secretas, pero la tercera, la más secreta de todas.
 
¡Cuánto disfrutó con aquellas órdenes, diciendo lo que tenía que hacer éste, dónde tenía que ir aquél!. ¡Ah, cómo se moverían sus peones! Que otros seres inferiores definieran y perfeccionasen los detalles, el mérito de la ingeniosa y complicada trabazón era estrictamente suyo. ¡Y qué trabazón! Recorrió el palacio tarareando y silbando, trayendo de cabeza cien escribas para redactar y sellar las órdenes, ingente tarea realizada en un solo día. Y cuando el último paquete del último correo quedó sellado, reunió en el patio de palacio a los escribas y ordenó a la guardia que los degollara. ¡Los muertos no hablan!.
 
La primera orden era para Arquelao, que en aquel momento no gozaba de gran favor porque había querido tomar la ciudad de Magnesia en un asalto frontal, que había sido un rotundo fracaso en el que había resultado gravemente herido. No obstante, Arquelao seguía siendo su mejor general y él debía recibir el paquete de la primera orden. Uno solo. Le mandaba tomar el mando de todas las flotas del Ponto y cruzar el Euxino hasta el Egeo a finales de Gamelio -el Quinctilis romano-, a un mes vista.
 
La segunda orden era también un solo paquete. Se lo envió a su hijo Ariarates (otro distinto al Ariarates rey de Capadocia), encomendándole el mando de un ejército de cien mil hombres para cruzar el Helesponto e internarse en Macedonia oriental a finales de Gamelio, a un mes vista.
 
La tercera orden se distribuyó en varios cientos de paquetes, enviados a todos los pueblos, ciudades y distritos o comunidades desde Nicomedia, en Bitinia, hasta Cnidus, en Caria, y Apameia, en Frigia, para su entrega al principal magistrado local. Decretaba en ella que todo ciudadano romano, latino o itálico de Asia Menor  hombre, mujer o niño- fuese ejecutado con todos sus esclavos a fines de Gamelio, a un mes vista.
 
La tercera era la orden que más ilusión le hacía, la que le impulsaba a frotarse las manos y emitir una risita o dar un saltito inopinado mientras paseaba por Éfeso con una sonrisa de oreja a oreja. A fines de Gamelio no habría un solo romano en Asia Menor. Y cuando hubiese acabado con Roma y los romanos, no quedaría uno solo desde las columnas de Hércules hasta la primera catarata del Nilo. No existiría Roma.
 
A últimos de Quinctilis, los ciudadanos romanos, latinos e itálicos residentes en Bitinia, la provincia de Asia, Frigia y Pisidia fueron asesinados sin excepción: hombres, mujeres, niños y esclavos. En esta orden, la más secreta de todas, Mitrídates había aplicado gran astucia, pues, en lugar de recurrir a sus hombres para llevarla a cabo, había dispuesto que fuese la población indígena compuesta por griegos jónicos y dorios la que llevara a cabo la matanza. En muchas zonas se recibió con alborozo el decreto y no hubo dificultad en reunir una fuerza de voluntarios dispuestos a eliminar al opresor romano, pero hubo zonas en las que se horrorizaron y no hubo manera de persuadir a nadie para matar a los romanos. En Tralles, el etnarca tuvo que contratar a una banda de mercenarios frigios para llevarla a cabo. Otros distritos hicieron lo propio, en la esperanza de que la culpa recayese sobre extranjeros.
 
Ochenta mil romanos, latinos e itálicos con sus familias murieron en un mismo día, junto con setenta mil esclavos. La matanza se extendió desde Nicomedia, en Bitinia, hasta Cnidus, en Caria, y tierra adentro hasta Apameia. No se salvó nadie ni los huidos recibieron ayuda para escapar. El terror del rey Mitrídates no admitía compasión alguna. De haber utilizado sus propios soldados, la responsabilidad de la matanza hubiese sido enteramente suya, pero obligando a los principales núcleos de población griega a hacer el trabajo sucio, pretendía lavarse las manos. Y los griegos comprendieron perfectamente lo que se les venía encima: con el rey Mitrídates del Ponto, la vida no era más prometedora que bajo el yugo de Roma, por muchos impuestos que hubiese condonado.

 
Muchos fugitivos buscaron amparo en templos, pero se les negó y fueron detenidos mientras seguían implorando a este o a aquel dios. A los que se aferraban aterrados a altares o estatuas les cortaron las manos para sacarlos del lugar sagrado y ejecutarlos fuera.
 
Lo peor de todo era la última cláusula de la orden de ejecución, sellada personalmente por Mitrídates: ningún esclavo romano, latino o itálico debía ser quemado: había que trasladar los cadáveres lo más lejos posible de los núcleos habitados para que se pudrieran en barrancos, valles cerrados, cumbres y en lo profundo de los mares. Ochenta mil romanos, latinos, itálicos y setenta mil esclavos. Ciento cincuenta mil personas. 
Los animales carroñeros de tierra, mar y aire comieron bien aquel Sextilis, pues ninguna población se atrevió a desobedecer la orden quemando a las víctimas. El rey Mitrídates se complació enormemente en viajar de un lugar a otro para contemplar los inmensos montones de cadáveres.


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