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domingo, 27 de mayo de 2018

CÉSAR Y SU FOBIA A LOS INSECTOS



César no se había afeitado por estar de duelo por la muerte de su queridísima hija Julia. Y aquello era muy significativo en un hombre cuyo horror a los parásitos era tan grande que se depilaba cada pelo de las axilas, del pecho y de la ingle, un hombre que hubiese sido capaz de afeitarse incluso en medio de un torbellino. Era posible ver cómo se le erizaba el pelo de la cabeza ante la sola mención de los piojos; llevaba locos a sus sirvientes, pues les exigía que todo lo que se ponía estuviera recién lavado, fueran cuales fueran las circunstancias. No pasaba ni una noche sobre el suelo de tierra porque a menudo en la tierra había pulgas, razón por la cual en su equipaje personal siempre llevaba tarimas de madera para colocar en el suelo de su tienda. ¡Cuánto se habían divertido sus enemigos de Roma al enterarse de aquella información!. La sencilla madera sin barnizar había acabado convertida en mármol y mosaico por algunas de aquellas lenguas destructivas. Sin embargo César era capaz de coger una araña enorme y ponerse a reír al ver las travesuras que el animal hacía mientras le corría por la mano, algo ante lo que hasta el más condecorado soldado de la décima se habría desmayado sólo de pensarlo. Eran, según explicaba él, unas criaturas limpias, amas de casa respetables. Las cucarachas, por el contrario, lo hacían subirse encima de una mesa, ni siquiera podía soportar la idea de ensuciar la suela de la bota aplastando una. Eran criaturas asquerosas, decía estremeciéndose.




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