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lunes, 16 de abril de 2018

TITO LIVIO DESCRIBE LOS GALOS TOMANDO ROMA


En Roma, entretanto, dispuesto ya todo, a tenor de la situación, para la defensa de la ciudadela, la multitud de ancianos, vueltos a sus casas, estaban a la espera de la llegada del enemigo en actitud resuelta a morir. 


Los que habían desempeñado magistraturas curules, con el objeto de morir con los distintivos de su antigua grandeza, de sus cargos y sus méritos, vestidos con la indumentaria más solemne, la de los que conducen el carro sagrado o de los que triunfan, se sentaron en medio de sus casas en sus sillas de marfil. Hay quien sostiene que, repitiendo la fórmula que iba pronunciando delante el pontífice máximo Marco Folio, se ofrecieron a morir por la patria y los ciudadanos de Roma.


 Los galos, debido a que con una noche de por medio sus ánimos habían remitido en su ardor por pelear y debido a que nunca se habían batido en un combate incierto, y además tomaban la ciudad sin tener que asaltarla a la fuerza, entraron en la ciudad al día siguiente sin ira, sin enardecimiento, por la puerta Colina, abierta, llegando hasta el foro, volviendo sus miradas en torno hacia los templos de los dioses y hacia la ciudadela, que era la única que presentaba aspecto bélico.


 A continuación, dejando un pequeño destacamento, no fuese a ser que desde la ciudadela o el Capitolio se produjese algún ataque una vez dispersados, se pierden en busca de botín por las calles vacías de gente; unos corren en tropel hacia los edificios más próximos; otros se dirigen a los alejados, considerándolos por esa razón intactos y repletos de botín; asustados, luego, por la misma soledad, de nuevo, temiendo que una trampa enemiga los cazase dispersos, volvían agrupados hacia el foro y las zonas cercanas al mismo. 


Al encontrar allí atrancadas las casas de los plebeyos y abiertos de par en par los atrios de los nobles, sentían casi mayor recelo en internarse en las casas abiertas que en las cerradas: hasta ese extremo sólo con respeto miraban a los hombres sentados en los vestíbulos de sus casas, muy parecidos a los dioses no sólo por su vestimenta y su porte de una majestuosidad más que humana, sino también por la dignidad que emanaba de su rostro y de la serenidad de su semblante. Al quedarse parados ante ellos como si fueran estatuas, dicen que Marco Papirio, uno de ellos, golpeó en la cabeza con su bastón de marfil a un galo que le acariciaba la barba, larga como entonces la llevaba todo el mundo, y provocó su cólera, dando comienzo por él la matanza; los demás fueron pasados a cuchillo sobre sus asientos; después de la muerte de los notables ya no se perdona a ningún ser viviente, las casas son objeto de pillaje y, una vez vaciadas, se les prende fuego.


Ahora bien, o no todos los galos tenían deseos de destruir la ciudad, o sus jefes habían decidido, por una parte, que se hiciesen bien visibles algunos incendios con el fin de asustar por si se podía empujar a los sitiados a rendirse por cariño hacia sus hogares, y por otra, que no se quemasen todas las casas, para mantener lo que quedase en pie de la ciudad como prenda para doblegar la actitud del enemigo: durante el primer día no se extendió el fuego por todas partes y ampliamente como cuando es tomada una ciudad. 


Los romanos, que desde la ciudadela veían la ciudad llena de enemigos corriendo sin rumbo por todas las calles, como primero en un sitio y luego en otro se originaba algún nuevo desastre, no eran capaces de razonar debidamente, es más, ni siquiera podían controlar lo suficiente sus oídos y sus ojos. 


Hacia cualquier punto a donde los gritos del enemigo, los llantos de las mujeres y los niños, el crepitar de las llamas y el estruendo de los.edificios al derrumbarse atraían su atención, volvían sus espíritus llenos de pavor, su rostro, sus ojos, como si la Fortuna los hubiese puesto de espectadores de la ruina de su patria y no quedasen para defender ninguno de sus bienes, a excepción de sus cuerpos; eran más dignos de lástima que cualesquiera otros que hayan sido nunca sitiados, porque sufrían el asedio aislados de su patria, viendo todo lo suyo en poder del enemigo. 


La noche que sucedió a aquel día transcurrido en medio de tanto horror no fue más tranquila; tras ella vino luego un amanecer agitado, y no había instante en que no se produjese el espectáculo de algún desastre, distinto cada vez. 


Sin embargo, abrumados bajo el peso de tantos males, no se doblegó ni un ápice su resuelta actitud, y aun viéndolo todo arrasado por las llamas y los derrumbamientos, a pesar de lo desasistida que estaba y lo reducida que era la colina que ocupaban, la defendieron con valentía como reducto de su libertad. Y al irse repitiendo día tras día los mismos hechos, como si se habituaran a la desgracia sus ánimos, se fueron insensibilizando al sentimiento por sus bienes, y ponían sus miras únicamente en las armas y el hierro que empuñaban como único reducto de su esperanza.


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