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sábado, 4 de noviembre de 2017

OCTAVIO AUGUSTO, EL PRIMER EMPERADOR DE ROMA




En la primavera del año 32 antes de Jesucristo llegó a Roma un mensajero de Antonio con una carta del Senado en la que el triunviro proponía a sus dos colegas deponer todos a la vez el poder y las armas y retirarse a la vida privada tras haber restaurado las instituciones republicanas.




Nos parece imposible que un insensato de su calaña haya podido concebir un gesto tan avisado. Debían de andar por medio las artes de Cleopatra.




Octaviano se encontró en un atolladero. Para superarlo, sacó el testamento de Antonio, diciendo que lo había recibido de las vestales que lo tenían en custodia. Designaba como únicos herederos suyos a los hijos habidos con Cleopatra y a ésta como regente.




 Tenemos muchas dudas acerca de la autenticidad de tal documento. Pero sirvió para confirmar las sospechas que toda Roma sentía hacia aquella intrigante y permitió a Octaviano llevar a cabo una guerra «de independencia», que, con mucha perspicacia, no declaró a Antonio, sino a Cleopatra.




Fue una guerra marítima. Las dos flotas se enfrentaron en Accio. Y la de Octaviano, mandada por Agripa, aun cuando inferior en número, puso en fuga a la adversaria, que se replegó desordenadamente hacia Alejandría.




Octaviano no la persiguió. Sabía que el tiempo trabajaba en favor suyo y que cuanto más permaneciese Antonio en Egipto más se malograba con orgías y molicies.




Desembarcó en Atenas para poner orden de nuevo en las cosas de Grecia. Volvió a Italia a aplacar una revuelta. Luego se abrió paso hasta Asia para destruir las alianzas que allí dejara Antonio, aislándole. Por último marchó hacia Alejandría.




En el camino recibió tres cartas; una de Cleopatra unida a un cetro y un corona, prendas de sumisión; y dos de Antonio que impetraba paz. A éste no le contestó.




 A ella le replicó que le dejaría el trono si mataba a su amante. Dado el tipo, nos asombra que no lo hubiese hecho.




Con el valor de la desesperación, Antonio lanzó un ataque y obtuvo una victoria parcial, que no impidió a Octaviano encerrar la ciudad en una tenaza. Pero al día siguiente los mercenarios de Cleopatra se rindieron y a Antonio le llegó la noticia de que la reina había muerto.




Intentó suicidarse de una puñalada. Y cuando, agonizante, supo que aquélla aún vivía, se hizo trasladar a la torre donde se había atrincherado con sus doncellas y expiró entre sus brazos.




Cleopatra pidió permiso a Octaviano para dar sepultura al cadáver, y que le concediese una audiencia. Octaviano se lo concedió. Se le presentó corno se presentara a Antonio: perfumada, pintada y envuelta solamente en exquisitos velos. Mas, ¡ay!, que bajo aquellos velos había ahora una mujer de cuarenta años, no ya de veintinueve.




 Su nariz ya no encontraba compensación en el frescor de las carnes y en la luminosidad de la sonrisa. Augusto no tuvo necesidad de recurrir a una gran fuerza de carácter par tratarla con frialdad y comunicarle que la conduciría a Roma como adorno de su carro de triunfador.




Tal vez más que como reina, Cleopatra se sintió perdida como mujer, y esto fue lo que la impulsó al suicidio. Se arrimó un áspid al seno y se dejó envenenar por él, lo que también hicieron sus doncellas.




Octaviano liquidó la herencia suya y la de Antonio con un «tacto» por el cual se puede reconstruir todo su carácter. Permitió que sus cadáveres fuesen sepultados uno al lado del otro. Mató al joven Cesarión, mandó los dos hijos de los difuntos a Octavia, que los crió como si hubiesen sido suyos, se proclamó rey de Egipto para no humillarlo proclamándolo provincia romana, se embolsó su inmenso tesoro, dejó allí un prefecto y se volvió para casa; sigilosamente, hizo suprimir también al mayor de los hijos habidos por Antonio de Fulvia. Y con la conciencia tranquila de quien ha cumplido con su deber con aquellos infanticidios, se puso de nuevo al trabajo.




A la sazón, tenía escasamente treinta años y se encontraba siendo dueño de toda la herencia de César. El Senado no tenía ya ganas ni fuerza para disputársela, y sólo por cautela él no le pidió la investidura al trono. Se la hubiese concedido. Pero Octaviano conocía el peso de las palabras y sabía que la de rey era desagradable.




¿Para qué despertar ciertas manías que ya no hacían sino dormitar en las conciencias entumecidas? Los romanos habían dejado de creer en las instituciones democráticas y republicanas porque conocían su corrupción, pero estaban apegados a las formas. Pedían orden, paz y seguridad, una buena administración, una moneda saneada y los ahorros garantizados. Y Octaviano se aprestó a darles todas esas cosas.




Con el oro traído de Egipto liquidó el Ejército, que contaba con medio millón de hombres y costaba demasiado, manteniendo a doscientos mil en servicio, de los cuales se proclamó imperator, título puramente militar, y afincó a los demás como labradores en tierras compradas exprofeso; anuló las deudas de las particulares al Estado y emprendió grandes obras públicas. Mas éstos fueron tan sólo los primeros pasos, los más fáciles.




 Como César, Octaviano no cuidaba tan sólo de administrar, sino que quería realizar una gigantesca reforma que refundiese a toda la sociedad según el modelo diseñado por su tío. Para hacerlo, necesitaba una burocracia de la que él fue verdadero inventor. En torno suyo, formó una especie de gabinete ministerial, compuesto de técnicos, en cuya selección estuvo afortunado. Había un gran organizador, como Agripa; un gran financiero como Mecenas, y varios generales, entre los cuales pronto descolló su hijastro Tiberio.




Porque éstos pertenecían casi todos a la alta burguesía y los aristócratas se lamentaban de quedar excluidos, Octaviarlo escogió una veintena de ellos, todos senadores, con los que formó una especie de Consejo de la Corona, que poco a poco se convirtió en el portavoz del Senado y garantizó sus decisiones. La Asamblea o Parlamento siguió reuniéndose y discutiendo, pero cada vez con menos frecuencia y sin intentar jamás bloquear ninguna decisión de Octaviano. Éste concurrió por trece veces consecutivas al Consulado y naturalmente salió triunfante otras tantas veces. En 27, de improviso, remitió todos sus poderes al Senado, proclamó la restauración de la República y anunció que quería retirarse a la vida privada. No tenía entonces más que treinta y cinco años y el único título que había aceptado era el nuevo de príncipe. El Senado respondió abdicando a su vez y remitiéndole a él todos los poderes, suplicándole que los asumiera y confiriéndole aquel apelativo de Augusto, que literalmente quiere decir «el aumentador», y era un adjetivo que después con el uso se tornó sustantivo. Y Octaviano aceptó con aire resignado. Fue una escena perfectamente representada por ambas partes y demostró que la fronda conservadora y republicana había terminado ya: hasta los orgullosos preferían un amo al caos.




Pero el amo siguió mostrándose discreto en el uso de sus poderes. Habitaba el palacio de Hortensio, que era muy hermoso, pero no lo transformó en un alcázar, y como alojamiento personal se reservó una pequeña estancia en la planta baja, con un despacho, monacalmente amueblado. Hasta cuando, muchos años después el edificio cayó en ruinas por un incendio y él construyó otro igual, se empeñó en que rehiciesen idénticas las dos estancias. Pues era hombre de costumbres, sobrio y puntual. Trabajaba esforzadamente, considerándose el primer servidor del Estado. Y lo escribía todo; no sólo los discursos que había de pronunciar en público, sino hasta lo que decía en casa, con la mujer y los familiares. Habrá que aguardar a Francisco José de Austria, para hallar en la Historia a un soberano parecidamente sujeto al deber, tan respetable, prosaico, poco amable e infortunado en los afectos domésticos.




Éstos estaban representados por Julia, la hija habida con Escribonia; por Livia, su tercera esposa, y por los dos hijastros que ésta había traído a casa: Druso y Tiberio. Livia fue, como esposa irreprochable, aunque algo pesada por su ostentosa virtud. Educó bien a los chicos y llevó con desenfado los cuernos que su marido le iba poniendo sucesivamente. Todo permite creer que ella tenía interés, más que en el amor, en el poderío de Augusto y en la carrera de los hijos, que efectivamente la hicieron rápidamente. Generales a los veinte años, fueron mandados a sojuzgar Iliria y Panonia. Augusto que realizó la pax romana, renunció pronto a la guerra y a nuevas anexiones.




Pero quería asegurar los confines del Imperio, constantemente amenazados. Druso, su preferido, los extendió del Rin al Elba para mayor seguridad, derrotando brillantemente a los germanos. Pero sufrió una gravísima caída de caballo. Tiberio, que le adoraba y se hallaba en la Galia, galopó cuatrocientas millas para reunirse con él y llegó a tiempo de cerrarle los ojos. Augusto quedó muy afectado por la muerte de aquel muchacho alegre, impetuoso y expansivo, a quien pensaba designar como sucesor. Luego, esperó a que Julia le diese otro heredero.




Aquella muchacha vivaz, sensual y guasona era su ojo derecho. A los catorce años la casó con Marcelo, hijo de su hermana Octavia, la viuda de Antonio. Pero Marcelo murió poco después y Julia se había convertido en la «viuda alegre» de Roma. Se divertía no sólo haciéndolo, sino diciéndolo. Y su padre, que había comenzado a publicar leyes para el restablecimiento de la moral, creyó ponerla de nuevo en el buen camino con otro marido: aquel Marco Agripa, Ministro de la Guerra, que, tras haberle dado la victoria en Accio, se había convertido en su más fiel y hábil colaborador.




Gran caballero, gran soldado, gran ingeniero, pacificó España y las Galias, reorganizó el comercio, construyó carreteras y era el único pez gordo de quien no murmuraban siquiera los que especulaban en ello. Augusto, que tenía fuste de «planificador» y se consideraba con derecho a reglamentar hasta la felicidad ajena, no se fijó en el hecho de que tuviese cuarenta y seis años en tanto que Julia.sólo tenía dieciocho, y en que fuese marido de una mujer que le hacía feliz. Le impuso el divorcio y el nuevo matrimonio.




La pareja no podía estar peor avenida, por bien que echasen al mundo cinco hijos, que se parecían extrañamente a Agripa. Cuando le pidieron descaradamente la explicación a Julia, ésta contestó con no menos descaro: «Yo no hago subir más marineros en la nave cuando ya está cargada.» Ocho años después falleció en África, y Julia volvió a ser la viuda alegre de Roma. De nuevo Augusto quiso poner remedio y le impuso un tercer matrimonio: con Tiberio esta vez, en quien veía ahora, o en quien Livia le hacía ver, un posible regente del Imperio hasta la mayoría de edad de los hijos de Julia, Gayo y Lucio. También Tiberio estaba ya casado, y precisamente con la hija de Agripa, Vipsania, que le hacía feliz. Pero esta felicidad no coincidía con la planificada por Augusto, que la destruyó para crear en su lugar una infelicidad.




Convertido en sucesor de Agripa tras hacer sido su yerno, Tiberio aguantó de Julia todo lo que el más desgraciado de los maridos puede aguantarle a una mujer. Cuando ya no pudo más, se retiró a la vida privada, en Rodas, donde vivió siete años, dedicado exclusivamente al estudio, mientras Julia oscurecía con sus escándalos el recuerdo de Clodia. Gayo y Lucio habían muerto, uno de tifus y el otro en campaña. Augusto, sesentón ya, abatido por esas desdichas, roído por el eccema y el reumatismo y cada vez más bajo la zapatilla de Livia, por fin expulsó a su hija por inmoral, haciéndola encerrar en Ventotenes, reclamó a Tiberio y le adoptó por hijo y heredero, aunque seguía sin quererle.




Tal vez creyó en aquel momento estar al borde de la muerte. La colitis y las gripes no le daban tregua y no daba un paso sin un médico personal, Antonio Musa. Se había vuelto puntilloso, suspicaz y cruel. Por una indiscreción, hizo quebrar las piernas a su secretario Talo. Y para protegerse de inexistentes complots, inventó la policía, o sea aquellos «pretorianos» o guardias de corps, que habrían de representar tan nefasto papel bajo sus sucesores. Vuelto más escéptico y amargo por los sufrimientos, veía con claridad la bancarrota de su obra de reconstrucción.




 Había la pax augusta, sí, y los marinos del Oriente venían a darle las gracias por la seguridad con que ahora navegaban; pero en el Elba, Varo, con tres legiones, había sido exterminado por Arminio, la frontera hubo de ser retirada hasta el Rin y Augusto intuía que más allá de este río, en la oscuridad de sus bosques las tribus germánicas estaban en ebullición. Sí, el comercio reorganizado por Agripa volvía a florecer, y la moneda, saneada por Mecenas era segura. La burocracia funcionaba. El Ejército era fuerte. Mas la gran reforma de los costumbres había fracasado.




Divorcios y maltusianismo habían matado a la familia y el tronco romano estaba casi extinguido. El último censo revelaba que las tres cuartas partes de los ciudadanos eran libertos o hijos de libertos extranjeros. Se habían construido centenares de nuevos templos, mas dentro no había dioses porque nadie creía que existiesen. Una moral no se rehace sin una base religiosa. Augusto había tratado de reanimar la fe antigua, sin compartirla y el pueblo le respondió fingiendo adorarle a él como dios.




Julia que murió en el exilio, había dejado a Augusto una nietecita, que se llamaba Julia como ella, que, desgraciadamente, demostró en seguida querer imitar a su madre no sólo en el nombre. También el abuelo tuvo que confinarla por inmoral. Destrozado por este dolor, pensó en dejarse morir de hambre. Pero luego los deberes de la oficina, a los que había permanecido apegadísimo, y la certeza de que no le quedaba ya mucho de vida llevaron las de ganar. En cambio, como todos los que sostienen el alma con los dientes, él, para aquellos tiempos rindió la suya muy tarde.




Tenía setenta y seis años cuando, convaleciente en Nola después de una bronquitis, le sorprendió el fin. Aquella mañana había trabajado como de costumbre, desde las ocho a mediodía, firmando todos los decretos, contestando todas las cartas, como buen funcionario que era.




Hizo llamar a Livia, con quien estaba a punto de celebrar las bodas de oro, y se despidió de ella afectuosamente. Después, como verdadero gran romano, se volvió a los circunstantes y dijo: «He representado bien mi papel. Despedidme, pues, de la escena, amigos, con vuestros aplausos.»




Los senadores condujeron el féretro a hombros por toda Roma, antes de quemar el cadáver en el Campo de Marte. Tal vez se hubieran mostrado satisfechos de su muerte de no haber sabido que para sucederle estaba ya designado Tiberio.



RELIEVE DEL ARA PACIS AUGUSTAE (ALTAR DE LA PAZ AUGUSTA), 
EN LA QUE SE VE LA FAMILIA IMPERIAL

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