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sábado, 7 de enero de 2017

ALEJANDRO MAGNO, EL CONQUISTADOR MACEDONIO



En el momento de la rendición de Atenas en el año 404 a. C., que supone el punto final de la guerra del Peloponeso (la « guerra civil» por la hegemonía que había enfrentado a las ciudades-estado griegas desde el 431 a. C.), Macedonia, pese a ser el estado territorialmente más extenso de toda la Grecia continental, apenas contaba en el ámbito político y cultural heleno. Era un reino de pastores y campesinos, de costumbres y cultura diferentes a los del resto de Grecia debido al relativo aislamiento en el que había vivido durante décadas y que pese a no estar muy cohesionado, gozaba de una posición económica privilegiada gracias a la gran cantidad de recursos naturales —sobre todo mineros— con que contaba.



Desde esta posición subalterna pasaría a ser la primera fuerza política y militar en menos de setenta años. ¿Cómo fue posible? El fin de la guerra entre las polis griegas no conllevó ni un período de paz duradera ni el dominio claro de la ciudad-estado vencedora, Esparta, ni una conjunción de voluntades entre los diferentes estados que permitiese abrir un horizonte de prosperidad y proyectos comunes para toda Grecia. El panorama fue más bien el contrario. Las polis continuaron con sus rencillas y divisiones internas que prolongaron un ambiente bélico de baja intensidad salpicado de crisis de cierta envergadura. Si Esparta duró poco tiempo como potencia dominante (hasta la batalla de Leuctra, en el 371 a. C.), su sucesora, Tebas, apenas aguantó en esa posición nueve años. La batalla de Mantinea, en el 362 a. C., marcó su ocaso y un panorama general de agotamiento de las ciudades-estado.



Frente a esta situación, Macedonia había logrado una estabilización paulatina bajo la dinastía de los Argéadas, que habían cohesionado el reino tribal y habían ido labrando un proyecto de mayor implicación en los asuntos continentales. En ese punto, el acceso al trono de un hombre fuerte y con una clara visión política supuso el comienzo de un nuevo equilibrio de relaciones en Grecia.


FILIPO II A LA CONQUISTA DE GRECIA


E n el año 359 a. C. moría el rey Pérdicas III de Macedonia y accedía al trono un joven de veintidós años, Filipo II. Él era el hombre llamado a unificar la acción política de toda Grecia y pronto comenzó una estrategia que combinaba la astucia diplomática, explotando para ello las rencillas entre las polis y no mostrando ningún empacho en incumplir su palabra si le convenía, y la agresividad bélica. En poco tiempo logró extender su autoridad desde el Bósforo hasta el estrecho de Corinto. Fue entonces cuando en algunas de las ciudades más importantes y de mayor peso de toda Grecia comenzaron a alzarse voces contrarias a su avance por temor a que supusiese el fin de su existencia y de su forma de entender la política. En opinión de Brian Bosworth, profesor de Historia de la Universidad de Australia Occidental, « el reinado de Filipo fue convirtiéndose en un golpe desagradable. Aquel desorganizado reino macedonio se había organizado de repente gracias a las minas. Tenía un enorme poder económico» . Efectivamente, Filipo aprovechó la riqueza económica de su territorio para financiar sus campañas a lo largo de toda la península Balcánica.



El temor contra Filipo era un temor fundado, pero no tanto en su capacidad arrolladora como en la propia decadencia de las polis. La figura emblemática de esta oposición fue la del político y orador ateniense Demóstenes, que se erigió en adalid de la vieja polis (y de las ideas de libertad y participación ciudadana que representaba) frente a los defensores de un nuevo horizonte, el de un estado panhelénico encabezado por Macedonia. Fueron célebres sus discursos contra el monarca macedonio, las memorables Filípicas, en las que con gran vehemencia demostraba su posición inquebrantable frente a lo que consideraba el ascenso de una tiranía. Teniendo en cuenta que la amenaza procedía de un reino alejado del núcleo de la civilización griega, el rechazo era todavía mayor. William Murray, profesor de Historia de la Universidad de Florida, afirma lo siguiente: « Tenemos la impresión de que los macedonios apenas sabían leer, de que eran rudos, de que estaban por debajo del alto nivel cultural que mostraban los atenienses, e incluso de que eran una amenaza representada por su rey, Filipo II» .




Mientras continuaban los conflictos de Filipo con diferentes ciudades, el monarca procedió a reformar su ejército para poner a punto un arma bélica que asegurase su superioridad militar frente a posibles alianzas de las ciudades y sus ejércitos, compuestos básicamente por mercenarios. Frente a ellos Filipo reformó los tradicionales escuadrones de caballería macedónicos, cuyos miembros eran de extracción noble y se les conocía con el nombre de « compañeros» , y les añadió grandes grupos de soldados de infantería armados con una larga lanza, a la llamada « sarissa» , reclutados entre el campesinado y que recibieron el nombre de « compañeros de a pie» ). El resultado fue una fuerza equilibrada con una capacidad ofensiva imparable. Según el criterio del profesor Murray, « la diferencia principal de la falange de Filipo es que en ésta la armadura corporal del soldado de infantería era menor, pero se compensaba con el hecho de que el soldado lleva una lanza. Ésta tenía entre cuatro y cinco metros y medio de largo y disponía de un contrapeso en la parte más cercana al soldado, que permitía mover su apoyo de modo que el extremo de la lanza pudiese levantarse. Por supuesto, si disponían de una lanza de esas dimensiones, se tenía que adiestrar muy bien a los soldados para que pudiesen moverse con ellas» . El poder ofensivo de la falange era letal. En opinión del profesor Bosworth, « si alguien se encontraba de cara a una falange macedónica se encontraba con un frente compuesto por miles de esas lanzas. Tenía ese enorme muro de acero letal aproximándose y le resultaba imposible alcanzar una posición sólo empujando con su escudo. Así que, si la falange mantenía el nivel, podía literalmente avanzar hasta alcanzar cualquier posición, algo que hacía muy bien» . Dotado de esta nueva arma, Filipo no tardaría en asentar su dominio sobre toda Grecia.


Otro de los medios empleados por el monarca macedonio para consolidar su poder fue el de casarse con mujeres de diversos territorios helenos. Como recuerda Peter Green, profesor emérito de la Universidad de Austin (Texas), Filipo « tenía la reputación de tomar una esposa nueva después de cada campaña. El objetivo de semejante proceder era que quería quedar diplomáticamente a salvo contrayendo nuevas alianzas» . Una de estas mujeres fue Olimpia (también llamada Olimpíade), una princesa procedente de la región de Épiro (una región periférica al noroeste de Grecia), que pronto destacó por su carácter y su interés por el poder. En el verano del año 356 a. C. Olimpia dio a Filipo un hijo, al que puso por nombre Alejandro (que en griego quiere decir literalmente « el que protege a los varones» ). Como afirma el profesor Green sobre ella, « tenía carácter, le interesaba la política, la religión y, sobre todo, la dinastía. Su principal interés, a lo largo de toda su vida, fue colocar a su hijo Alejandro en el trono. En la medida en que la sucesión de su hijo se viese afectada, era despiadada» . Ésos serían los referentes que tendría Alejandro en su infancia: un padre belicoso absorbido por sus proyectos de hegemonía y una madre ambiciosa y dominante. Ambos dejarían una impronta imborrable en la educación y la personalidad de su hijo.



DE NIÑO A GENERAL DE CABALLERÍA

Alejandro tuvo una educación aristocrática en la corte de Pela, la capital del reino, aunque todavía tenía gran importancia la ciudad que había detentado esa condición anteriormente, Egas. Como en la formación de los hijos de la nobleza macedonia, el componente militar y físico tuvo una gran importancia, acentuada por el hecho de que su madre impuso que su primer educador fuese Leónidas, de su mismo origen geográfico, que le dio una instrucción típicamente epirota, basada casi exclusivamente en la educación física. Uno de los episodios más rememorados de esta etapa, que duró hasta los catorce años, tuvo lugar cuando el muchacho tenía sólo trece. A esa edad logró domar a un caballo que le habían ofrecido a su padre por su extraordinaria calidad pero que nadie conseguía domar. Alejandro se dio cuenta de que lo que sucedía era que el caballo se asustaba de su propia sombra, por lo que para montarlo debía ponerlo de cara al sol. Ante el asombro de los que miraban la escena, el adolescente logró con una naturalidad sorprendente lo que los adultos más experimentados no habían podido hacer. Filipo se quedó el caballo para su hijo y le puso por nombre Bucéfalo, que en adelante se convirtió en el corcel favorito de Alejandro y le acompañaría a lo largo de sus campañas.


Pero un año más tarde Filipo, quizá como reacción a la excesiva influencia materna, decidió dar un giro a la educación de su hijo. Le envió a la ciudad de Mieza, donde se estaba formando una notable escuela filosófica. Allí es donde Alejandro recibió la instrucción del más notable pensador griego del momento, Aristóteles de Estagira, desde el año 342 a. C. El cambio en su adiestramiento fue radical. De una educación eminentemente física y militar pasó a una intensiva formación intelectual y sensible, profundizando sus conocimientos sobre literatura y filosofía y abriendo su curiosidad a nuevos campos como la medicina y la retórica.



Sin embargo, el factor militar estuvo siempre presente y no mucho después su padre pensó en hacerle entrar en combate. Cuando en el año 339 a. C. Tebas y Atenas se aliaron para detener el avance de Filipo hacia el sur, el rey macedonio no podía sino responder plantando cara a lo que constituía un desafío a sus planes. Los atenienses enviaron tropas hacia la región de Beocia para impedir un avance militar de Filipo contra Tebas y mandaron embajadas para recabar apoyos, que consiguieron en Eubea, Acaya, Mégara, Corinto, Acarnania, Léucade y Corcira. El choque se produjo en Queronea, en el 338 a. C., donde Alejandro participó como comandante de la caballería macedonia y tuvo un papel brillante al liderar a sus dos mil jinetes desde el flanco para apoyar la ofensiva de las falanges.



La victoria fue aplastante, pero Filipo se mostró indulgente con los vencidos y a que tenía en mente un nuevo proyecto, pactar una unión de toda Grecia para emprender una expedición de castigo contra Persia. El Imperio persa era entonces la principal potencia política del Mediterráneo y de Próximo Oriente. Estaba gobernado por la dinastía de los Aqueménidas, cuya autoridad se extendía desde Egipto (el gran rey de Persia ostentaba el título de faraón desde su conquista) hasta el actual Afganistán y desde el mar Caspio hasta el golfo Pérsico. A comienzos del siglo V a. C., las esferas políticas persa y griega habían entrado en conflicto. Desde que en el año 499 a. C. las ciudades griegas de Jonia (región que se corresponde con la costa egea de la península de Anatolia) se rebelaron contra el dominio político de los persas y éstos comenzaron una campaña de represión que desencadenó la guerra grecopersa, y que conocemos como guerras Médicas (490-479 a. C.), las ciudades-estado habían soñado con organizar una campaña que liberase a sus hermanas jonias del yugo y que castigase a los persas por los golpes infligidos en el pasado. Con este objetivo reunió Filipo en Corinto un congreso de estados helénicos (conocidos desde entonces como Liga de Corinto) que le nombró jefe militar supremo con el cometido de poner rumbo a Asia al mando de las tropas que se reclutasen al efecto. Para preparar el terreno se envió un primer contingente militar al mando de uno de sus generales, Parmenión. Como señala el profesor Green, « Parmenión era su general en jefe, de una importancia capital para él, su mano derecha y hombre de absoluta confianza. Era además un astuto político de primer orden. Sus grandes bazas eran su absoluta lealtad a Filipo y su indudable habilidad como gran general» .


Sin embargo Filipo nunca pudo encabezar la soñada campaña persa. En el 336 a. C., cuando celebraba en Egas un festival religioso con el objeto de atraerse el beneplácito de los dioses en la próxima aventura, fue asesinado por un miembro de su guardia personal, Pausanias. Parece que el móvil fue una cuestión de celos, y a que el asesino había sido durante un tiempo amante del rey y poco después había caído en desgracia. En cualquier caso, el agresor intentó huir del escenario del crimen, pero algunos de los presentes dieron con él y lo asesinaron. Como ha señalado el profesor Green, « desde el principio hubo teorías de la conspiración, sobre todo después de que Pausanias fuese útilmente asesinado tras su persecución por compañeros de educación de Alejandro, lo que impedía que pudiese hablar. Las sospechas inmediatamente cayeron sobre Olimpia y, a través de ella, sobre el propio Alejandro. Lo que es cierto es que nunca sabremos la verdad» . Efectivamente, Olimpia se había distanciado de su marido a raíz de un nuevo matrimonio de éste, ahora con una joven de una familia aristocrática macedonia, Cleopatra, treinta años más joven que él. Si la nueva esposa tenía descendencia masculina (como efectivamente ocurrió) ésta sería de pura sangre macedonia y tendría preeminencia para el acceso al trono, y a que Alejandro sólo era macedonio por parte de padre. Por tanto, los ingredientes para un complot estaban servidos, pero se ignora si Pausanias fue responsable del magnicidio en solitario. Filipo II fue enterrado en las cercanías de Egas, en una tumba majestuosa cubierta por un magnífico túmulo que en la práctica era una colina artificial, rodeado de un fabuloso tesoro funerario. En la actual ciudad de Vergina puede visitarse esa tumba, que fue hallada intacta en 1977 por el arqueólogo griego Manolis Andronikos. Su inesperada muerte dejaba una situación inestable en el reino, con una cuestión sucesoria abierta y con los preparativos de una expedición continental en marcha. Ésas fueron las poco halagüeñas condiciones en que accedió al trono Alejandro. Tenía apenas veinte años.



ALEJANDRO III DE MACEDONIA


No son muchas las fuentes que nos han llegado desde la Antigüedad sobre la vida de Alejandro. Se cuentan básicamente cuatro y sobre ellas se han realizado todos los estudios sobre el legendario rey. El más antiguo de los autores que escribió sobre ello y cuy a obra nos ha llegado fue Diodoro Sículo, historiador del siglo I a. C. que dedicó un volumen de su Biblioteca histórica a la vida de Alejandro; Plutarco, historiador griego del siglo I d. C., escribió una biografía del rey en sus Vidas Paralelas; Quinto Curcio Rufo, rétor e historiador romano del siglo I d. C., escribió una Historia de Alejandro Magno, y por último, Flavio Arriano, filósofo e historiador griego del siglo II d. C., escribió su Anábasis de Alejandro Magno, uno de los escritos fundamentales sobre el monarca. Todos estos textos beben en fuentes más antiguas, muchas coetáneas al rey macedonio, y dan una clara visión de conjunto aunque en ocasiones divergen en los detalles.



Todos ellos coinciden en que pese a lo agitado del momento de acceso al trono, en poco tiempo logró poner la situación bajo control. La oposición interior, formada por miembros de la familia real y parece que también por algunos generales importantes, fue sofocada cuando el general Antípatro logró que fuese aclamado por una asamblea de guerreros. Las armas también desempeñaron su papel, y a que se acabó con los opositores más díscolos y Olimpia se encargó de eliminar al pequeño hijo de Filipo y Cleopatra, que se suicidó poco después. Asimismo, en el resto de Grecia se produjeron reacciones contra el poder macedonio que Alejandro no podía consentir si quería asegurar su continuidad en el poder. Dos campañas militares, una de intimidación y otra de castigo, le bastaron para recuperar la obediencia de las ciudades griegas y que se le reconociese la condición de general en jefe de la Liga de Corinto que tenía su padre.



Llegado a este punto se planteó emprender la hazaña persa que había planeado Filipo. Las motivaciones seguían siendo las mismas, pero ahora el joven rey veía además que una gran victoria le daría una posición de prestigio en toda Grecia. Posiblemente el proyecto no iba más allá de expulsar a los persas de Asia Menor, y a que los efectivos que movilizó rondaban los cuarenta mil hombres, la mitad macedonios y la otra mitad aportados por la Liga de Corinto y mercenarios. Así las cosas, en la primavera del 334 a. C. las naves griegas comenzaron a cruzar el Helesponto (nombre con el que se conocía el estrecho de los Dardanelos) y las fuerzas desembarcaron en Abidos. Alejandro estaba acompañado y a por las personas más cercanas a él y que marcaron su reinado: el general Parmenión, sus compañeros de armas Clito y Hefestión (ambos amigos de la niñez y el último su amante de por vida) y el historiador Calístenes (sobrino de Aristóteles y cronista oficial de la campaña). Una primera respuesta persa a la presencia del ejército griego no se hizo esperar y poco después, en la región de Tróade, tuvo lugar el primer encuentro con las tropas enemigas. El gran rey de Persia, Darío III, encomendó repeler la expedición griega al general Memnón, un mercenario griego a su servicio. El combate tuvo lugar a orillas del río Gránico, un terreno escogido adrede por Memnón para favorecerle. Allí venció contra todo pronóstico Alejandro, y a que las tropas griegas tuvieron que atacar a las persas atravesando el río.


 Según el profesor Green, la propia actitud de Alejandro tendría un papel decisivo en la victoria: « Fue un temerario, pero hubo un método en su locura. Una de las ventajas de liderar un ataque en el frente en vez de dirigirlo desde la retaguardia es que consigues que la gente te siga, y a que no les estás pidiendo nada que no estés haciendo tú mismo» . En el río Gránico el rey de Macedonia demostró lo que estaba dispuesto a arriesgar en la empresa, su propia vida.



Con el primer contingente persa vencido, los griegos ocuparon Sardes, Éfeso y otras ciudades jonias que, con la excepción de Mileto, se rindieron sin oponer resistencia. La liberación de Jonia había comenzado. Sin embargo Alejandro sabía que la empresa no iba a ser tan fácil y que Darío enviaría un nuevo ejército para cambiar la situación. Con el objeto de salirle al encuentro, se adentró por Asia Menor hasta llegar a la ciudad de Gordio (o Gordión). Se trataba de la ciudad del mítico rey Midas y le llamó poderosamente la atención una leyenda local. Cuando visitaba el palacio y el templo de la ciudadela vio el carro de los rey es fundadores de la ciudad.


 Era un carro de bueyes y estaba atado a un yugo por un nudo inextricable y se decía que aquel que lograrse desatarlo conquistaría toda Asia. Consciente del golpe de efecto que supondría cumplir con la profecía, Alejandro recurrió a su astucia y, desenvainando su espada, golpeó con ella hasta que cortó el nudo, mientras decía: « Ya está desatado» . La inyección de moral en las tropas debió de ser inmediata y muy efectiva, aunque un mensaje así supusiese alejarse de los objetivos iniciales del proyecto. Para el profesor Bosworth no hay duda: « Realmente no tenía más opción que retirar su ejército o reforzarlo y emprender una guerra total de conquista. Sin duda fue ésta la que eligió. No creo que se plantease otra cosa en ningún momento. Incluso desde el principio no tenía límite en su ambición de conquista» . Ésa es la historia de cómo Alejandro cortó el nudo gordiano.



Conocedor de los movimientos que estaba efectuando un gran ejército persa, liderado en esta ocasión por el propio Darío, Alejandro viró con sus tropas hacia el sur, hasta el norte de la actual Siria. En el otoño del año 333 a. C., en la llanura costera de Isos, entre el mar y los montes y de nuevo con un río de por medio, se enfrentaron los dos rey es más poderosos del mundo. La ventaja numérica era claramente desfavorable a los macedonios, frente a sus cuarenta mil hombres Darío disponía por lo menos de sesenta mil.


 En esta ocasión la desventaja de la falange al tener que remontar la orilla del río fue compensada por la sagacidad de la caballería, que fue capaz de colarse por los flancos abiertos que dejó la infantería persa y pudo hostigar al enemigo desde la retaguardia, dando así a los soldados de a pie la oportunidad de rehacerse en terreno llano una vez superada la orilla. La victoria fue clara, aunque el propio Alejandro resultó herido en un muslo. Los persas se batieron en retirada (el propio Darío huyó del campo de batalla) y los macedonios lograron hacerse con el campamento enemigo, incluyendo la tienda del rey, donde se alojaban su esposa y dos de sus hijas. 


Les habían informado erróneamente de que Darío había muerto, y Alejandro aprovechó la ocasión para realizar otro de los gestos propagandísticos que tan hábilmente manejaba. Envió un mensaje en el que comunicaba a las mujeres que el gran rey estaba vivo y les aseguraba que respetaría escrupulosamente su condición de personas reales y los privilegios que llevaba aparejados. Según Bosworth, con esto Alejandro « lo que hacía era presentarse como el nuevo rey persa: él era el rey legítimo y entre sus obligaciones se encontraba la de proteger a las mujeres. 


Haciendo aquello estaba enviando un mensaje a todo el mundo: y a que como rey persa tenía a las mujeres de la familia real, la nobleza persa comenzaba a reconocerlo como su rey » . El propósito legitimador de esta actuación demostraba que poco a poco Alejandro dejaba de verse sólo como rey de Macedonia y empezaba a acariciar la posibilidad de añadir a sus dominios la primera potencia del momento.



GRAN REY DE PERSIA, FARAÓN DE EGIPTO

Después de Isos el propio Darío fue consciente de que la amenaza macedonia sería difícil de parar y propuso a su enemigo un acuerdo para solventar la guerra, ofreciéndole la soberanía de los territorios al oeste del Éufrates y la mano de una de sus hijas para sellar el acuerdo. Según Plutarco, cuando Alejandro recibió la oferta buscó consejo entre sus generales. Parmenión le habría dicho entonces que él aceptaría la oferta si fuese Alejandro, a lo que éste respondió que en cambio él sólo lo haría si fuese Parmenión. La posibilidad de una paz pactada no estaba entre las posibilidades contempladas por el hijo de Filipo, que decidió continuar su campaña hacia el sur. Era evidente que estaba centrando su lucha contra los persas en tierra, pero éstos además eran una potencia naval que podía interferir en el comercio marítimo griego o contraatacar por mar. Por ello el rey macedonio decidió atacar las bases navales de la flota persa, las ciudades costeras de la franja sirio-fenicia. Eran las ciudades de los antiguos fenicios, cuya tradición de navegación se remontaba a varios siglos, y también uno de los pilares del florecimiento naval y comercial de Persia, por lo que su control era una buena baza. Las ciudades portuarias se rindieron salvo Tiro, que junto a Sidón y Biblos habían sido la tríada clásica del poder naval fenicio.



Lo que al principio no parecía sino un contratiempo menor, acabó convirtiéndose en todo un reto técnico y militar que obligó a Alejandro a emplear ocho meses en la toma de la ciudad. El problema, una vez que los tirios le negaron la entrada para hacer sacrificios en el templo de Heracles —lo que equivalía a reconocer su rendición—, fue que la ciudad no sólo se componía de una parte en tierra firme —que resultó sencillo rendir— sino también de una isla fortificada que estaba situada a ochocientos metros de la costa. Para lograr su rendición, Alejandro trazó un plan que los tirios consideraron descabellado: realizar un camino elevado sobre un malecón que construirían sus tropas desde tierra firme hasta la isla. El esfuerzo fue titánico y sólo alcanzó éxito después de que participaran en la tarea barcos de guerra procedentes de Chipre, y además al segundo intento, puesto que un primer malecón fue destruido por los tirios mediante la colisión de un barco cargado de material inflamable. Se consiguió rendir la isla fortaleza en julio del año 332 a. C. y Alejandro no mostró piedad para con quienes le habían desafiado: ocho mil tirios murieron en la defensa y treinta mil fueron vendidos como esclavos.


 En esta actitud se pueden apreciar varias intenciones por parte del rey macedonio. En opinión del profesor Green, « en última instancia continuó con ello porque no estaba dispuesto a encajar el golpe, le habían irritado y quería sacrificar en aquel templo aunque tuviese que matar a miles de personas para conseguirlo» . Si bien de nuevo había un aviso para navegantes en aquella acción, como afirma el profesor Murray, « lo que demostró Alejandro es que si consideraba algo estratégicamente necesario iba a permanecer y luchar por ello todo lo que fuese necesario hasta alcanzar su objetivo» .



Con todo el Levante bajo control, el siguiente objetivo fue Egipto. Allí fue recibido como libertador del yugo persa y los sacerdotes de Menfis le coronaron con la doble corona del Alto y el Bajo Egipto. Su estancia, en el año 331 a. C., estuvo marcada por dos hechos. El primero fue la fundación de una ciudad con su nombre en un enclave especialmente dotado para construir un puerto en la costa occidental mediterránea. El nombre de la nueva ciudad fue Alejandría, y fue el origen de su política de fundar ciudades como herramienta para afianzar la presencia griega en los territorios conquistados. Con posterioridad fundaría más de setenta ciudades repartidas por toda Asia, de las cuales muy pocas sobrevivieron por largo tiempo.


 El segundo hecho destacado de su estancia en Egipto fue su empeño de visitar el templo y oráculo de Amón en el oasis de Siwah, en el desierto libio. Marchó con su séquito durante seis semanas por el desierto para alcanzar el que se consideraba oráculo más importante de Egipto, dedicado al dios egipcio que los griegos identificaban con Zeus, el padre de los dioses olímpicos. El resultado de la visita fue una nueva campaña de propaganda a favor del rey macedonio, esta vez afirmando que el dios le había reconocido como su hijo, lo que le dotaba de una dimensión sobrehumana y un nuevo fundamento para el tipo de monarquía que desarrollaría en los años siguientes.



A su salida de Egipto, Alejandro decidió atacar el corazón del Imperio persa y emprendió el camino que llevaba hacia las capitales del imperio, en el actual Irán. Pero Darío le salió al encuentro para forzar la batalla definitiva que decidiría la guerra. Con el objeto de romper la falange macedónica, el rey persa había reclutado un poderoso ejército y dotado a la caballería de carros de combate provistos de cuchillas en los radios y ejes de las ruedas, de forma que podían seccionar al adversario o sus monturas durante la carga.


 El choque de los dos ejércitos se produjo en la llanura de Gaugamela, en las proximidades de la actual Mósul, al norte de Irak. De nuevo la victoria fue para Alejandro y de nuevo se debió a la astucia que demostró durante el combate. Darío concentró su superioridad numérica para romper la infantería, que apenas soportó el avance, ante lo cual el macedonio optó por un ataque frontal de la caballería con el objeto de hostigar directamente al rey persa y hacerle prisionero. 


La guardia real persa no aguantó la carga y una vez más Darío se dio a la fuga, con la consecuente desbandada de todo el ejército. Pese a que Alejandro y su caballería se lanzaron a la persecución de Darío con la intención de capturarlo, tuvo que dar la vuelta ante una llamada desesperada de Parmenión para que le ayudase a rechazar al ejército enemigo antes de que éste se retirase al extenderse la noticia de la huida de su líder.


 En opinión del profesor Bosworth, « Alejandro demostró allí su brillantez táctica. Lo único que quizá se le podría reprochar es que abandonó el campo de batalla para perseguir a Darío, tratando de capturarlo vivo» . Aunque Darío había escapado, su ejército estaba definitivamente destruido y la defensa del imperio había sucumbido. Alejandro tenía ahora el camino libre para hacerse con todos sus territorios y fundar un nuevo imperio muy alejado de sus primeros proyectos circunscritos estrictamente a la órbita de Grecia. Se abría un momento de gloria, pero también de incertidumbre.



COMPLETAR LA CONQUISTA: IRÁN ORIENTAL


T ras Gaugamela, Alejandro hizo su entrada triunfal en las grandes capitales del Imperio persa. La milenaria Babilonia, que era la ciudad más importante de Mesopotamia, y las metrópolis iranias de Susa y Persépolis. En esta última se apoderó del tesoro del gran rey, la mayor concentración de metales preciosos del mundo. Como afirma el profesor Green, « se estima que el mínimo de metales preciosos que guardaba era de ciento ochenta mil talentos y es preciso recordar que un talento equivalía aproximadamente a veintiséis kilos de peso. Aquello le convirtió en el hombre más rico del mundo conocido» . 


La orden de Alejandro fue trasladar toda aquella riqueza a Macedonia. En opinión del profesor Bosworth, « fue como trasladar todo el contenido de Fort Knox en una tarde. El tesoro fue enviado en una gran caravana escoltada por seis mil macedonios» . Pasó en aquella ciudad los primeros meses del año 330 a. C. y decidió destruir el magnífico palacio que los rey es de Persia habían construido allí a lo largo de ciento cincuenta años ordenando su incendio, quizá como una forma de testimoniar el final del poder de los Aqueménidas.



Sin embargo, Alejandro comenzó a encontrar algunos problemas entre sus propias tropas. El profesor Green señala que « resulta muy revelador que fuese tras Gaugamela cuando comenzó a aflorar el agotamiento de las tropas sobre la base muy razonable de “hemos hecho lo que habíamos venido a hacer, destruir y controlar el Imperio persa, así que es hora de regresar”» .


 Pero Alejandro ya estaba construyendo su proyecto de levantar un imperio universal que abarcase todos los territorios que conocían los griegos de la Antigüedad. Deseaba extender la campaña hacia el este para hacerse con las provincias orientales, precisamente adonde había huido Darío. Parte del ejército se negó a proseguir, por lo que decidió licenciar a los contingentes griegos aliados aunque ofreció pagar como mercenarios a aquellos que decidiesen quedarse.



Todo el resto del año 330 a. C. discurrió en la persecución de Darío III para capturarlo. Los motivos por los que Alejandro estaba interesado en hacer prisionero al rey persa vencido se han discutido a menudo. El profesor Bosworth opina que « era la forma definitiva de legitimarse. El gobernante anterior le reconocería no sólo como conquistador, sino como monarca natural de Persia y se pronunciaría a su favor. Ignoro cuánto tiempo habría sobrevivido después de esto, pero seguramente ésa era la intención» .


 El profesor Murray señala además que « la otra gran razón para capturar a Darío vivo o muerto era evitar que surgiesen posteriormente pretendientes o impostores, y para esto era mejor tenerle vivo que muerto» . De todos modos no fue posible realizar el proyecto. Tras internarse en Media y Partia, Alejandro tuvo noticia del final de Darío, que había sido depuesto por sus generales y asesinado por uno de ellos, Bessos. 


Sin embargo logró hacerse con el cuerpo de su oponente y lo enterró solemnemente, al tiempo que se declaró heredero de su legado, por lo que decidió acentuar el carácter persa de su poder, adoptando medidas que le acercaban a la población persa pero que le alejaban de su ejército griego y de sus orígenes.



 Una primera víctima de esta oposición fue el general Parmenión, cuyo hijo Filotas fue acusado de conspirar contra Alejandro, oportunidad que aprovechó para deshacerse de los elementos militares más intransigentes hacia el giro que estaba experimentando.


El período que abarca entre los años 330 y 327 a. C. fueron los de la marcha por las provincias orientales, persiguiendo a los asesinos de Darío y sometiendo los territorios del Imperio persa que todavía escapaban a su mando. Tras someter los territorios del mar Caspio se adentró por Asia, atravesando el Hindu-Kush (la estribación más occidental del Himalaya, en los actuales Pakistán y Afganistán) y adentrándose hasta el río Sir Daria (en los actuales Uzbekistán y Kazajstán).



Bessos fue asesinado por sus seguidores, que no pudieron continuar la resistencia. Se sometieron los territorios más orientales del imperio, las provincias de Bactriana y Sogdiana. En esta etapa Alejandro continuó haciendo suyas las costumbres persas.


 Se casó con una noble sogdiana, Roxana, estrechó lazos con la aristocracia local, integró a varios miles de iranios en el ejército y asumió el ritual de la proskynesis. Éste consistía en la genuflexión ritual ante el monarca, tradicional entre los persas pero que a los griegos les resultaba especialmente repulsiva, puesto que la consideraban un acto muy humillante.


Sin embargo Alejandro se mostró inflexible ante cualquier crítica hacia sus medidas de fusión con las costumbres persas. Una víctima de dicha rigidez fue su amigo Clito, que la criticó durante un banquete y le reprochó que la conquista no era mérito personal suyo, sino una empresa colectiva llevada a cabo por todos los macedonios. Alejandro, furioso, le atravesó con una lanza. 


Tampoco corrió mejor suerte Calístenes, que le mostró en privado su rechazo a su política orientalizante. En opinión del profesor Green, « para Alejandro era un intelectual que había cumplido su propósito y estaba comenzando a convertirse en una molestia, por lo que pasó a ser alguien prescindible, y en efecto acabó prescindiendo de él» .


 El profesor Bosworth considera que el rey macedonio « se veía como un dios y era tratado como un dios» . La grandeza del proyecto de Alejandro seguía creciendo a medida que el poder que diseñaba para sí iba despojándose de límites. Ésa fue la razón de que las fronteras del Imperio persa se le quedasen pequeñas y buscase nuevos objetivos hacia los que extender sus conquistas.



LOS ÚLTIMOS AÑOS DE ALEJANDRO


E n el verano del año 327 a. C., Alejandro atravesaba de nuevo el Hindu-Kush al mando de su ejército y penetraba en el que se conocía como « país de los cinco ríos» (que no eran otros que los afluentes del Indo) en el Punjab. El cansancio del ejército era evidente y los motivos de una nueva campaña en los límites del mundo conocido por los griegos todavía no se han aclarado. Posiblemente, propósitos concretos como extender la frontera natural del imperio hasta ese río o asegurar las rutas comerciales entre Persia e India se combinaban con la megalomanía y la curiosidad de un monarca que había llegado literalmente al « fin del mundo» de aquel momento.



 Allí focalizó su última gran conquista, la que dirigió contra el rey Poros, que gobernaba los territorios ribereños del río Hidaspes (actual Jhelam). La batalla que libró este rey a orillas del río, en el 326 a. C. y en la que los indios emplearon una caballería compuesta por elefantes de guerra, fue el punto culminante de la campaña de conquista macedónica. Poros fue confirmado como gobernador de los territorios conquistados y todavía el ejército se abrió paso hasta el más oriental de los afluentes del Indo, el Hífasis (actual Beas-Sutlej).



Pero allí el ejército se plantó. Un recorrido de más de dieciocho mil kilómetros les había dejado exhaustos y la falta de objetivos no compensaba las pérdidas que se estaban sufriendo. Muy a su pesar, a Alejandro no le quedó más remedio que aceptar la decisión de la tropa y emprender el regreso. Erigió doce altares —uno en honor de cada miembro del panteón olímpico— a orillas del Hífasis para marcar el límite oriental de sus conquistas y organizó el regreso como un descenso por el río hasta el océano, escoltado por tropas que avanzaban en paralelo por ambas orillas.



 Todavía sometió a varias de las ciudades que se levantaban a ambos lados del río, en una de las cuales recibió una herida de flecha que casi le cuesta la vida. Una vez llegaron al Índico se continuó el periplo por la costa oceánica hasta alcanzar Carmania (en el golfo Pérsico) a comienzos del año 324 a. C., desde donde el rey se dirigió a Susa.



De regreso en el corazón del vasto imperio que había conquistado, Alejandro se esforzó por continuar su política de fusión entre griegos y asiáticos, desposando a una princesa aqueménida y obligando a un buen número de sus oficiales a hacer lo mismo con nobles persas. Fue entonces cuando falleció Hefestión, perdiendo al último de los apoyos esenciales que le habían acompañado desde su partida de Macedonia hacía ya muchos años.



Poco después se trasladó a Babilonia, donde quería asentar la nueva capital de su imperio, pero en el verano del 323 a. C. falleció víctima de una enfermedad no identificada, aunque tradicionalmente se ha afirmado que fue malaria. Según el profesor Green, « si nos preguntamos qué fue lo que le mató, disponemos de todo un conjunto de respuestas a las que recurrir, y es posible que se tratase de una conjunción de todas ellas. Nunca superó del todo la terrible herida de flecha que recibió en la India, que casi le mató. Además está la malaria endémica o cualquiera que fuese la enfermedad que tuvo en sus últimos días» .



La muerte del rey fue inesperada. Pese a que Roxana dio a luz un heredero póstumo, Alejandro IV, determinar quién ejercería la regencia era la cuestión más urgente y delicada. Los generales de Alejandro solventaron provisionalmente la cuestión en una asamblea militar celebrada en Babilonia que conllevó el reparto de las provincias de su imperio.



El hijo de Roxana no llegaría nunca a reinar sobre el imperio de su padre ni dicho imperio, el más grande que había existido hasta entonces, volvió a unificarse.



Uno de los sucesores de Alejandro, Ptolomeo, que se coronó faraón de Egipto, se hizo con el cadáver de su rey y lo enterró en Alejandría, donde su tumba fue punto de peregrinación para buena parte de los grandes políticos de los siglos posteriores, entre ellos Julio César y Octavio Augusto.



La figura de Alejandro se convirtió casi desde el mismo momento de su muerte en una leyenda. Fue elevada a prototipo de conquistador y encarnación de una grandeza arraigada en sus méritos individuales. Su carácter carismático, su identificación con la divinidad y su poder sin trabas se convirtieron en los componentes políticos que conformarían las monarquías que surgieron en el solar de su imperio. Más allá de todo esto, abrió Grecia al mundo y el mundo a Grecia. El griego se convirtió a partir de él en la lengua política y culta de todo el Próximo Oriente y el Mediterráneo, y a que sus generales fueron los fundadores de dinastías que regirían la región hasta el siglo I a. C. abriendo una nueva época, que los historiadores llaman helenística, que sólo se cerraría con el auge de una nueva potencia, el Imperio romano.



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