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viernes, 16 de diciembre de 2016

LA FAMILIA Y LA EDUCACIÓN EN LA ANTIGUA ROMA


En la Roma de aquellos tiempos, todos «vivían peligrosamente». Y los peligros comenzaban el día en que se venía al mundo. Porque si uno nacía hembra o por cualquier razón disminuido, el padre tenía derecho a arrojarlo a la calle y dejarle morir en ella. Y a menudo así lo hacía.

 

El hijo varón y sano, en cambio, era generalmente bien acogido, no sólo porque más tarde, con su trabajo, sería una ayuda para sus progenitores, sino también porque éstos creían que, si no dejaban alguien que cuidase de su tumba y celebrase sobre ésta los debidos sacrificios, sus almas no entrarían en el paraíso.


Si todo andaba bien, es decir, si había acertado sexo e integridad física, el recién llegado era oficialmente recibido, a los ocho días de nacer, por la gente, con una solemne ceremonia. La gente era un grupo de familias que descendían de un antepasado común que les había dado su propio nombre.



 De hecho, el niño recibía usualmente tres nombres: el individual o «nombre de pila» (como Mario, Antonio, etc.), el de la gente o «nombre» verdadero y propio, y el de su propia familia o «apellido». Esto por lo que respecta a los hombres. Las mujeres, en cambio, llevaban el «nombre» solo, o sea, el de la gente. Y, en efecto, se llamaban Tulia, Cornelia, etc., en tanto que sus hermanos eran, pongamos por caso, Marco Tulio Emilio, Publio Julio Antonio, Cayo Cornelio Graco.

 

Esta extraña costumbre ha generado una serie de confusiones, pues, dado que los antepasados fundadores habían sido como un centenar en total, otros tantos eran los «nombres» de las gentes, por lo que se repetían continuamente, haciendo obligatorio el añadido de un cuarto o un quinto sobrenombre.



 Por ejemplo, el Publio Cornelio Escipión. que destruyó Cartago añadió en su tarjeta de visita un «Emiliano Africano Menor», para distinguirse del Publio Cornelio Escipión que venció a Aníbal y que añadió en la suya un «Africano Mayor».

 

Eran, como veis, nombres largos, graves e imponentes, que de por sí cargaban un cierto número de deberes en las espaldas del recién nacido. Un Marco Tulio Cornelio no podía permitirse lujos ni abandonarse a los caprichos cuyo derecho se reconoce hoy a un Fofino o a un Pupetto. Y, en efecto, no crecían mimados. 



Desde la más tierna edad se les enseñaba que la familia de la cual eran miembros constituía una verdadera y auténtica unidad militar, cuyos poderes estaban todos concentrados en la cabeza, o sea en el paterfamilias. Sólo él podía comprar o vender, pues sólo él era propietario de todo, incluida la dote de la esposa. Si ésta le engañaba o le robaba el vino de las cubas, podía matarla sin proceso. Idénticos derechos tenía sobre los hijos, que también podía vender como esclavos. 



Todo lo que éstos compraban se convertía automáticamente en propiedad de él. Las hembras se sustraían a esta patria potestad sólo cuando el padre las entregaba en matrimonio a otro hombre cum tnanu, es decir, renunciando explícitamente a todo derecho sobre ellas. Mas en tal caso, acababa dependiendo siempre de un hombre: o del padre, o del marido, o del hijo mayor, si enviudaba, o de un tutor.

 

Esta dura disciplina, que después lentamente fue suavizándose al correr de los siglos, hallaba su límite en la pieta, o sea en los afectos entre cónyuges, y entre éstos y los hijos. Pero éstos no lograban jamás, o casi nunca, mellar la granítica unidad de la familia romana, que incluía también a los nietos, los bisnietos y los esclavos, considerados estos últimos como simples objetos.



 La madre se llamaba domina, o sea señora, y no estaba confinada en un gineceo, como sucedía a las mujeres griegas. Comía con el marido, pero sentada en el triclinio (una especie de rústico diván), en vez de tendido como estaba aquél. En general, no trabajaba mucho manualmente, porque no había crisis de chicas de servir, con todos los esclavos que eran capturados en el campo de batalla y de los cuales cada familia tenía más de uno.



 La domina les dirigía y les vigilaba. Después, para distraerse, tejía lana para las ropas del marido y los hijos. De libros, naipes, teatro o circo, nada. Las visitas eran raras y de rígida pragmática. Un ceremonial escrupuloso las hacía complicadas y difíciles. La domus, o sea la casa, era, más que un cuartel, un auténtico fortín. Y allí en la más absoluta obediencia, se formaban los chicos.

 

Se les enseñaba que en el hogar la llama no debe extinguirse nunca porque representa a Vesta, la diosa de la vida. Había que alimentarla añadiendo siempre más leña y echando migajas de pan durante las comidas. En las paredes, que eran de adobe o de ladrillos, estaban colgados iconos, en cada uno de los cuales el chico veía un Lar o un Penate, espiritillos domésticos que protegían la prosperidad de la casa y de los campos. 


En la puerta estaba Juno vigilando, con sus dos caras, una mirada adentro y otra, afuera, quién entraba o salía. Y en torno, montando la guardia, estaban los Manes, las almas de los antepasados, que se quedaban en los parajes después de morir. De modo que nadie podía hacer un movimiento sin tropezarse con algún guardián sobrenatural, que también formaba parte de la familia: una familia compuesta no tan sólo por los vivos, sino también por aquellos que les habían precedido y los que les seguirían. 


Todos juntos, formaban un microcosmos no solamente económico y moral, sino también religioso, del cual el pater era el papa infalible. Hacía los sacrificios sobre el altar de la casa. Y en nombre de los dioses daba las órdenes y repartía los castigos.

 

La religiosidad en la que crecía el chico romano, más que a mejorarle en el sentido que nosotros damos hoy a esta palabra, tendía a disciplinarle. En efecto, no le impelía hacia los nobles ideales de la bondad y la generosidad, sino a la aceptación de las reglas litúrgicas que hacían de toda su vida un rito. 


No se le pedía por ejemplo ser desinteresado; se le pedía, es más, se le imponía, respetar ciertas fórmulas y participar en las ceremonias. Sus plegarias iban todas dirigidas a la consecución de fines prácticos e inmediatos.


 Se dirigía a Abeona para que le enseñase a dar los primeros pasos, a Fabulino para que le ayudase a pronunciar las primeras palabras, a Pomona para que las peras creciesen bien en su huerto, a Saturno para que le auxiliase a sembrar, a Ceres para que le permitiese segar, a Estérculo para que las vacas hiciesen suficiente abono en la cuadra.

 

Todos aquellos dioses y espíritus eran personajes sin preocupaciones morales, pero muy quisquillosos en lo concerniente a las formas. Evidentemente, no se hacían ilusiones sobre el alma humana. Y no considerándola capaz de un verdadero mejoramiento, la abandonaban a sí misma. 


Lo que les interesaba no eran las intenciones, sino los actos de sus fieles que querían tener ordenados en las márgenes de las grandes instituciones, familias y Estado, de las cuales constituían los cimientos. Por lo que exigían obediencia al padre, fidelidad al marido, fecundidad, aceptación de la Ley, respeto a la autoridad, valor hasta el sacrificio en la guerra y firmeza frente a la muerte. Todo ello arropado en sacerdotal solemnidad.



A esta cuidadosa y puntillosa formación del carácter, seguía, hacia los seis o siete años, la de la mente, o sea la instrucción propiamente dicha. Pero no era dirigida por el Estado, como sucede hoy con las escuelas públicas. Quedaba confiada a la familia, y raramente el papá, aun en las casas acomodadas, la delegaba a algún esclavo o liberto.


 Esta costumbre advino mucho más tarde, cuando Roma fue más grande y más fuerte, pero no más estoica. Hasta las guerras púnicas, era el padre el que enseñaba al hijo eso que hoy se llama cultura y que entonces se llamaba «disciplina» para hacer destacar mejor el carácter de obediencia absoluta.

 

Las materias eran pocas y sencillas; lectura, escritura, gramática, aritmética e historia. Los romanos conocían una especie de tinta sacada del zumo de ciertas raíces. Con ella mojaban una punta metálica con la cual componían las palabras sobre tablillas de madera cepillada (sólo más tarde lograron fabricar papel de lino y pergamino). 


La suya era lengua de sintaxis severa, pero de pocos vocablos y sin matices, que se prestaba más a la compilación de leyes y de códigos que a las novelas y a la poesía. De ese género los romanos de entonces no sentían necesidad alguna, y quien quería leerlo, tenía que aprender el griego, lengua mucho más rica, matizada y flexible. En griego, en efecto, está compuesto su primer texto de Historia escrita: el de Quinto Fabio Pintor. Pero es del 202 antes de Jesucristo, o sea de una época mucho más avanzada.

 

Hasta aquel momento la Historia había pasado oralmente de padres a hijos a través de relatos imaginativos que impresionasen la fantasía de los chicos: era la de Eneas, de Amulio y Numitor, de los Horacios y de los Curiados, de Lucrecia y de Colatino.


 Estas arbitrarias, pero tonificantes leyendas históricas, estaban reforzadas por la poesía, de entonación sacra y conmemorativa. Estaba condensada en volúmenes que se llamaban Fastos consulares, Libros de los magistrados, Anales máximos, etc., y que celebraban los grandes acontecimientos nacionales; elecciones, victorias, fiestas, milagros.

 

El primero que se salió de esos temas de estrecha pragmática fue un esclavo griego, Livio Andrónico, que, caído prisionero durante el saqueo de Tarento, fue conducido a Roma, donde se puso a contar la Odisea a los amigos de su amo. Éstos se divirtieron con ello. Y dado que eran gente bien situada, le encargaron que sacase de la Odisea un espectáculo para los grandes ludes, o juegos, del año 240. 


Para traducir aquellos versos griegos, Livio los inventó semejantes en latín, de rima tosca e irregular. Y con ellos compuso una tragedia, de la cual él mismo recitó y cantó todos los papeles mientras le quedó un hilo de voz en la garganta. Los romanos, que no habían visto nunca. nada parecido, se divirtieron hasta tal punto que el Gobierno reconoció a los poetas como una categoría de ciudadanía y les permitió unirse en un «gremio» con sede en el templo de Minerva del Aventino.

 

Mas también esto, repito, sucedió mucho más tarde. De momento, los chicos romanos no tuvieron literatura que leer. Tras haber aprendido a deletrear y saber de memoria aquellas leyendas, pasaban a las Matemáticas y a la Geometría. Las primeras consistían en sencillas operaciones de cálculo, hechas con los dedos, de los cuales los números escritos no eran más que imitaciones. I es la representación gráfica de un dedo levantado, V es una mano abierta, X dos manos abiertas y cruzadas. 


Con estos símbolos, prefijos (IV) y sufijos (VI), (XIII), los romanos contaban. Después, esta aritmética manual dio paso a un sistema decimal, sobre partes y múltiplos de diez, es decir, de los diez dedos. En cuanto a la Geometría, permaneció arcaica hasta que llegaron los griegos a enseñarla: se reducía al mínimo necesario para las rudimentarias construcciones de la época.


De gimnasia, nada. Las «palestras» y los «gimnasios» son de una época muy posterior y de importación griega también. Los padres romanos preferían fortalecer los músculos de sus hijos poniéndoles a trabajar en el predio con la azada y el arado, y después entregándolos al Ejército que, cuando les dejaba vivos, los devolvía, después de muchos años, a prueba de bomba. Por esto tampoco se enseñaba la Medicina. Los romanos consideraban que no eran los virus lo que provocaban las enfermedades, sino los dioses.



 Y entonces, una de dos: o los dioses querían decir al enfermo con esta señal: «despeja», y en tal caso no había nada que hacer, o solamente querían imponerle un castigo momentáneo, en cuyo caso no había más que esperar. En efecto, para cada dolencia había una oración a tal o cual divinidad. La Virgen de la fiebre, a la que todavía hoy el pueblo romano se dirige, es la versión puesta al día de las diosas Fiebre y Mefitis a las que entonces se encomendaban.

 

En cuanto a las horas de recreo tampoco eran dejadas al capricho de los chicos, pues tenían que estar reglamentadas. Después de muchas horas de azada y alguna de Gramática, los padres senadores cogían a los hijos de la mano y les conducían a la curia, ante el Foro, donde la Asamblea celebraba sus sesiones o senatoconsulti. Y allí, en aquellos bancos, en silencio, los nulos romanos desde los siete u ocho años de edad, oían debatir los grandes problemas del Estado, de la Administración, las alianzas, las guerras, y se moldeaban sobre aquel estilo grave y solemne que constituyó su principal característica (y que tan aburridos los hacía).



 Mas el definitivo perfeccionamiento a su formación lo daba el Ejército. Cuanto más rico era un ciudadano, tantos más impuestos tenía que pagar y tantos más años de servicio que cumplir. Para quien quisiera ingresar en una carrera pública, el mínimo eran diez. Y, por lo tanto, solamente los ricos podían emprenderla porque sólo ellos podían pasar tanto tiempo lejos de la propiedad o de la tienda. Pero también quien se contentaba con ejercer sus propios derechos políticos, o sea votar, tenía que haber sido soldado. Y, de hecho, era como tal, esto es, como miembro de la centuria, como tomaba parte en la Asamblea Centuriada, el máximo cuerpo legislativo del Estado, dividido, como hemos dicho, en sus cinco clases.

 

La primera tenía noventa y ocho centurias, de las cuales dieciocho eran de caballería y el resto de infantería pesada, en la que cada uno se alistaba armado a sus propias expensas de dos lanzas, un puñal, una espada, un yelmo de bronce, la coraza y el escudo, que faltaban, en cambio, a la segunda clase, idéntica en todo el resto a la primera. La tercera y la cuarta carecían de todo instrumento de defensa (yelmo, coraza y escudo). Los de la quinta iban armados solamente de palos y piedras. La unidad fundamental de aquel ejército era la legión, constituida por cuatro mil doscientos infantes, trescientos jinetes y varios grupos auxiliares. El cónsul mandaba dos, esto es, cerca de diez mil hombres. Cada legión tenía su estandarte y era cuestión de honor para cada soldado impedir que cayese en manos del enemigo. De hecho, y cuando veían que la cosa se ponía fea, lo empuñaban los oficiales, quienes se lanzaban hacia delante. La tropa, para defenderlo, le seguía. Y muchas batallas que iban mal, fueron remediadas así, en el último momento.


En los primeros tiempos, la legión estaba dividida en falanges, seis sólidas líneas de quinientos hombres cada una. Después, para hacerla más manejable, en grupos de dos centurias. Mas lo que constituía la fuerza de aquel Ejército no era lo orgánico: era la disciplina. El cobarde era azotado hasta morir. 


Y el general podía decapitar a cualquiera, oficial o soldado, por la menor desobediencia. A los desertores y ladrones se les cortaba la mano derecha. Y el rancho consistía en pan y legumbres. Estaban tan habituados a esta dieta, que los veteranos de César, un año de carestía de trigo, se quejaron de verse obligados a comer carne.

 

Se ingresaba en filas a los dieciséis años, cuando en nuestros tiempos se comienza a pensar en las chicas. Los romanos de dieciséis años, en cambio, tenían que pensar en el regimiento, donde se les acogía y se les acababa de formar.



 La disciplina era —tan dura y el trabajo tan pesado, que todos preferían el combate. Para aquellos muchachos la muerte no era un gran sacrificio. Y por esto la afrontaban con tanto desenfado.



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IMÁGENES DEL JOVEN OCTAVIO ( SERIE "ROMA" DE HBO ):














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