El
problema que no compartió con sus secretarios por medio del dictado fue el
destino de Roma en su ausencia, motivo de angustia desde que la situación en
Siria le había hecho comprender que no había más remedio que eliminar el reino
de los partos, o el ámbito del Mare Nostrum dejaría de ser occidental. Saberse
el único capaz de invadir y aplastar al imperio parto no era una muestra de vanidad desmesurada, sino de conocimiento de sí mismo, de su propia voluntad,
capacidades y genio. Nada tenía que ver la verdad con la vanidad.
Si
César no conquistaba a los partos, no sólo seguirían siendo una amenaza, sino
que a la larga invadirían el mundo occidental. El don que les faltaba a la
mayoría de los políticos, a César le sobraba: el de la previsión. Veía
desplegarse en su cerebro los siglos por venir, y pensaba más en ellos que en
los que ya estaban consignados en los libros de historia. Los partos eran un
conjunto belicoso y dispar de pueblos remotamente emparentados, unidos bajo un
rey y un gobierno central. En el fondo se parecían a Roma, con la diferencia de
que en Roma no había rey. Si llegaba a darse el
caso de que un solo hombre, con una idea clara, uniese a los pueblos de aquel
vasto imperio y los dotase de una sola manera de pensar, no habría ninguna
civilización que se les resistiese. El único que podía impedirlo era César;
nadie más que él tenía la amplitud de miras necesaria para darse cuenta de lo
que se avecinaba.
Lo
malo era que Roma no constituía un todo indisociable; de ahí que en ausencia de
César se convirtiese en un problema mayúsculo. César había decidido que la
única manera de impedir la desintegración de lo que había conseguido hasta la
fecha era dotar al corazón del universo de un sistema de controles y
equilibrios encaminado a evitar que cualquier otro hombre hiciera lo mismo que
él. Ya lo había intentado Sila promulgando una nueva constitución, pero sólo
había durado quince años porque no era nueva, sino una tentativa de volver al
pasado.
La
solución de César era más compleja. En ese momento, la res publica estaba
en condiciones muy superiores a las del inicio de su primera dictadura. Las
leyes se estaban asentando, y eran buenas, aunque no se lo parecieran a algunos
de la Primera Clase. El comercio se había recuperado tanto que ya no había
agitadores que pidiesen la cancelación general de las deudas. La solución de
César a los problemas financieros de la capital había beneficiado tanto a los
deudores como a los acreedores, y unos y otros la aclamaban. Por primera vez en
varias décadas funcionaban los tribunales, no había pegas con los jurados,
resultaba más difícil defenderlos privilegios, las asambleas empezaban a
entender su papel en el gobierno de Roma, y existían menos posibilidades de que el Senado quedara bajo el dominio de un grupo
reducido, como el de los boni.
En
realidad, el problema no radicaba en ningún grupo en especial. Si algún fallo
había cometido
César, era el de haberlo realizado todo prácticamente en solitario, como
autócrata. Porque había otras personas que se consideraban capaces de lo mismo.
La larga duración de la dictadura de César había generado un cambio de
ambiente; él lo sabía, pero no encontraba la manera de solucionarlo, como no
fuera siendo dictador hasta la muerte y esperando que Roma, para entonces, hubiera
aprendido bastante como para no retroceder, sino seguir progresando. ¿Hacia
dónde? Eso no lo sabía. Lo único que estaba en su mano era demostrar el acierto
de los cambios que había introducido, y confiar en que sus sucesores apreciaran
su valía con la claridad necesaria para conservarlos.
Nada
de ello solucionaba el problema de sus cinco años de ausencia. Al principio le
había parecido que lo más conveniente era llevarse a Marco Antonio, que por
naturaleza era propenso a los abusos de poder; Antonio, sin embargo, había
creado problemas con las legiones, y había pretendido controlar el ejército
para convertirse en el primer hombre de Roma, cuando no en su dictador. Llevarse a Antonio, por lo tanto, significaba arriesgarse a importantes motines
en cuanto surgiesen las primeras dificultades. Podía repetirse lo de la
expedición de Lúculo y Clodio al este de Anatolia. No, a Antonio mejor dejarle
en Roma. Para eso había que nombrarle cónsul, y a continuación darle un mando
proconsular para alejarlo de Italia en calidad de general de un ejército propio,
a fin de distraerle de los asuntos italianos.
Pero
¿cómo controlar al cónsul Antonio? Lo primero que debía hacer César era seguir siendo
dictador, y, en consecuencia, dejar todas las fuerzas que quedasen en Italia
bajo el control de un Maestro del Caballo. Que nunca volvería a ser el propio
Marco Antonio. Un excelente candidato era Lepido; la pega era que insistiría en
asumir el gobierno de alguna provincia, y tendría que sustituirle Calvino como
Maestro del Caballo. Lo segundo era cerciorarse de que Antonio fuera el cónsul
inferior. El superior sería el propio César, hasta partir para Oriente.
Después, el cónsul superior tendría que ser una persona hostil a Antonio,
alguien que tuviera mucho gusto en controlarle hasta verle partir a Macedonia
como procónsul. En el fondo sólo había un candidato: Publio Cornelio Dolabela.
Por
otro lado, ni en Italia ni en la Galia Cisalpina habría guarniciones compuestas
por legiones
de veteranos. A la hora de dotar militarmente a las provincias, César
recurriría a las legiones profesionales que no se llevase con él, y dentro del
semicírculo de los Alpes limitaría la actividad militar al reclutamiento y la
instrucción. Sexto Pompeyo estaba en Hispania, luchando contra Carrinas, y no
se rendiría fácilmente. Por sí solo no representaba una gran amenaza, pero aun así
era necesario dotar a las Hispanias y las Galias de gobernadores enérgicos;
hombres de su plena confianza, que no albergasen simpatías hacia Marco Antonio.
( C.
McC. )
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