Habían
pasado tantos años desde que César se marchó a la Galia, años en los que se acostaba
sola y rechinaba los dientes mientras aporreaba con los puños la almohada.
Amándolo, deseándolo, necesitándolo. Lánguida de amor, mojada por el deseo, hambrienta
de la necesidad. Aquellas feroces confrontaciones, duelos de voluntad e
ingenio, guerras de fuerza. Oh, y la exquisita satisfacción de saberse vencida,
de medirse con un hombre y ser aplastada por él, dominada, castigada,
esclavizada; estando completamente segura del alcance de sus propias habilidades
e inteligencia... ¿Qué más podía pedir una mujer que un hombre que inspiraba
respeto? ¿Quién era más que ella, y sin embargo aún estaba atado a ella por
algo más tangible que sus cualidades de mujer? César, César...
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