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jueves, 25 de junio de 2015

EL DICTADOR CAYO JULIO CÉSAR, VERSUS EL DICTADOR LUCIO CORNELIO SILA, AMBOS CON PROPÓSITOS DE RESTAURAR UNA ROMA ARRUINADA POR LAS GUERRAS CIVILES



Cuando años atrás Sila hubo regresado de Oriente con su legendaria belleza totalmente arruinada para marchar sobre Roma por segunda vez, fue nombrado (por decisión propia, cosa que prefería no mencionar) dictador de Roma.



Durante varias nundinae pareció no hacer nada. Pero unas cuantas personas especialmente observadoras advirtieron la presencia de un hosco anciano que embozado con una capa se paseaba por la ciudad, desde la puerta de Colina hasta la puerta de Capena, desde el circo Flaminio hasta el Ager. Era Sila, recorriendo pacientemente miserables callejones y calles principales para ver con sus propios ojos cuáles eran las necesidades de Roma, y para decidir de qué modo él, el dictador, iba a restaurarla, quebrantada como estaba tras veinte años de guerras civiles y de contiendas con países extranjeros.

 

Ahora el dictador era César, un hombre más joven que conservaba aún su belleza, y también César se paseó desde la puerta de Colina hasta la puerta de Capena, desde el circo Flaminio hasta el Ager, por miserables callejones y calles principales, para ver con sus propios ojos cuáles eran las necesidades de Roma, y para decidir de qué modo él, el dictador, iba a restaurarla, quebrantada como estaba tras cincuenta y cinco años de guerras civiles y de contiendas con países extranjeros.

 

Ambos dictadores habían vivido de niños en los peores barrios de la ciudad, habían visto de primera mano la pobreza, la delincuencia, la corrupción, la injusticia, la desenfadada aceptación del destino que parecía propia del temperamento romano. Pero en tanto que Sila había anhelado retirarse al mundo de la carne, César sólo sabía que mientras viviera debía seguir trabajando. Su solaz era el trabajo, ya que su fuerza vital era intelectual; en su interior no anidaban los poderosos impulsos de la carne que pedían ser satisfechos, como le había ocurrido a Sila.

 

No necesitaba el anonimato de Sila. César se paseó sin rebozo y con gusto se detuvo a escuchar a todos, desde los viejos que vigilaban las letrinas públicas a la última generación de Decumii que dirigía a las bandas que vendían protección a las tiendas y los pequeños negocios. Habló con libertos griegos, con madres que llevaban niños de la mano y cargaban cestas de frutas y verduras, con judíos, con ciudadanos romanos de Cuarta y Quinta Clase, con jornaleros del censo por cabezas, con maestros, con vendedores ambulantes, panaderos, carniceros, herbolarios y astrólogos, con caseros e inquilinos, con creadores de imágenes de cera, escultores, pintores, médicos y comerciantes. En Roma, parte de estas personas eran mujeres, que trabajaban como alfareras, carpinteras, médicas, en toda clase de oficios; sólo las mujeres de la clase superior no estaban autorizadas a ejercer profesiones o participar en el comercio.

 

Él mismo era casero; aún era propietario del edificio de apartamentos de Aurelia, ahora a cargo del hijo mayor de Burbundo, Cayo Julio Arverno, también gerente de sus negocios. Arverno (nacido libre), medio germano y medio galo, había sido instruido personalmente por la madre de César, que tenía más facilidad para los números y las cuentas que nadie a quien César hubiera conocido, incluidos Craso y Bruto. Así que conversó largamente con Arverno.



En esto consiste todo, pensó exultante al abandonar la compañía de Arverno: dos ex esclavos absolutamente bárbaros, Burbundo y Cardixa, habían traído al mundo siete hijos absolutamente romanos. Quizás habían tenido algunas ventajas: amos que liberaban a sus esclavos como era debido y los empadronaban en tribus rurales para que pudieran votar, los educaban y los alentaban a adquirir una posición; pero con todo y con eso, eran romanos hasta la médula.

 

Y si eso daba resultado, como era obvio que así era, ¿por qué no lo contrario? Coger del censo por cabezas a romanos demasiado pobres para pertenecer a una de las cinco clases, y embarcarlos para que se establecieran en lugares extranjeros: llevar Roma alas provincias, sustituir el griego por el latín como lingua mundi. El viejo Cayo Mario había intentado hacerlo, pero eso iba contra el mos maiorum, echaba a perder la exclusividad romana. Bueno, desde entonces habían transcurrido sesenta años, y las cosas habían cambiado. Mario acabó perdiendo el juicio, se convirtió en un loco asesino. En cambio, César tenía una mente cada vez más aguda, y César era el dictador: no había nadie que lo contradijera, y menos ahora que los boni no eran una fuerza política.


( C. McC.)

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