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miércoles, 27 de mayo de 2015

EN LAS CALLES DE ROMA




Roma no se contentaba con ofrecer a la admiración de sus visitantes el majestuoso espectáculo de su grandeza. Centro del Imperio, una muchedumbre variopinta y pintoresca se apretujaba en sus calles. 



La doble realidad de la ciudad no era su menor atractivo: A los pies del ordenado conjunto de monumentos, las calles tortuosas y estrechas presentaban el aspecto heteróclito de una ciudad oriental: Asnos que arrastraban carretas tambaleantes junto a pesados carros tirados por bueyes.



En las tabernas se reponían los marineros, y pequeños albergues ofrecían a los peregrinos frescor, descanso y manjares variados (pan y queso o apetitosos guisados).



Los indigentes, numerosos en la ciudad, no podían aspirar a tales gollerías, siendo su principal recurso
el trigo distribuido gratuitamente por la annona, una organización que aseguraba el aprovisionamiento de la ciudad, necesario a causa de la regresión del cultivo de los cereales en Italia desde finales de la República.




El trigo era transportado desde las diversas provincias y vendido en Roma a precios fijos, o repartido entre los ciudadanos más pobres.



Los más afortunados podían degustar ostras, gallinas con espárragos, chuletas de cabrito, jabalí, y pato silvestre. Los pasteles de pollo acompañaban a las tetillas de cerda, al natural o en ragú, siendo regados estos manjares con vinos de Samos, de Falerno o de Masica.




Los distintos platos eran expuestos a la vista de los transeúntes, en las muchas pequeñas tabernas que bordeaban las calles.



Y para los aristócratas, los comerciantes exhibían espejos, marfiles delicadamente labrados, orfebrería y perfumes.


Las costureras elaboraban valiosas túnicas para las damas; los zapateros trabajaban el cuero con destreza, siendo los tacones muy apreciados por las damas. Había también mercaderes de pieles, que las hacían llegar de la Galia o de Germania.


En cuanto a las joyas, ocupaban un lugar importante en la artesanía. Las patricias sentían pasión por los adornos deslumbrantes y sus esposos amaban las piedras preciosas.




Tiberio había intentado poner freno a estos excesos, pero tuvo que renunciar, porque la supresión del comercio de lujo hubiera amenazado con precipitar a Roma en una crisis económica.



Apenas puede hablarse de una industria romana: Las grandes empresas habrían arruinado a los artesanos, y ya las masas ciudadanas contaban con numerosos parados.







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