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domingo, 31 de mayo de 2015

CÉSAR A CINNILLA, SU PRIMERA ESPOSA



-Qué preciosa eres, esposa, y qué bien hecha -dijo él, tocándole los senos turgentes de pezones casi dorados como su piel. Ella le devolvió las caricias entre suspiros.


César la abrazó, la besó, para deleite de ella que tanto lo había ansiado en sueños, y comprobaba que era mejor en la realidad; le entregó su boca, le devolvió los besos, le acarició y se vio tumbada en la cama a su lado, con su cuerpo respondiendo con deliciosos espasmos y estremecimientos a aquel contacto pleno con el cuerpo del hombre. Descubría que la piel de él era casi tan sedosa como la suya y el gusto que le procuraba aquel contacto encendió su deseo.




Aunque sabía exactamente lo que tenía que suceder, la imaginación no podía compararse a la realidad. Hacía tantos años que le amaba, que era el centro de su existencia, que ser su esposa auténtica, además de legal, era una maravilla. Valía la pena haber tenido que esperar; una espera que formaba parte de aquel estado de exaltación. Sin prisas, César aguardó a que estuviera a punto y no hizo ninguna de aquellas fantasías que habían nutrido sus sueños de virgen. Le causó algo de daño, pero no al extremo de interrumpir aquella excitación en aumento. Sentirle dentro era lo mejor de todo, y le retuvo así hasta que un espasmo mágico e inesperado sacudió su ser. Aquello no se lo había advertido nadie, pero ahora comprendía que era eso precisamente lo que hacía que las mujeres quisieran seguir casadas.




-¡Qué estupendo estar casado por fin! -dijo César.




-Pues sí -añadió Cinnilla, que tenía el aspecto feliz y esplendoroso de cualquier novia tras la noche de bodas.




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