La
Lupercalia era una de las fiestas más antiguas y apreciadas en Roma, y sus
arcaicos rituales
estaban cargados de alusiones sexuales que ofendían al segmento más mojigato de
las clases altas, que prefería no asistir.
En la
esquina del promontorio del monte Palatino que daba al extremo del Circo Máximo
y el Foro Boario, había una cueva y un manantial, y el lugar se conocía como
Lupercal. Allí, junto al santuario del Genius Loci y bajo un viejo roble
(aunque en otros tiempos había sido una higuera), la loba había amamantado a
los gemelos abandonados Rómulo y Remo. Rómulo fundó después la ciudad original
en el Palatino y ejecutó a su hermano por alguna extraña razón descrita como «saltar
los muros». Una de las chozas de paja de Rómulo se conservaba aún en el
Palatino, al igual que el pueblo de Roma todavía veneraba la gruta del Lupercal
y rezaba al espíritu de Roma, el Genius Loci. Todo esto había sucedido
seiscientos años atrás, pero los ritos continuaban vivos, y nunca con mayor fuerza que durante la Lupercalia.
Los
hombres de los tres colegios de luperci se reunieron en la gruta, y ante
su entrada, desnudos,
sacrificaron varios machos cabríos y un perro. Los tres prefectos de los luperci,
los Julios, los Fabios y los Quintilianos, supervisaron el degüello de los animales
y luego observaron cómo los hombres se limpiaban los cuchillos ensangrentados
en la frente, prorrumpiendo en las carcajadas de ritual.
Ninguno
de los dos jefes rió tanto como Marco Antonio, mientras parpadeaba para
quitarse la sangre de los ojos, hasta que los miembros de su equipo se la
limpiaron con bolas de lana impregnadas de leche. Despellejaron a los machos
cabríos y al perro, y cortaron los trozos de cuero ensangrentados en tiras que
los luperci se enrollaron alrededor de las caderas, asegurándose de que
una parte de este espantoso ropaje fuera lo suficientemente larga como para usarla
como un látigo.
Entre
los varios miles de personas que acudían a la Lupercalia, sólo unos pocos
podían ver esta parte de la ceremonia, bien situándose entre los pilares de las
casas que estaban por encima, bien encaramados en los techos de los templos y
los santuarios que estaban por debajo; el Palatino se hallaba demasiado
abarrotado de gente.
Cuando
los luperci se hubieron vestido, ofrecieron pequeñas pastas saladas,
llamadas mola salsa, a las deidades sin rostro que salvaguardaban al
pueblo de Roma. Las pastas las hacían las vírgenes Vestales, a partir de
las primeras espigas de la última cosecha del Lacio, y constituían el verdadero
sacrificio. Los machos cabríos y el perro degollados tenían la única función,
aunque también fuera ritual, de proveer de atavío a los luperci.
Después, las tres docenas de hombres, atléticos y sanos, se sentaron en
el suelo y degustaron un «banquete» rociado con vino aguado. En realidad
era una comida frugal porque, en cuanto terminaban, los luperci comenzaban
su carrera de tres kilómetros.
Con
Antonio a la cabeza, bajaron la escalera de Caco desde la Luperca para mezclarse desordenadamente
entre la multitud, riéndose mientras asían las correas de piel y daban
latigazos al gentío. La multitud les abrió paso y ellos comenzaron a correr
hacia lo alto del Palatino, por el lado del Circo Máximo, doblando por una
esquina para tomar la ancha avenida de la Via Triumphalis, bajando hacia
los pantanos de los Palus Cerioliae; luego subieron hasta el Velia, en lo alto
del Foro romano, bajaron por el Foro hasta la tribuna de la Via Sacra y
terminaron retrocediendo hacia el primer templo de Roma, el antiguo y pequeño Regia.
A
medida que avanzaban, la carrera se hacía cada vez más difícil porque la
multitud se cerraba ante ellos, dejando apenas espacio para que pasaran de uno
en uno, y la gente se cruzaba constantemente ofreciéndose para recibir los latigazos
de los luperci.
Los
latigazos tenían un propósito solemne: quienquiera que fuera golpeado tenía la certeza
de que procrearía. Por eso, aquellos que deseaban con ansia tener un hijo,
tanto hombres como mujeres, rogaban que los dejaran mezclarse entre la multitud
para que alguno de los luperci pudiera alcanzarle con su sangriento
látigo. Antonio no ponía en duda esta creencia.
La madre de Fulvia, Sempronia,
la hija de Cayo Graco, había llegado a los treinta y nueve años sin tener
hijos; como no sabía qué más hacer, fue a la Lupercalia y recibió un latigazo.
Nueve meses después dio a luz a Fulvia, la
única hija que tuvo. De modo que Antonio flagelaba y azotaba generosamente con
su correa de cuero a pesar del esfuerzo adicional que suponía, mientras reía
estridentemente, se detenía
a beber el agua que algún alma caritativa de entre la multitud le ofrecía y se
lo pasaba en grande.
Sin
embargo, Antonio daba al gentío mucho más que eso. En cuanto la gente lo veía, empezaba
a gritar y se desvanecía enloquecida, pues él era el único lupercio que
no se había tapado los genitales con los trozos de piel. El pene más formidable
y el escroto más grande de Roma estaban allí, a la vista de todo el mundo: era
un auténtico espectáculo. Estaban todos encantados y gritaban: «¡Oh, oh, oh,
azótame, azótame!»
Hacia
el final de la carrera, los lupercios descendieron por la colina hacia
la parte baja del Foro, con Antonio todavía en cabeza. Más allá, sentado en la
silla curul, en la tribuna, se hallaba el dictador César, que, por una vez, no
estaba enfrascado en ninguna tarea administrativa. También él reía, hacía
chistes e intercambiaba chanzas con la gente que se apiñaba a su alrededor.
Cuando vio a Antonio, dijo algo gracioso, obviamente, sobre los genitales
expuestos, provocando la hilaridad de los hombres y las mujeres. Una mentula
muy perspicaz, César, nadie podría negarlo. ¡Muy bien, César, toma un azote
para ti también!
Al
llegar al pie de la tribuna, Antonio tendió el brazo izquierdo y cogió algo que
le pasó alguien; de pronto, subió los escalones y, tras detenerse detrás de
César, intentó ponerle una cinta blanca alrededor de la cabeza, que ya estaba
coronada con hojas de roble. César reaccionó con la rapidez del rayo. La cinta
cayó a sus pies, sin estropear la corona de roble. Con la cinta en la mano derecha,
la levantó y habló a la multitud con voz estentórea: ¡Júpiter óptimo Máximo es el único rey de
Roma!
( C.
McC. )
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