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jueves, 18 de diciembre de 2014

EL CADÁVER DE CÉSAR EN EL SENADO




En cuanto el primer pedarius salió como una flecha de la Curia Pompeya gritando que César había sido asesinado, Marco Antonio lanzó un alarido y echó también a correr, abandonando el peristilo en dirección a la ciudad. Desconcertado por la inesperada reacción de Antonio, Trebonio corrió tras él, diciéndole que se detuviera, que regresara y convocara al Senado. Pero ya era demasiado tarde. Dolabela y sus lictores huían, al igual que los senadores, los esclavos... y los Libertadores. Lo único que Trebonio podía hacer era tratar de atrapar a Antonio.


Dentro, el silencio era absoluto. Incapaz de contemplar lo que yacía a sus pies, la estatua de Pompeyo miraba por encima de la sala hacia las puertas abiertas, sus pupilas eran dos pequeños puntos frente a aquel cegador resplandor, porque el artista había elegido darles un intenso azul. César estaba acurrucado sobre el costado derecho, el rostro cubierto por un pliegue de la toga. La sangre por fin había dejado de fluir, pero formaba una pequeña cascada a un lado del estrado. De vez en cuando entraba un pájaro, aleteaba en vano en torno a los rosetones del techo hasta que la luz lo atraía de nuevo al exterior, a la libertad. Pasaron las horas, pero nadie se atrevió a entrar. César y Pompeyo no se movieron.


( C. McC. )

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