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domingo, 30 de noviembre de 2014

ASESINATO DE CNEO POMPEYO MAGNO, POR PARTE DEL TRAIDOR ROMANO CENTURIÓN LUCIO SÉPTIMIO, EN COMPLICIDAD CON EL EGIPCIO GENERAL ACHILLAS




Llegó el alba. Pompeyo, Sexto y Cornelia comieron pan rancio con esa falta de entusiasmo que una dieta monótona hace inevitable y bebieron agua que tenía un sabor algo salobre.

-Esperemos que por lo menos podamos abastecer nuestros barcos en Pelusio -comentó Cornelia.

Felipe, el esclavo liberto, apareció muy sonriente.

-¡Cneo Pompeyo, ha llegado una carta del rey de Egipto! ¡Hermoso papel!

Pompeyo rompió el sello, extendió la única hoja de caro papiro (sí, desde luego era un papel hermoso) murmurando algo entre dientes mientras recorría el breve texto en griego y luego levantó la vista.

-Bueno, van a concederme audiencia. Un bote me recogerá dentro de una hora. -Pareció sobresaltado-. ¡Oh, dioses, necesito un afeitado y mi toga praetexta! Felipe, envíame a mi criado, por favor.

Estaba de pie, adecuadamente vestido con la túnica de procónsul del Senado y el pueblo de Roma; Cornelia Metela y Sexto estaban uno a cada lado. Todos esperaban a que alguna barca maravillosamente decorada con oro y con la vela de color púrpura acudiera desde la costa.

 

-Sexto -dijo Pompeyo de pronto.

-¿Sí, padre?

-¿Y si te buscas algo que hacer durante unos momentos?

-¿Qué?

-¡Vete a orinar por la borda al otro lado, Sexto! ¡O a hurgarte la nariz! ¡Cualquier cosa que me permita quedarme a solas con tu madrastra un rato!

-¡Ah! -exclamó Sexto sonriendo-. Sí, padre, claro. Por supuesto, padre.

-Sexto es un buen muchacho, aunque un poco espeso -observó Pompeyo.

Tres meses atrás Cornelia hubiera encontrado aquella conversación pueril, pero aquel día se echó a reír.

 -Anoche me hiciste un hombre muy feliz, Cornelia -le dijo Pompeyo mientras se acercaba a ella lo suficiente como para tocarle el costado.

-Tú me hiciste a mí una mujer muy feliz, Magno.

 

-Quizás, amor mío, deberíamos hacer más viajes por mar juntos. No sé qué habría hecho sin ti desde Mitilene.

-Y sin Sexto -puntualizó ella rápidamente-. Es un muchacho maravilloso.

-¡Y más de tu edad que yo! Mañana cumpliré cincuenta y ocho años.

-Lo quiero mucho, pero Sexto es un muchacho. Me gustan los hombres mayores. En realidad he llegado a la conclusión de que tú tienes exactamente la edad adecuada para mí.

-¡En Serica será maravilloso!

-Eso creo.

Se apoyaron el uno en el otro con afecto hasta que regresó Sexto con el ceño fruncido.

-Ha pasado ya más de una hora, padre, pero no veo ninguna barcaza real. Sólo ese bote.

-Pues se dirige hacia nosotros -indicó Cornelia Metela.

-Entonces, a lo mejor es ésa -observó Pompeyo.

-¿Para recogerte a ti? ¡Ni hablar! -sentenció su esposa en tono helado.

-Debes recordar que ya no soy el primer hombre de Roma. Sólo un viejo procónsul romano cansado.

-¡Pues para mí no eres eso! -le aseguró Sexto hablando entre dientes.

La barca de remos, en realidad poco mayor que un bote, estaba ya al lado del barco; el hombre con coraza que iba en la popa levantó la cabeza.

-¡Busco a Cneo Pompeyo Magno! -gritó.

-¿Quién pregunta por él? -preguntó Sexto.

-El general Achillas, comandante en jefe del ejército del rey de Egipto.

-¡Sube a bordo! -gritó Pompeyo señalando hacia la escalera de cuerda.

 

Cornelia Metela apretaba con ambas manos el antebrazo de Pompeyo. Éste la miró sorprendido.

-¿Qué te pasa?

-¡Magno, esto no me gusta! ¡Sea lo que sea lo que quiera ese hombre, dile que se vaya! ¡Por favor, levemos el ancla y vayámonos! ¡Prefiero vivir a base de pan rancio todo el trayecto hasta Utica que quedarme aquí!

-Sssh, no pasa nada -la tranquilizó Pompeyo desprendiéndose de las manos de su esposa mientras Achillas subía fácilmente por la escala y saltaba por la barandilla. Se adelantó hacia ellos con una sonrisa en los labios-. Bienvenido, general Achillas. Soy Cneo Pompeyo Magno.

 

-Eso veo. Un rostro que todo el mundo reconoce. ¡Tus estatuas y bustos están por todo el mundo! Incluso en Ecbatana, según dicen los rumores.

-No por mucho tiempo. Yo diría que ahora mismo estarán derribándome a mí y poniendo a César.

-No en Egipto, Cneo Pompeyo. Tú eres el héroe de nuestro pequeño rey, él siempre sigue tus andanzas con avidez. Está tan nervioso con la perspectiva de conocerte que anoche no consiguió dormir.

-¿No podías haber traído nada mejor que un bote? -le preguntó Sexto en tono de sentirse
desairado.

 

-Ah, bueno, eso se debe al caos que hay en el puerto -les informó Achillas con amabilidad-. Hay barcos de guerra por todas partes. Uno de ellos chocó contra la barcaza del rey por accidente y desgraciadamente la agujereó. ¿Y cuál ha sido el resultado? Pues éste.

-No me mojaré la toga, ¿verdad? No puedo reunirme con el rey de Egipto con pinta de harapiento -le indicó Pompeyo, que comenzó a hablar con jovialidad.

-Llegarás seco como un hueso viejo -le aseguró Achillas.

-¡Magno, por favor, no! -le susurró Cornelia Metela.

-Yo estoy de acuerdo con ella, padre. ¡No vayas en este insulto!

-Verdaderamente han sido las circunstancias las que han dictado el medio de transporte, nada más -les aseguró Achillas revelando al sonreír que había perdido dos de los dientes delanteros- . Pero mira, he traído conmigo un rostro que te es familiar para calmar así cualquier temor que puedas tener. ¿Ves a ese tipo de ahí vestido de centurión?



Pompeyo no tenía muy buena vista últimamente, pero había aprendido que si cerraba uno de ellos en sus tres cuartas partes, el otro enfocaba debidamente. Llevó a cabo ese truco y lanzó un enorme alarido picentino de júbilo; un alarido galo, lo habría llamado César.

 

-¡Oh, no me lo puedo creer! -Se dio la vuelta hacia Cornelia Metela y Sexto con el rostro iluminado-. ¿Sabéis quién es ése que está ahí abajo en la barca? ¡Lucio Septimio! ¡Un primus pilus fimbriano de los viejos tiempos de Ponto y Armenia! Lo condecoré varias veces, y luego él y yo fuimos caminando hasta llegar casi al mar Caspio. Pero nos volvimos porque no nos gustaron los reptiles. ¡Vaya! ¡Lucio Septimio!

Después de aquello parecía una vergüenza echarle a perder el júbilo. Cornelia Metela se contentó con advertirle que tuviera cuidado, mientras Sexto tenía una conversación con los dos centuriones de la primera legión que habían insistido en ir con él cuando encontraron a Pompeyo en Pafos.

 

-No lo perdáis de vista -les susurró Sexto.

-¡Venga, Felipe, date prisa! -le pidió Pompeyo mientras saltaba por la barandilla sin hacerse un lío a pesar de la toga con los ribetes de púrpura.

Achillas, que había bajado el primero, acompañó a Pompeyo al único asiento que había en la proa.

-Es el lugar más seco -le dijo.

 

-¡Septimio, sinvergüenza, ven a sentarte aquí, justo detrás de mí! -le pidió Pompeyo mientras se colocaba pulcramente-. ¡Oh, qué placer verte! Pero ¿qué haces tú en Pelusio?

Felipe y el esclavo de Pompeyo se sentaron en la parte central del barco, entre dos de los seis remeros, con los dos centuriones de Pompeyo detrás de ellos y Achillas en la popa.

-Me retiré aquí después de que Aulo Gabinio dejó una guarnición en Alejandría -le explicó Septimio, un veterano muy canoso y ciego de un ojo-. Todo se hizo añicos después de un roce con los hijos de Bíbulo... bueno, tú ya sabes eso. A los soldados rasos los enviaron a Antioquía y a los cabecillas los ejecutaron a todos, pero al general Achillas se le antojó quedarse con los centuriones. Así que aquí estoy, de primus pilus en una legión llena de judíos.

 

Pompeyo estuvo charlando con él durante un buen rato, pero la travesía era muy lenta y
 estaba un poco preocupado con el discurso que tenía que hacer; redactar un discurso florido en griego para pronunciarlo ante un muchacho de doce años le había resultado bastante difícil. Se dio la vuelta en el asiento que ocupaba en la proa y llamó a Felipe.

-Pásame el discurso, ¿quieres?

Felipe le pasó el discurso. Pompeyo lo desenrolló, se encorvó y empezó a repasarlo de nuevo. La playa apareció de pronto; había estado tan absorto en el discurso que no se percató de su proximidad.

-¡Espero que alejemos esta cosa del agua lo bastante para que no me enfangue los zapatos! - comentó, y se echó a reír mirando a Septimio mientras se sujetaba a causa de la sacudida.

 

Los remeros lo hicieron bien, la barca subió por la playa sucia y enfangada más allá de la línea del agua y se detuvo en terreno llano. ¡Arriba!, se dijo Pompeyo a si mismo, curiosamente feliz. La noche con Cornelia había sido sensual, seguro que vendrían más noches sensuales y tenía ilusión por llegar a Serica y empezar una nueva vida en un lugar donde un viejo soldado podía enseñar a un pueblo exótico los trucos romanos. Decían que allí había hombres a quienes la cabeza les crecía en el pecho, hombres con dos cabezas, hombres con un ojo, serpientes marinas... Oh, ¿qué no podría encontrar él más allá del sol naciente? ¡Puedes quedarte con el Oeste, César! ¡Yo me voy al Este! ¡A Serica y a la libertad! ¿Qué saben o qué les importa a los de Serica el Piceno, qué saben o qué les importa Roma? ¡A los habitantes de Serica un advenedizo picentino como yo les parecerá lo mismo que cualquiera de los julios o de los cornelios!

 

Entonces algo se rasgó, crujió y se rompió. Pompeyo, que ya tenía medio cuerpo fuera del bote, volvió la cabeza y vio a Lucio Septimio justo detrás de él. Un líquido caliente le chorreaba por las piernas y, durante unos instantes, Pompeyo pensó que debía de haberse orinado, pero luego el olor inconfundible le llegó a la nariz. Era sangre. ¿Suya? ¡Pero no sentía dolor alguno! Las piernas le cedieron y cayó cuan largo era en el barro sucio y seco. ¿Qué es esto? ¿Qué me está pasando? Más que verlo, sintió que Septimio le daba la vuelta, notó una espada que se alzaba por encima de su pecho. Soy un noble romano. No deben verme la cara mientras muero. ¡Debo morir como un noble romano!

 

Pompeyo hizo un último esfuerzo convulsivo. Con una mano se tiró de la toga púdicamente hacia abajo para cubrirse los muslos, con la otra se tapó la cara con uno de los pliegues. La punta de la espada penetró en su pecho con fuerza y destreza. Pompeyo no se movió más.

 

Achillas intentó apuñalar a los dos centuriones por la espalda, pero es difícil matar a dos hombres a la vez. Comenzaron a pelear y los remeros de la parte posterior se acercaron para ayudar.

Todavía pegados a sus asientos, Felipe y el esclavo se dieron cuenta de pronto de que iban a morir. Se levantaron de un salto, salieron del bote y huyeron.

-Yo iré tras ellos -dijo Septimio con un gruñido.

-¿Por dos griegos tontos? -le preguntó Achillas-. ¿Qué pueden hacer?

 

Un pequeño grupo de esclavos esperaba cerca de allí con una gran vasija de barro a los pies. Achillas levantó la mano y los esclavos cogieron la vasija, que parecía muy pesada, y se acercaron.

Mientras tanto Septimio apartó la toga del rostro de Pompeyo y dejó al descubierto sus facciones: pacíficas, sin estropear. Puso la punta de la espada ensangrentada debajo del cuello de la túnica con la ancha franja granate en el hombro derecho y la rasgó hasta la cintura. El segundo golpe había sido certero, la herida estaba en el corazón.

 

-Es un poco difícil cortar una cabeza si tiene el cuerpo asi -observó Septimio- Que alguien se encargue de traerme un tajo de madera.

Encontraron el tajo de madera. Septimio lo colocó bajo el cuello de Pompeyo, levantó la espada y dio un tajo. Pulcro y limpio. La cabeza rodó un poco y el cuerpo cayó en el barro.

-Nunca pensé que sería yo quien lo matara. Es extraño, eso... un buen general, tal como están los generales... pero vivo no me sirve de nada. ¿Queréis la cabeza en esa tinaja?

Achillas asintió, más conmovido que aquel centurión romano. Cuando Septimio levantó la cabeza sujetándola por el abundante cabello plateado, Achillas notó que los ojos se le iban hacia ella. Soñando... pero ¿con qué?

 

La vasija estaba llena casi hasta el borde de carbonato sódico, el líquido en el que los embalsamadores sumergían los cuerpos sin vísceras durante meses como parte del proceso de momificación. Uno de los esclavos le quitó el tapón de madera; Septimío dejó caer la cabeza dentro y se echó hacia atrás rápidamente para evitar el súbito desbordamiento.



Achillas asintió. Los esclavos levantaron la tinaja por las asas de cuerda y comenzaron a caminar delante de su amo llevándola a cuestas. Los remeros habían empujado el bote al agua y estaban muy atareados remando para alejarlo de allí, Lucio Septimio clavó la espada en el barro seco para limpiarla, volvió a meterla en la vaina y echó a andar detrás de los demás.



( Relato de Colleen McCullough, en su libro "César" )






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