Catón
salió de un plácido sueño para entrar en una terrible agonía. Un horrendo
lamento de dolor brotó de su boca, medio grito y medio gemido. Al abrir los
ojos vio muchas personas alrededor, la cara de su hijo manchada de lágrimas y
mocos, a Estatilio y el médico Cleantes acabando de lavarse las manos mojadas
en una palangana de agua, y esclavos apiñados, un niño que lloraba, mujeres
arrodilladas.
-¡Vivirás,
Marco Catón! -exclamó Cleantes con tono triunfal-. Te hemos salvado.
Con
la vista más clara, Catón bajó la mirada y observó la toalla de hilo
ensangrentada sobre su cintura. Con la mano izquierda tiró tembloroso de la
toalla para ver su vientre morado y distendido, surcado de parte a parte por
una irregular hendidura, ahora pulcramente cosida con hilo carmesí.
-¡Mi
alma! -gritó, y después de estremecerse, hizo acopio de todas las fuerzas que a
lo largo de su vida le habían permitido luchar sin tregua por escasas que
fueran las posibilidades de éxito. Llevándose las dos manos a los puntos, tiró
y arrancó con desesperada energía hasta que la herida estuvo otra vez abierta y
entonces empezó a sacarse los intestinos y a desparramarlos.
Nadie
hizo ademán de detenerlo. Paralizados, su hijo, su amigo y su médico le contemplaron
mientras se destruía moviendo los labios en silencio. De pronto lo sacudió un
violento espasmo. Sus ojos grises, todavía abiertos, tomaron la apariencia de
la muerte, los iris desaparecieron bajo la expansión de las pupilas negras; por
último asomó en aquellos ojos un ligero resplandor dorado, la pátina final de
la muerte. El alma de Catón se había ido.
(
C. McC. )
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