Gran
parte de la arrogancia y la rudeza aparente de Cleopatra surgía de una
inseguridad tan nueva como alarmante; la cultura de la que venía y las
circunstancias de su vida, hasta aquel momento nunca la habían imbuido de
ninguna conciencia como mujer desde
luego una, que era reina-: que era inferior a un hombre. Nunca se le ocurrió
que, al entrar en el mundo de los hombres romanos, ni su posición ni su
incalculable riqueza podrían hacer que la viesen como una igual. Su error básico
fue creer que era su condición de extranjera lo que provocaba su antipatía;
nunca consideró que era su sexo lo intolerable.
Por lo tanto, cuando imitaba el
comportamiento de sus enemigos romanos dentro del círculo de Antonio, lo hacía
para parecer más romana, menos extranjera. Ataviada con un casco emplumado, una
coraza sobre una camisa de cota de malla y una espada corta en un tahalí
enjoyado, marchaba por el cuartel general y maldecía como cualquier legado, con
la impresión de que ellos, cuando la miraban con odio, lo hacían porque no había
conseguido ser lo bastante romana. Cuando recorría los campamentos antes del
regreso de Antonio desde Atenas vestida con su armadura y soltando sus
maldiciones, los legionarios se reían de ella con descaro, los centuriones
intentaban contener las carcajadas, los tribunos militares la miraban de arriba
abajo como si fuese un monstruo, los legados menores la insultaban y no le hacían
el menor caso. En una ocasión le ordenó a un comandante de la legión que
azotase a su primipilus centurión por insubordinación; el hombre se negó en
redondo, sin asustarse en absoluto.
Él le
había dado la respuesta, pero ella no la vio. No era su condición de
extranjera, sino el hecho de que sus labios femeninos escupiesen obscenidades y
un cuerpo femenino vistiese prendas militares. Las mujeres no interferían en
las cosas de los hombres, no en persona y debajo de las narices de los hombres.
Cuando
Antonio regresó de Atenas, ella exigió retribución, pero él declinó actuar, y prefirió
decirle que se mantuviese apartada de los campamentos si no quería quedar como
una tonta; nunca se le ocurrió que ella no comprendía la causa de la enemistad
romana. Si ella no lo obedeció del todo, se aseguró de que en el futuro los únicos
campos que visitara perteneciesen a los aliados no romanos de Antonio. ¡Ah,
ellos sabían cómo tratarla! Licomedes, el hijo de Polemón (Polemón había marchado
de regreso a Pontus para proteger el Lejano Oriente contra los medos y los
partos), Amintas de Galacia, Arquelao Sisenes de Capadocia, Deiotaro Filadelfo
de Paflagonia y el resto de clientes-reyes que habían venido a Éfeso la
respetaban.
Ella
había advertido que Herodes de Judea no había aparecido, ni tampoco enviado a
un ejército; una vez que sus quejas por el tratamiento habían sido rechazadas
sumariamente al regreso de Antonio, ella dirigió su atención a la ausencia de
Herodes, cosa que lo preocupó lo suficiente como para escribirle una carta al rey
de los judíos. La respuesta de Herodes fue rápida y llena de floridas y
obsequiosas frases que, quitados los adornos y resumida, decía que los asuntos
en Jerusalén impedían su presencia, lo mismo que el envío del ejército. Estaba
a un paso de la rebelión abierta, así que, mil perdones, pero… era verdad,
aunque no la verdadera razón para la delincuencia de Herodes. El instinto de
supervivencia de Herodes estaba tan afilado como el de Planeo, y le decía que
Antonio quizá no ganaría aquella guerra. Para mejorar sus posibilidades, le había
enviado una bonita carta a Octavio en Roma, junto con un regalo para el templo
de Júpiter Óptimo Máximo: una esfinge de marfil esculpida por el propio Fidias.
Había pertenecido a Cayo Verres, que la había robado de su provincia de Sicilia
y que se la había dado como pago a Hortensio por defender a Verres, sin éxito,
de las muchas acusaciones de extorsión. De Hortensio había ido a parar a uno de
los Perquitieno por mil talentos; en la bancarrota, aquel Perquitieno la vendió
por cien talentos a un mercader fenicio, cuya viuda, una ignorante en temas artísticos,
se la vendió a Herodes por diez talentos. Su valor real, calculaba Herodes,
estaba entre los cuatro y los seis mil talentos, y se había enterado de que
Antonio estaba regalando obras de arte a Cleopatra por centenares. La reina
Alejandra sabía que él la tenía, y si se lo decía a Cleopatra, no seguiría
siendo suya mucho tiempo. Como odiaba a su vecina egipcia con toda su fuerza,
decidió que el mejor lugar para ella era Roma; en un lugar público de gran
santidad. Para arrebatársela de Júpiter Óptimo Máximo, Cleopatra tendría que sentarse
efectivamente en el Capitolio. Representaba una inversión para el futuro de su
reino y de él mismo. Pero si Antonio ganaba… ¡Maldito pensamiento, ligado como
estaba a Cleopatra! Sin saber que repetía los sentimientos de Atratino, Herodes
decidió que la única manera que tenía Antonio de salir de sus actuales
problemas era matar a Cleopatra y anexar Egipto al Imperio.
( C.
McC. )
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