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viernes, 19 de septiembre de 2014

CLEOPATRA EN LA SOLEDAD DE SU LECHO, PENSANDO EN ANTONIO Y EN LAS GRANDEZAS FUTURAS DE SU HIJO CESARIÓN



Cleopatra cenó en sus habitaciones, pero no llamó a sus dos doncellas; el día había sido muy largo y seguramente Charmian e Iras estaban agotadas. Una muchacha -macedona, por supuesto- le sirvió mientras ella picoteaba la comida sin apetito, y luego la ayudó a desnudarse para dormir. Entre los que disfrutaban de una buena posición y tenían muchos sirvientes no era costumbre llevar ropas en la cama. Aquellos que dormían vestidos lo hacían por mojigatería, como la difunta esposa de Cicerón. Terencia, o aquellos que no tenían bastantes sirvientes para lavar las sábanas con regularidad. Que ella dedicase tiempo a pensar en esto era culpa de Antonio; él despreciaba a las mujeres que llevaban camisón en la cama, y ella lo sabia. Incluso Octavia, una mujer más modesta que mojigata, no tenía inconveniente en hacer el amor desnuda, le había dicho Antonio, pero una vez acabado el acto, ella se ponía el camisón. La excusa (porque así le parecía a él) era que uno de los niños podía necesitarla urgentemente durante la noche, y ella no estaba dispuesta a que el sirviente que viniese a despertarla viese su desnudo. Aunque, según Antonio, su cuerpo era precioso.



Agotado este tema, la mente de Cleopatra pasó a los aspectos más curiosos de la relación de Antonio con Octavia: ¡cualquier cosa para no tener que pensar en lo que había acontecido aquel día!

 

El había rehusado divorciarse de Octavia, había mostrado su empecinamiento cuando Cleopatra había intentado convencerle de que el divorcio era la mejor alternativa. Antonio era ahora su esposo; el casamiento romano no tenía demasiada importancia. Pero había emergido durante el curso de sus exhortaciones que Antonio aún quería a Octavia y no solamente porque era madre de dos de sus hijos romanos. Ambas niñas y, por lo tanto -al menos para Cleopatra-, carente de importancia. No para Antonio, al parecer; él ya estaba planeando sus casamientos, aunque Antonia tendría unos cinco años, como mucho, y Tonilla aún no tenía dos. El hijo de Ahenobarbo, Lucio, estaba destinado a casarse con Antonia, pero Antonio aún no había tomado una decisión respecto al marido de Tonilla. ¡Como si algo de eso importase! ¿Cómo podría hacer para que se deshiciera de sus conexiones romanas? ¿Para qué le servían al faraón consorte, al padrastro del faraón? ¿Para qué quería una esposa romana, incluso la hermana de Octavio?



Para Cleopatra ese aferramiento de Antonio a Octavia era una señal de que aún esperaba llegar a un acuerdo con Octavio que le permitiese a cada uno tener su parte del Imperio. Como si aquel límite del río Drina que dividía el Este del Oeste fuese una cerca permanente, a cada lado de la cual el perro Antonio y el perro Octavio podrían gruñirse y ladrarse el uno al otro sin tener nunca la necesidad de luchar. ¿Oh, por qué Antonio no podía ver que tal arreglo no se daría nunca? Ella lo sabía y Octavio lo sabía. Sus agentes en Roma le informaban de los mil y un planes de Octavio para desacreditarla a los ojos de Roma e Italia. La llamaba la Reina de las Bestias, inventaba historias de su baño, de su vida privada y afirmaba que ella corrompía a Antonio con drogas y vino. Lo convertía en su criatura. Sus agentes informaban de que, hasta ahora, los esfuerzos de Octavio para difamar a Antonio caían en suelo estéril; nadie en realidad se los creía, por ahora. Sus setecientos senadores permanecían Heles, su aprecio por Antonio, alimentado por su odio hacia Octavio. Una muy pequeña grieta había aparecido en la sólida pared de su devoción después de que se conociese la verdadera historia de la campaña parta, pero sólo un puñado de ellos había desertado. La mayoría había decidido que el desastre oriental no era culpa de Antonio; admitir eso era admitir que Octavio tenía razón, y no estaban dispuestos a hacerlo.

 

Antonio… en aquellos momentos estaría comenzando su campaña contra Artavasdes de Armenia, a quien se le debía permitir conquistar. Pero antes de que pudiese contemplar la marcha contra Artavasdes de Media Atropatene, Quinto Delio debía de tener éxito en forjar una alianza que ningún general romano, incluido Antonio, podía rehusar de ninguna manera. Aunque había algunos aspectos del pacto que no se podían poner por escrito, ni siquiera comunicar a Antonio: eran entre Egipto y Media, para que, cuando Roma fuese conquistada y absorbida por el nuevo imperio egipcio, la Media de Artavasdes podría atacar al rey de los partos con todo el poder de cuarenta o cincuenta legiones y asumir el trono que él ansiaba por encima de todo lo demás. El precio de Cleopatra era la paz. Una paz que debía durar hasta que Cesarión fuese lo bastante grande como para calzarse las botas de su padre.



Allí, el nombre había aparecido por fin, no se podía evitar. Si los eventos de éste, su primer día de regreso en Alejandría, se tomaban como prueba del notable carácter de Cesarión, entonces iba a convertirse en la misma clase de genio militar que había sido su padre. Lo impulsaban los deseos de su padre, y éste había sido asesinado tres días antes de ponerse en marcha para una campaña de cinco años contra los partos. Cesarión querría conquistar el este del Eufrates, y una vez que hubiese triunfado, gobernaría desde el océano Atlántico hasta la ribera del océano más allá de la India. Un reino mucho más grande que el de Alejandro Magno en su momento cumbre. Tampoco su ejército se negaría a continuar marchando al este, ni la estructura de sus satrapías se verían en peligro por los generales rebeldes que intentarían derribar su imperio para repartírselo entre ellos. Porque sus generales serían sus hermanos y sus primos del matrimonio de Antonio con Fulvia. Unidos por la lealtad de la sangre; unidos, no divididos.

 

No veía nada de eso como imposible. Lo único que requería para dar su fruto era una determinación de hierro por su parte, y eso lo tenía. Aunque sus consejeros no eran como ella, alguno de ellos al menos podría haberle preguntado qué le pasaría a aquel vaporoso edificio de ambiciones si su hijo no resultaba ser el genio militar de su padre. Una pregunta que ella apartaría de todas maneras. El muchacho era precoz como su padre, igual de dotado, como él, una joya única. Él era un Julia, la mitad de su sangre era de César. Era como Octavio, con mucha menos sangre Julia, cuando tenía dieciocho, diecinueve, veinte años. Había asumido su herencia, también había marchado dos veces sobre Roma y obligado al Senado a hacerlo primer cónsul. Un simple joven. Pero, junto a Cesarión, Octavio empalidecía hasta lo insignificante.




Ahora cómo podía hacer que Cesarión se apartase del tipo de idealismo que ella sabía que el pragmatismo de César hubiese atemperado. Los planes de César para Alejandría y Egipto eran experimentales, cosas que él creía que se podían aplicar en Egipto a través de dominar a su gobernante, Cleopatra, pensados hasta el punto del éxito de su programa en su reino cuando él intentaba las mismas reformas en Roma de forma más consistente que lo que el tiempo había permitido. Su soledad había sido su caída; no había sido capaz de encontrar apoyos que impulsasen sus ideas. Tampoco, ella lo sabía, los encontraría Cesarión. Por lo tanto, había que convencer a Cesarión para que no intentase implementar su programa.



( C. McC. )



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