Además
de esas diversiones, normales por decirlo así, que alegraban la vida austera y
fatigada de los romanos, había el «triunfo» que se prodigaba al general
superviviente de una victoria en la que hubiese matado al menos cinco mil
soldados enemigos.
Si había llegado tan sólo a cuatro mil novecientos noventa y
nueve, tenía que contentarse con sólo una «ovación», llamada así porque
consistía en el sacrificio de una ovis, una oveja, en su honor.
Para
el «triunfo» se organizaba en cambio una imponente procesión fuera de la
ciudad, a cuyas puertas, general y tropas, habían de deponer las armas y pasar
bajo un arco de madera y de ramajes que sirvió de modelo a los que más adelante
se construyeron de toba calcárea. Una columna de trompeteros abría el cortejo.
Detrás iban los carros cargados con el botín de guerra, y después, rebaños y
manadas enteras destinados al matarife; luego, los jefes enemigos encadenados.
Y, por fin, precedido de lictores y flautistas, el general, de pie sobre una
cuadriga pintada con vivos colores, con una toga purpúrea sobre los hombros,
una corona de oro en la cabeza, un cetro de marfil y un ramo de laurel.
Le
rodeaban sus hijos y le seguían, a caballo, parientes, secretarios, consejeros
y amigos.
El general subía a los templos de Júpiter, Juno y Minerva en el
Capitolio, depositaba el botín a sus pies, hacía reunir los animales que tenían
que degollarse y, como ofrenda supletoria, ordenaba la decapitación de los
comandantes enemigos prisioneros.
El
pueblo se regocijaba y aplaudía. Pero por parte de los soldados era costumbre
lanzar palabras y pullas mordaces a su general, denunciando sus debilidades,
defectos y ridiculeces, para que no se ensoberbeciera y llegase a creerse un
padre eterno infalible.
A César, por ejemplo, le gritaban; «Déjate de mirar a
las matronas, calabaza monda. ¡Confórmate con las prostitutas...!»
Si
se pudiera hacer otro tanto con los dictadores de nuestro tiempo, tal vez la
democracia no tendría ya nada que temer.
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