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miércoles, 30 de julio de 2014

EL TESORO DE LOS FARAONES Y CAYO JULIO CÉSAR




Tras restablecer a Cleopatra en el trono, y sentar las bases para la reconstrucción de Alejandría, que había sufrido las consecuencias de la guerra civil al pretender el hermano de la reina el trono de Egipto, César hizo un viaje de recreo en la nave de lujo más grande de aquellos tiempos, un auténtico palacio flotante, por las aguas del Nilo, junto a la reina, para descubrir el Egipto profundo del interior. Cuando llegaron al templo de Ptah, de los alrededores de Tebas, construido por el faraón Ramsés II el Grande, y en las tumbas de los faraones que le rodeaban quiso poder ver el tesoro que pocos años atrás había codiciado el cónsul Marco Craso en su pretendida invasión del Imperio Parto, ya que pensaba tomar Egipto después de conquistar el Imperio parto del rey Orodes. Un fabuloso tesoro que podría servir para financiar la recuperación de todos los destrozos y ruinas que habían causado las guerras civiles romanas, aunque todavía le quedaba vencer a Catón y al resto del ejército Pompeyano repartido entre África, Hispania y las Islas Baleares. Pero como que Cayo Julio César tenía pretensión de cumplir el viejo sueño de Alejandro Magno, de unir el Oriente personificada en la faraona Cleopatra, y Occidente, personificado en él mismo, pensó que mejor aquellos tesoros pasaran a su futuro hijo Cesarión, ahora gestandose en el vientre de la faraona a quien había preñado recientemente, en vez de crearse hostilidades con Egipto, que además lo necesitaba para que fuera el granero de Roma. Como que el Rey de los partos Orodes, había arrebatado las águilas romanas de las legiones de Marco Craso derrotándolo en Carres, en un medio plazo se propondría recuperarlas tras vencer al resto del ejército pompeyano, y de paso conquistar el reino de los partos, y con el botín parto, financiar toda la ruina que habían causado las guerras civiles a la propia Roma.


Pero ya que estaba por aquellas tierras, no podía resistir poder ver personalmente los tesoros de los faraones, enterrados en enormes pirámides y los templos. Dejó el barco-palacio de Cleopatra y se adentro a caballo, acompañado de los principales sacerdotes del templo de Ptah en la antigua Tebas (Alto Egipto), que era donde estaba guardado el tesoro de la reina Cleopatra Séptima Tolomeo. Contemplar el templo y las pirámides, impresionaba, porque las canteras de roca con las que tallar los gigantescos bloques estaban a varios kilómetros, y se tenían que transportar en barcazas por el Nilo cuando su caudal era alto, y en la época que no tuviera que cogerse el grano con el que llenar los silos del faraón. Le comentaba el alto sacerdote a César, que antaño las pirámides estaban revestidas de una lámina de oro, tal era la riqueza y poderío de los faraones, pero que con el paso de las dinastías dicho oro era arrancado y saqueado, y lo mismo los tesoros que guardaban en sus tumbas, pero que en este momento el tesoro de la faraona estaba guardado dentro del subsuelo del templo de Ptah que construyó Ramsés II el Grande, uno de los pocos templos que todavía había escapado a la acción de los ladrones. Por lo que César estaba muy interesado en ver el tesoro de la faraona, que en aquel momento era el propio tesoro de Egipto. No era su pretensión saquear el tesoro egipcio como en principio quería hacer el codicioso Marco Craso, porque al estar la faraona embarazada de él, lógicamente todo ese tesoro pasaría para su hijo, el probable futuro emperador de Roma, una dinastía dudosamente compatible con el ideal republicano de todos los romanos, pero que por lo menos serviría para garantizarse a Egipto como una provincia más del Imperio Romano.



El faraón Ramsés II había construido el templo de Ptah en forma de un gigantesco recinto de poco más de un kilómetro cuadrado, que se accedía a través de una avenida, que a sus lados habían gigantescas esfinges en forma de león o carnero, con la cabeza del propio faraón Ramsés II. Allí es donde se albergaba el tesoro de Egipto custodiado por los sacerdotes de Plath. La construcción era tan grande, y tan tupida la red de laberintos que habían en el subsuelo del gigantesco edificio, que se hacía muy complicado encontrar la cámara del tesoro, cuyo itinerario sólo conocían el Sumo Sacerdote y la propia faraona. Sólo entraron César y el propio sacerdote con la cabeza totalmente rapada en señal de que no era impuro, que llevaba una tea con la que iluminar las teas colgantes de las innumerables y confusas galerías que conducían a una cámara interior donde estaba la gigantesca estatua del dios Ptah, junto con otra estatua de su esposa la diosa Sejmet, y al lado de la estatua de dios Nefertum el hijo de ambos. El sumo sacerdote tomó el bastón de mando de Ptah que lo sostenía con sus manos, una larga vara de bronce, que en realidad era una palanca camuflada que se debía de colocar en cierto agujero grabado del suelo, que al hacerlo, accionaba un misterioso mecanismo con el cual una de las grandes losas del suelo del pavimento se movía para descubrir adentro otra planta desde donde se accedía a través de una escalera que se descubría allí mismo. Allí solo se veía como la oscuridad de un pozo profundo, con el cual debía de adentrarse más, aunque no se sabía por dónde podría entrar el aire con el que mantener encendidas las teas. La escalera llevaba hacia un pasillo, y de este hacia una antesala, la cual convenía ir iluminando con las teas que en las paredes habían colgadas, y con varios laberintos adyacentes con las paredes pintadas sobre motivos de la vida de Ramsés II, y por todas las grandes habitaciones llenas de lingotes de oro, cofres repletos de perlas y piedras preciosas de todos los tamaños y colores, joyas, esculturas, piezas de marfil, monedas de oro y plata, muebles de cedro, el carro de oro del faraón, etc… Un impresionante tesoro que palidecía en comparación a los que había visto en los templos de Roma, el botín galo, los tesoros de Asia Menor, o los que tenía el derrotado Farnaces repartidos en las 70 fortalezas de su padre Mitridates el Grande. Tan sólo obteniendo una pequeña parte de aquel fabuloso tesoro, fundiendo el oro de las joyas y los lingotes, hubiera bastado para financiar una economía más próspera. Pero la egolatría de los faraones hacia que se resistieran a la idea, de tal modo que el tesoro acababa por convertirse como una especie de monstruo cada vez mayor que se hacía necesario encontrar técnicas cada vez más sotisficadas para protegerlo de los robos y de los saqueos, no solo de los ladrones, sino de los otros futuros faraones que codiciaban las riquezas de sus antepasados.


César salió de nuevo al exterior, consciente de que para estar más tiempo allí, haría falta un medio de conducción y renovación del aire, so pena de morir ahogados ahí mismo y apagarse las luces de las teas quedados sumidos e incomunicados en la mayor oscuridad, aunque se fijó bien para recordar mentalmente todos y cada uno de los pasadizos y laberintos a seguir, por si acaso otro día necesitara echar mano de ese inmenso tesoro. Aunque a la salida, sabía que los sacerdotes volverían de nuevo a tapar la entrada, enyesarla, pintarla y envejecerla, para que pareciera que allí no había nada y supusiera una tarea ardura profanarla por parte de cualquier otro invasor ambicioso.


El tesoro egipcio se quedaría allí. Ya tendría tiempo de sobras con el que poder arrebatarle los tesoros de los partos, cuya ofensa a Marco Craso y a las águilas romanas estaba decidido a vengar, y de este modo repartir el botín a favor de Roma, haciendo de ella una nueva capital del imperio más rica y próspera, completamente revestida de mármol, en vez de barro de ladrillo, tarea que debido al asesinato de Julio César, al final terminaría haciendo su heredero Octaviano Augusto, el primer emperador romano de la dinastía de los Césares Julia-Claudia.


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