(...) ...de pronto me vi
frente a una situación que no esperaba y frente a la cual, según confío, nunca
me volveré a encontrar. Logré vencerla en parte, creo, a causa de mi larga
experiencia en la política, que me había enseñado que la gente agrupada está la
mayoría de las veces fuera del alcance de toda razón. Un rumor no confirmado,
una falsa insinuación, una promesa que nunca se cumple, puede, al suscitar una
clase especial de emoción fácilmente comunicable, privar hasta a las personas
inteligentes de la capacidad para considerar una situación o proposición por sus
propios méritos. Entonces no existe ninguna razón capaz de hacerles recobrar el
sentido, sino sólo una apariencia de razón, dirigida a impedir una persuasión
lógica, que puede sustituir una emoción por otra. Por regla general, la estructura
y la disciplina de un ejército constituyen barreras eficaces a estos estallidos
de irresponsables sentimientos, tan comunes en los civiles cuando se hallan
reunidos en multitud. Pero cuando, por cualquier causa, un ejército pierde su
cohesión interna, cuando los soldados comienzan a pensar como si fueran
civiles, entonces la situación puede llegar a ser mucho peor de lo que solemos
encontrar en el foro. En las Galias recordé muy bien en aquellos momentos lo
que Clodio me dijo sobre el ejército de su cuñado Lúculo, en cuya
desintegración el propio Clodio desempeñó un importante y deshonroso papel.
Lúculo era uno de los mejores generales que tuvimos. En mi juventud siempre lo
atacaba porque había sido amigo de Sila y podía convertirse en enemigo
mío; pero aun así no podía dejar de reconocer su genio militar. Conquistó el
este más rápidamente y con menos tropas que Pompeyo. Y en un momento que
debería haber sido la culminación de sus victoriosos avances, los soldados se
le sublevaron. Me complace pensar que mi propia acción en Roma contra Lúculo,
que emprendí por razones puramente políticas, no tuvo efecto alguno en el hecho
de que desertaran tan desdichadamente las tropas de aquel gran general. Sin
embargo, ha de reconocerse que Lúculo, a pesar de su grandísima habilidad, no
merecía la devoción de los soldados. No existía el menor lazo entre él y sus
hombres. Lúculo era -como habría dicho Mario- un aristócrata; y no era
-en el sentido que yo doy a la palabra- un dios.
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