El 24 de agosto, alrededor de la una de la tarde,
mi madre le llamó la atención a Plinio el Viejo sobre una nube que tenía un
tamaño y una forma muy inusuales. Acababa de tomar el sol y, tras haberse
bañado en agua fría y haber tomado una comida ligera, se había retirado a su
estudio a leer. Ante la noticia, se levantó inmediatamente y salió fuera; al
ver la nube, se dirigió a un montículo desde donde podría tener una mejor
visión de este fenómeno tan poco común. Una nube, procedente de qué montaña no
estaba claro desde aquél lugar (aunque luego se dijo que venía del monte
Vesubio), estaba ascendiendo; de su aspecto no puedo darte una descripción más
exacta que se parecía a un pino, pues se iba acortando con la altura en la
forma de un tronco muy alto, extendiéndose a su través en la copa a modo de
ramas; estaría ocasionada, me imagino, bien por alguna corriente repentina de
viento que la impulsaba hacia arriba pero cuya fuerza decreciera con la altura,
o bien porque la propia nube se presionaba a sí misma debido a su propio peso,
expandiéndola del modo que te he descrito arriba. Parecía ora clara y
brillante, ora oscura y moteada, según estuviera más o menos impregnada de
tierra y ceniza. Este fenómeno le pareció extraordinario a un hombre de la
educación y cultura de mi tío, por lo que decidió acercarse más para poder
examinarlo mejor.
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