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domingo, 5 de abril de 2020

ANAXÁGORAS Y LA «FANTACIENCIA»


 

Cuando  Anaxágoras,  oriundo  de  Clasomene,  llegó  a Atenas en  480  antes  de  Jesucristo  por  invitación del almirante Jantipo que le había elegido como profesor  de  su  hijo  Pericles,  tenía  apenas  veinte  años, y tal vez quedóse un poco desilusionado, no de la ciudad en sí, que debió  de  parecerle  maravillosa,  sino por las atrasadísimas  condiciones  en  que  encontró los estudios científicos, o, mejor dicho, por su desequilibrio.


En realidad, en Atenas, como por lo demás en toda Grecia, hasta aquel momento había progresado solamente la Geometría, no como instrumento de realizaciones prácticas, sino como pretexto de especulación abstracta. Los atenienses no recurrían a ella para construir puentes y acueductos, de los que jamás sintieron la necesidad, sino para juguetear con su lógica deductiva. En efecto, no se dedicaron a ella los ingenieros, sino los filósofos, especialmente los que procedían de la escuela de Pitágoras, y el problema que más les atrajo fue la cuadratura del círculo.

 

Las Matemáticas, en cambio, se habían quedado en las «astas», y no es  una  manera  de  decir:  un  asta  era  1,  dos astas  era  2.  Para  el  10 y  los  múltiplos de 10  se  usaban  las  iniciales  de  la  palabra equivalente: d—deka, h—hekato, etc. La mente griega no imaginó jamás el cero, el más necesario de todos los números. Personas que hablaban con gran competencia  de  «fenómenos»  y  de  «noúmeno»,  de  planos  y perspectivas, cuando se trataba de hacer la más elemental suma o división tenían que recurrir a un formulario, porque por   mismas  no lograban sacarlas y si además era cuestión de fracciones, renunciaba sin rebozo. Sólo con mucha fatiga aprendieron de los egipcios a contar por decenas y de los babilonios a contar por docenas. Pero, por su cuenta,  no dieron ningún paso adelante.

 

Otro campo en el que la ciencia estaba en los primeros balbuceos era la Astronomía; basta ver, para darse cuenta, cómo habían redactado el calendario. Para empezar, cada ciudad tenía el suyo y señalaba el comienzo del año cuando le acomodaba. Es más, hasta los nombres de los meses eran diferentes, porque tampoco sobre este punto los varios Estados griegos habían logrado ponerse de acuerdo. Atenas se había quedado poco más o menos en el  sistema  de  Solón, que había dividido el año en  doce  meses  de  treinta días cada uno. Y dado que de tal manera, al final del año, faltaban cinco, cada dos años se añadía un decimotercer mes para recuperarlos. Pero de esta manera, en cambio, acababan con días  de  más.  Entonces el año fue vuelto  a  dividir en  meses  alternos  de  treinta y treinta  y  un  días.  Y  para  eliminar  el  pequeño pico que de tal modo quedaba, se estableció saltarse  un mes cada ocho años.

 

La razón de este atraso, además de  la  alergia  que  los atenienses mostraban por las matemáticas, era debida a la superstición, de la que ellos se burlaban de palabra, pero que de hecho les  aprisionaba. En  todas las sociedades y en todos  los  tiempos  la  Astronomía ha sido la primera enemiga  de  la  génesis, como  quiera y por quien fue  revelada.  Lo  era  particularmente en la Grecia antigua, donde la génesis metía la nariz también en el árbol genealógico de los individuos, remontándolo a algún dios o diosa. Ahora bien, mientras en Tebas, Filolao el pitagórico podía  hasta  predicar que la Tierra no era en absoluto el centro  del  universo sino tan sólo un planeta entre los muchos que giraban en torno de un «fuego central», porque en aquella ciudad no había nadie que le comprendiese y, tal vez, ni menos quien le escuchase, ni siquiera los sacerdotes, en Atenas, de un discurso semejante todos habrían aprehendido las  implicaciones  y  preguntado al autor cómo hacía para conciliario  con  Zeus y  toda la cosmogonía que de ello se derivaba. El mismo Pericles no se había atrevido a abolir la ley que prohibía, como contraria a la religión, la Astronomía.

 

No sabemos si Anaxágoras había frecuentado escuelas. Pero, curioso como era de las cosas celestes más que de las terrenales, seguramente había recogido las nuevas ideas que, sobre el  cielo,  circulaban ya  como un polen por el aire de toda Grecia. Demócrito de Abdera iba diciendo que la  Vía  Láctea  no  era  más que polvillo de estrellas y, en Agrigento, Empédocles insinuaba que la luz de los astros empleaba determinado tiempo para llegar a la Tierra. Parménides de Elea exponía graves dudas sobre que  la  Tierra  es plana y más bien se inclinaba a creer que fuese redonda, y, en Chíos, Enópidas preanunciaba la oblicuidad de la elipse.

 

Entendámonos bien; no eran más que intuiciones, casi siempre formuladas con un lenguaje vago y entremezclado de  las  más  descabelladas  afirmaciones. Y tenemos la sospecha de que su valor  científico  ha sido exagerado por los historiadores modernos. Para convertirse en descubrimientos verdaderos  tuvieron que esperar los instrumentos de cálculo que la Humanidad elaboró en los siguientes dos mil años y que permitieron a Copérnico y a Galileo fundamentarlos sobre bases experimentales. De momento, todos aquellos astrónomos que merodeaban por Grecia mirando hacia lo alto no eran más que unos Paneroni más geniales  y  de  exuberante  fantasía, que  se  sacaban las ideas de la cabeza sin acompañarlas de ningún elemento de prueba.

 

También Anaxágoras lo fue. Y si por una parte merece el título de «padre de la Astronomía» por la exactitud  de algunas  de sus predicciones, por  otra le  corresponde  el  de  «inventor  de  la  fantaciencia» por las arbitrarias ilaciones que de ella dedujo, como cuando afirmó que los otros planetas son habitados, como la Tierra, por hombres en todo semejantes a nosotros, que construyen ciudades y casas como nosotros y que como nosotros  aran sus campos  con bueyes.

 

Era un curioso hombre quimerista y charlatán, que por las estrellas descuidó su patrimonio y no hablaba más que de ellas. Partía del concepto de que no hay necesidad de invocar nada  sobrenatural  para  explicar lo natural. El cosmos, decía,  se  había  formado  del caos a consecuencia de un remolino que había separado con su fuerza centrífuga los cuatro elementos fundamentales; el fuego, el aire, el agua y la  tierra, de cuyas combinaciones dependen las formas  orgánicas. En su consecuencia, de la  Tierra se habían  desprendido pedruscos y fragmentos de rocas  que,  reaspirados en un éter incandescente, ahora ardían en  el  aire  y eran estrellas. La mayor, el Sol: grande, decía Anaxágoras, como el Peloponeso multiplicado por cuatro o por cinco. Mientras giran, esas  estrellas  permanecen en el aire. Cuando se paran, caen y se tornan meteoritos. Hasta la Luna tiene el mismo origen. Es la más cercana a la Tierra, que de vez en  cuando  se  interpone entre ella y el Sol produciéndose así los eclipses.

 

La Tierra  gira  enfundada  en  una  envoltura  de aire, cuya rarefacción y condensación son la consecuencia del calor solar y la causa de los vientos.  Éste era sin duda, para aquellos tiempos, un buen descubrimiento, pero Anaxágoras lo estropeó bastante añadiendo  que  el  rayo  es  debido  a  la  fricción  de dos nubes, en tanto que el trueno queda determinado por su colisión. En cuanto a la vida, ésta se  halla  dotada de los mismos elementos para todos los animales, que se diferencian sólo por dosis y relaciones diversas. El hombre se ha desarrollado mejor que todos los demás porque su posición erecta le da —hay que decirlo— mano libre, o  sea  dispensada  de  las  tareas de locomoción.

 

Como se ve, el sistema de Anaxágoras es una chapuza en la que, si se quiere, se hallan mezclados juntamente Galileo y Darvvin, pero  también  los  «tebeos» y los filmes sobre marcianos. Pero  tenía,  respecto  a las leyes de Atenas, un pequeño defecto: el de no citar jamás a Zeus, como si en  toda  esa  evolución  no tuviese nada que ver. Anaxágoras, cuando quiso condensarlo en un libro, que también se llamó Sobre la naturaleza, se dio cuenta de ello, e introdujo, como padre del vórtice que había dado  origen  al  Universo, un nous, es decir, una mente que, ante los jurados, po-día también haber hecho pasar por el Padre  Eterno.  La citaba continuamente, hasta conversando, tanto, que los atenienses, para mofarse de él, le  apodaron nous, y así le apostrofaban cuando pasaba por la calle: «¡Hola, nous...! ¿Qué tiempo, nous, hará mañana?»

 

Acaso nous lo hubiese pasado  bien de no haber sido tan amigo de Pericles y de  no  haber frecuentado el salón de Aspasia: privilegio que, en aquella democracia entretejida de envidias,  se  pagaba  caro.  Un día, durante un sacrificio, cayó en manos de los augures un carnero con un solo cuerno. Los sacerdotes oficiantes en la ceremonia vieron en ello algo sobrenatural. Y Anaxágoras, que con lo sobrenatural no quería saber nada, les puso  en  berlina  delante  de todo el pueblo haciendo decapitar al animal y demostrando que el único cuerno había crecido debido sólo a que el cerebro se había desarrollado irregularmente en el centro de la frente en vez de a ambos lados.



Cleón, el adversario de Pericles, vio en ello una excelente ocasión para atraerse al clero burlado, insinuándole al oído que el famoso nous era una excusa inventada por el filósofo para no pagar  aduanas  y hacer contrabando de herejía. Anaxágoras fue  acusado de impiedad ante un verdadero tribunal de la Inquisición, que se  puso  a  espulgar  su  libro,  por bien que toda la  parte culta de Atenas  fuese entusiasta de él y lo considerase su obra maestra. Efectivamente, el nous de pegote puesto en el último momento, poco tenía que ver. En negro sobre blanco estaba escrito que el Sol, considerado como dios por la religión oficial, no era sino una masa de piedras ardientes.



Sobre la continuación de los sucesos hay dos versiones. Según una de ellas. Pericles, viendo el caso desesperado, impelió a la huida a su viejo maestro.  Según otra, confió en poderle  salvar,  le  defendió  ante  los jueces y cuando éstos le hubieron condenado, proparó su evasión. Como fuere, lo cierto es que Anaxágoras se refugió en Lampsaco del Helesponto y que  en tal ciudad vivió hasta los setenta y tres años enseñando filosofía.  Cuando  le  hablaban  de  la  condena a que los atenienses le habían sentenciado decía, moviendo la cabeza: «Pobrecillos, no saben que la Naturaleza les ha condenado también a ellos.»  Pericles, que le había hecho a la par  mucho  bien  y  mucho daño, le envió bajo mano subsidios hasta el último momento.

( Indro Montanelli )





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