Se cuenta que entonces en
Rávena uno de sus eunucos, evidentemente un cuidador de aves, le comunicó al emperador
Honorio que Roma había perecido. Y éste, a voz en grito, exclamó: «¡Y, sin embargo,
hace un momento que ha comido de mi mano!». El caso es que él tenía un gallo de
gran tamaño cuyo nombre era Roma. El eunuco, comprendiendo el significado de
sus palabras, le aclaró que era la ciudad de Roma la que había perecido a manos
de Alarico, y el emperador, sintiéndose aliviado, le atajó diciendo:
«Pero yo, amigo mío, pensaba que era mi gallo Roma el que había muerto». A tal
grado de estupidez, según dicen, había llegado este emperador.
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