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viernes, 20 de marzo de 2020

CIENTÍFICOS GRIEGOS DE LA ANTIGÜEDAD



 

La decadencia de la Filosofía,  ahora  ya  reducida sólo a la busca de normas morales y de conducta, favoreció a la Ciencia, que, en efecto, alcanzó en los  siglos III y II su máximo florecimiento. Es una vieja historia que dura desde siempre: el hombre, cada vez que abandona la esperanza de descubrir por  raciocinio los grandes porqués de la vida y del universo, que constituyen precisamente la meta de la Filosofía, se refugia en el estudio del «cómo»,  que  es  el  cometido de la Ciencia. También nosotros, los contemporáneos vivimos precisamente en una de estas coyunturas.

 

Mas a ésta se sumaban también otras causas. En primer lugar, la instauración, en el  lugar  de  los viejos regímenes democráticos, de los autoritarios, que profesan la manía de los progresos técnicos y que son más capaces de llevar a cabo su organización. Después, la proliferación de escuelas, libros y  museos. Y, por fin, la consolidación de una lengua común, la griega, como medio de intercambio para la difusión de las ideas.

 

Euclides, que durante dos mil años estaba destinado  a quedar como sinónimo de geometría, escribió, en efecto, en sus famosos Elementos, que todo su trabajo había consistido en reunir y condensar los descubrimientos de todos los  estudiosos  griegos,  de los cuales la Universidad de Alejandría constituía el centro aglutinante. 



No se sabe de él más  que  vivió  solamente para enseñar, que sus discípulos se convirtieron en grandes maestros de la época, que no tenía un  céntimo y que no se preocupó jamás de ganarlo.

 

De su escuela, en  efecto,  salió  también  Arquímedes, el cual, sin embargo, no llegó a conocerle. Venía de Siracusa, era hijo de un astrónomo y gozaba de la protección de  Gerón,  el ilustrado y  benévolo tirano de la ciudad, del cual también era pariente lejano. Era hombre distraído y divertido, como casi todos los científicos, que, de vez en  cuando, para dibujar  esferas y cilindros en la  arena,  como  se  hacía  entonces, se olvidaba de comer y de lavarse. Sus investigaciones procedían de una observación atenta de los fenómenos naturales. Un día, por ejemplo, Gerón, le dio a examinar una corona, que el  cincelador le  cargó  en cuenta como toda de oro, pero con orden  de  no hacerle ni un arañazo. Arquímedes estuvo semanas buscando un sistema. 



Pero una mañana, en la bañera,  se  dio  cuenta de que el nivel del agua subía a  medida  que  el cuerpo  se  sumergía  y  que  cuanto  más  se  sumergía el cuerpo menos pesaba. Así fue como  llegó  a formular el famoso «principio», según el cual un cuerpo, al sumergirse, pierde un  peso  equivalente  al  del  agua que desplaza. Mas en  seguida le relampagueó  también la sospecha de que, una vez sumergido, este cuerpo desplazaría una cantidad proporcional al propio volumen.



Y, recordando que un objeto de oro tiene menos volumen que un objeto de plata del mismo peso, hizo un experimento con la corona y comprobó que desplazaba, en efecto, más agua que la que habría desplazado si hubiese sido toda de oro.  Vitrubio  cuenta que estuvo tan contento de aquel descubrimiento que, para correr a  comunicárselo  a  Gerón,  olvidó  vestirse y se precipitó desnudo por la calle  gritando:  «Eureka, Eureka», que quiere decir:  «Lo  he  encontrado, lo he encontrado.»

 

Gerón solicitó de Arquímedes, que construía trastos diversos por el solo gusto de estudiar su funcionamiento y descubrir las leyes mecánicas que lo regulaban, que los hiciera para usos bélicos. Pero no los empleó nunca, porque jamás puso a Siracusa en situación de necesitarlos. Desgraciadamente, al desaparecer él, sus sucesores, en vez de seguir su sabiduría política de fiel alianza con Roma,  desafiaron el poderío de ésta y se concitaron la ira del  cónsul Marcelo, que los sitió por mar y por tierra.  Arquímedes  inventó toda suerte de ingenios para ayudar a  su  patria: enormes grúas para enganchar a las naves y volcarlas, así como catapultas para hundirlas bajo huracanes de piedras. 



Los romanos, despavoridos, comenzaron a sospechar de algún sortilegio y atribuyeron su origen a algún dios que había volado  en  socorro de Siracusa. Pero Marcelo sabía de qué dios se trataba. Y cuando la inexpugnable ciudad, tras ocho meses de asedio, se rindió por hambre, dio órdenes a  las tropas de que se respetase a Arquímedes. Éste estaba, como de costumbre, dibujando figuras en la arena, cuando un soldado romano le reconoció y le ordenó que se presentase inmediatamente al señor cónsul. «Apenas haya terminado», contestó el anciano. Pero el celoso hombre de armas, avezado a la disciplina romana, le mató. Arquímedes, en aquel momento, tenía setenta y cinco años y la ciencia había de  esperar mucho tiempo, más de mil setecientos años para encontrar en Newton un descubridor de la misma grandeza.

 

Otro gran paso adelante hizo en este período la Astronomía, que los griegos de la  edad  clásica  habían más bien descuidado. Se comprende de dónde, a la sazón, venía el impulso: de Babilonia, que había  tenido siempre el monopolio en esos estudios. No se hicieron grandes descubrimientos porque faltaban los medios de observación. Pero por primera vez se comenzó a dudar de que la Tierra fuese el centro  inmóvil del universo, como hasta entonces siempre se había creído. Arquímedes atribuye a Aristarco  de Samos la hipótesis de  que el  centro del universo  fuese el Sol, en torno al cual la Tierra giraba con movimiento circular. Nació de ello una polémica  de la cual no conocemos particularidades, pero que nos hace pensar que una especie de Santo Oficio existiese también entonces, visto que se concluyó con la retractación de Aristarco, el cual, en definitiva, volvió  a  la  vieja teoría geocéntrica. Evidentemente, no quería sufrir las desdichas que dieciocho  siglos  después habría de pasar Galileo.


Hiparco de Nicea se mantuvo prudentemente al margen del candente problema, limitándose a perfeccionar los únicos instrumentos de la época —astrolabios y cuadrantes— y fijar el método para determinar las posiciones terrestres según  los  grados  de  latitud y de longitud. Él fue quien dio  finalmente  al mundo griego un calendario sensato y racional, tras haber fijado el año solar en  trescientos  sesenta  y cinco días y un cuarto, menos cuatro minutos y cuarenta y ocho segundos, apartándose solamente en seis minutos de los cálculos de hoy.


Hiparco fue el verdadero fundador del sistema tolemaico. Hasta Copérnico, la Astronomía ha vivido  de él. Descubrió la oblicuidad de la elipse y llegó a calcular la distancia de la Luna, equivocándose sólo en veinte mil kilómetros.


Si no el más original  teórico,  él  fue  sin  duda  el más agudo observador de la Antigüedad. Una noche, como de costumbre, explorando con sus pobres  medios el cielo, descubrió una estrella que la noche anterior no creyó haber visto.  Para  ponerse  a cubierto de toda duda en el futuro, dibujó  un  mapa  del  cielo con la posición de mil ochenta estrellas fijas. Es  el  mapa sobre el  cual  se  ha estudiado  hasta  Copérnico y Galileo. Confrotándolo con  el  que  Timócrates había compilado unos cuarenta años antes, Hiparco calculó que las estrellas se habían desplazado en dos grados. Así llegó a su descubrimiento más importante, el de los equinoccios, de los cuales calculó la anticipación año tras año, en treinta y  seis  segundos  (mientras que según nuestros cálculos es de cincuenta).


Alguien  se  preguntará  tal  vez  cómo lo  hicieron los griegos para obtener mediciones tan exactas con unas matemáticas rudimentarias. Pero es que también éstas habían hecho grandes progresos, pues del mundo griego también formaba parte Egipto, donde siempre aquéllas habían alcanzado gran honor. Nosotros hemos dejado a los atenienses con Pericles, cuando contaban solamente con los dedos.  Ahora  contaban  con las letras del alfabeto, usando las nueve primeras para las unidades, la siguiente para las decenas, la  siguiente para la centena, etc.  Pero había también los acentos que indicaban las fracciones.  Resultaba  de  ello  una taquigrafía rápida, pero complicada, que favoreció  la  formación  de   especialistas   para  descifrarla. Y fueron éstos quienes después la perfeccionaron.


Dado que los estudios científicos son siempre interdependientes, era natural que estos programas se reflejasen también en las Ciencias Naturales y en la Medicina. Aristóteles  y  su  liceo  habían  constituido las premisas y proporcionado las condiciones de compilación y catalogación de materiales. Teofrasto, que tenía la pasión de la  jardinería, compuso una Historia de las plantas, que fue durante varios  siglos  el  manual de todos los botánicos. Aquel mediocre  filósofo fue el más grande naturalista de la Antigüedad, sobre todo en cuanto a rigorismo de métodos.


Los Tolomeos fueron «salutistas» y dieron un constante impulso a la Medicina. Ya no dependía de las geniales intuiciones de hombres aislados, sino que se había vuelto un hecho  de  escuela,  de  laboratorio  y  de investigaciones colectivas. Esto no impidió a Herofilo destacar con sus estudios sobre la materia cerebral.



Los desarrolló sobre cerebros disecados, descubrió el  funcionamiento  de  las meninges y  trazó una primera y rudimentaria distinción entre el  sistema nervioso cerebral y el espinal.  Halló la diferencia entre venas y arterias y proporcionó a  la  diagnosis el más elemental, pero asimismo el más necesario de todos los elementos: la medición de la fiebre mediante el pulso, cuyos latidos contaba con una clepsidra de agua. Fue él quien bautizó al duodeno y quien echó los cimientos de la obstetricia.


Sólo tuvo un rival en Hetisístrato, que fue una especie de Pende  por  la  importancia  que  atribuyó al sistema glandular. Tuvo una vaga intuición del metabolismo basal y anticipó las grandes leyes de la higiene. 



Estos científicos y sus colegas menores confirieron a la Medicina un altísimo prestigio, que hacía casi sagrado a quien la practicaba. Al siglo de los dramaturgos y de los filósofos seguía el de los doctores.

( Indro Montanelli )


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