Páginas

Páginas

martes, 4 de febrero de 2020

EPAMINONDAS



Ahora bien, en aquella Grecia empequeñecida, desconcertada y ensangrentada, tres ciudades  se  hallaban poco más o menos en el mismo plano y, si hubiesen llegado a entenderse y colaborar, acaso hubiesen llegado a tiempo de salvar el país y a ellas mismas: Atenas, Tebas y Esparta. Pero Esparta estaba ya convencida de merecer la primacía y las otras dos no estaban dispuestas a reconocérsela.

 

No les faltaban razones, pues allí donde pudieron ejercer su predominio los espartanos no  se mostraron en absoluto dignos de él. Los  satélites  de  Atenas habían apenas acabado de desahogar su  entusiasmo por la liberación del vasallaje, cuando ya  consideraban a los «liberadores» aún más odiosos que el  antiguo amo. El nuevo, en  cada  uno de  sus  Estados, instaló un gobernador al frente de una gendarmería  espartana, cuya principal misión consistía en exprimir del erario un pesado tributo para Esparta. Ningún autogobierno podía formarse sin su  permiso, el  cual sólo  se concedía a los reaccionarios.

 

Atenas no había llegado nunca hasta este  punto.  Pero tal vez nadie hubiese añorado la mayor libertad que ella había consentido, si el orden instaurado en su lugar  por  Esparta  hubiese sido  respetable.  Y  aquí se vio precisamente qué efectos deletéreos puede producir a veces una disciplina excesiva. Los  gobernadores que fueron a administrar las colonias (pues eran tales, y no otra cosa), habían sido educados  en  su patria, según el severo código de Licurgo, con «desprecio de lo cómodo y lo agradable». Frío, hambre; renuncias, marchas forzadas y penitencias  habían  sido los fundamentos de su pedagogía. Y mientras permanecían en su  patria, bajo  el  control  de sus semejantes y en una sociedad que no consentía errores, le eran fieles. Mas en cuanto se encontraban investidos de un poder absoluto fuera de su ciudad y en contacto con pueblos en los que lo cómodo y lo agradable no eran despreciados en absoluto, se ablandaron inmediatamente, como ha sucedido en  Italia,  entre 1940  y  1945, a muchos alemanes primero y después a muchos americanos e ingleses, venidos a nosotros con el ceño moralista y autoritario típico de estas razas,  y  que pronto se aclimataron. No hay nada más corrompible que los incorruptos. Poco entrenados como están a la tentación, cuando ceden no conocen ya límites.

 

Fue el destino de los espartanos en el extranjero: ladrones, prevaricadores y libertinos. Y no salió tan sólo mancillado el prestigio de  Esparta,  sino  también la buena salud de la sociedad, entre la cual se desarrolló de improviso la fiebre, hasta entonces reprimida, del oro y la especulación. Las riquezas, dice Aristóteles, se concentraron solamente en la clase patronal, reducida de número por las continuas guerras, pero todavía prepotente y prevaricadora, sobre la masa de los periecos y de los  ilotas reducidos  a la  miseria más negra. Y sobre esta peligrosa situación  interior se injertó una nueva guerra exterior.

 

Persia atravesaba un momento difícil. En 401 se había rebelado contra el rey Artajerjes II su joven hermano Ciro, que  enroló  en  su  ejército  un  cuerpo de doce mil mercenarios espartanos al mando del ateniense Jenofonte, ex discípulo de Sócrates.  En  Cunasa, Ciro fue descalabrado y muerto. Y  los  griegos, por no seguir su suerte, iniciaron aquella famosa anabasis que después, bajo  la pluma  de  su  comandante, se tornó también en un bellísimo relato. Hostigados continuamente por las patrullas enemigas y acechados por una población hostil, los supervivientes cruzaron una de las más inhóspitas tierras  del  mundo para alcanzar, desde las orillas del Tigris y del Eufrates, las costas del mar Negro, consteladas de ciudades griegas, donde los ocho mil seiscientos que quedaron fueron acogidos fraternalmente.

 

Fue un episodio que llenó  de  orgullo  a  toda  Grecia y que convenció al rey de Esparta, Agesilao, de que Persia era un gran imperio, sí, pero de arcilla (y no se equivocaba). «¿Qué os hace  creer —preguntó  a  quien le  aconsejaba  prudencia—  que  el  gran   Artajerjes sea más fuerte que  yo?»  Y,  sin  ninguna  provocación, partió a la guerra con un pequeño ejército. Ahora bien, tengamos muy en mientes el hecho de que aquel pequeño ejército, aunque compuesto de espartanos que ya no eran como los de antes, avanzó como a través de mantequilla, desbaratando uno tras  otro  los que Artajerjes mandó en su contra. Pues es cosa que nos permitirá comprender otras muchas. Hasta que el gran rey, advirtiendo que no podía contar con sus tropas, que no valían nada, expidió mensajeros secretos y sacos de oro a Atenas y  a  Tebas para sublevarlas a espaldas de Agesilao.

 

Las dos ciudades no esperaban más que la ocasión. Formaron un ejército y lo mandaron a Coronea, mientras la escuadra ateniense se unía a la persa. En Coronea, Agesilao, volviendo rápidamente sobre sus pasos, barrió al enemigo en una sangrienta batalla campal. Pero el almirante  ateniense  Conón  destruyó la flota espartana en Cnido (394 a. J. C), y desde aquel momento Esparta desapareció definitivamente como potencia marítima.

 

Podía haber sido la resurrección de  la  ateniense. Pero Agesilao imitó a Artajerjes mandándole mensajeros secretos para ofrecerle todas las ciudades  griegas de Asia a cambio de la neutralidad. Así, el  rey persa, que estaba a punto de perder el reino, acabó acrecentándolo. Impuso en 387 la paz de Sardes, llamada también «la paz del rey», que destruía los frutos de Maratón. Todo el Asia griega fue suya, junto con Chipre. Atenas tuvo Lennos, Imbros y Esciros. Y Esparta siguió siendo la más fuerte potencia terrestre, pero a  los  ojos  de  Grecia  entera  con  el  estigma  de la traición por haber  hecho  —entendámonos—  contra Atenas y Tebas lo que Tebas y Atenas  habían  hecho contra ella.

 

Como de costumbre. Esparta que jamás había sabido tratar con los extranjeros y era incapaz de diplomacia, en vez de hacer olvidar y  perdonar  la  traición, no perdió ocasión de recordársela a todos comportándose como el gendarme de Artajerjes e imponiendo Gobiernos oligárquicos en la propia Beocia, feudo de, Tebas.

 

Mas aquí un joven patriota, Pelópidas, urdió una conjuración con seis compañeros suyos,  que un buen día asesinaron a los ministros pro espartanos, restablecieron la Confederación beocia y aclamaron como beotarca, o sea presidente, a Pelópidas, el cual proclamó la guerra santa contra Esparta, ordenó la movilización general y confió el  mando  del  Ejército  a uno de los más extraordinarios y complejos  personajes de la Antigüedad; Epaminondas.

 

Epaminondas era un invertido, como lo era también Pelópidas. Y el amor, no la amistad,  era  el  vínculo que les unía.  Pero  la  homosexualidad,  en  la  Grecia  de aquel tiempo, no era en absoluto sinónimo de afemiaamiento y depravación. Del jovencísimo Epaminondas, hijo de una familia aristocrática y severa, se decía que nadie era más docto y menos locuaz que él. Era el clásico «reprimido», lleno de complejos. Desde pequeño se le había impuesto una vida ascética, controlada por una férrea voluntad y turbada por crisis religiosas. De haber nacido cuatro siglos más tarde, Epaminondas se hubiese convertido  seguramente  en un mártir cristiano. No amaba la guerra,  era  más bien un «objetor de conciencia». Y cuando le ofrecieron el mando respondió: «Reflexionadlo bien. Porque si vosotros hacéis de mí vuestro general, yo haré de vosotros mis soldados y como tales llevaréis  una vida muy dura.». Pero Tebas era presa del delirio patriótico  y  todos  se  sometieron  de  buen  grado  a la tremenda disciplina que Epaminondas instauró.

 

Con la meticulosidad que solía, el jovencísimo general hizo un cuidadoso estudio de la estrategia y la táctica espartanas, que consistían siempre en el habitual ataque frontal para hundir las líneas enemigas por él centro. Él no tenía más que  seis  mil hombres que oponer a los diez mil espartanos que el rey Cleómbroto estaba conduciendo a marchas forzadas hacia Beocia. Epaminondas alineó su pequeño ejército en la llanura de Leuctra. Pero a diferencia del enemigo, desguarneció el centro para reforzar las alas, especial- mente la derecha, donde el elemento de choque estaba formado por un sacro pelotón de trescientos hombres, homosexuales como él, por parejas, cada uno comprometido bajo juramento a permanecer hasta la muerte  al lado del que era su «compañero», y no  solamente en el campo de batalla.

 

Esta singular sección tuvo, con  su  encarnizamiento, una importancia decisiva en el resultado de la batalla. Los espartanos, avezados a forzar sobre el centro, no estaban en absoluto preparados para contener un ataque de flanco. Sus alas fueron desbaratadas. Y toda Grecia se quedó  sin aliento al  oír que su Ejército, imbatido hasta entonces, había sido deshecho por un enemigo cuyos efectivos eran poco menos que la mitad de los espartanos  y  que  hasta entonces no había gozado de crédito alguno.



El éxito embriagó al ex objetor de conciencia Epaminondas, quien, con Pelópidas, se convenció de poder dar a Tebas aquella preeminencia a la que en adelante Esparta y Atenas debían renunciar.  Irrumpió en el Peloponeso, liberó Mesenia, fundó Megalópolis para que los árcades, que jamás se habían sometido a Esparta, hicieran de ella su fortaleza,  y avanzó incluso hasta Laconia, o sea en el corazón del enemigo, cosa que nunca había sucedido y que nos demuestra en qué se habían convertido los famosos guerreros de Esparta.



Pero una vez más los odios y los celos  impidieron que Grecia se unificase. Atenas, que había  saludado con gozo la victoria tebana en Leuctra como fin de la preponderancia espartana, veía hora con recelo la consolidación de la tebana.  Tanto,  que  se  coligó con el viejo enemigo mortal, a cuyo Ejército unió el suyo para cortar el paso a Epaminondas. La batalla tuvo lugar en Mantinea, el año 362 antes de Jesucristo. Epaminondas venció una vez  más,  pero  fue  muerto en combate  por  Grilo,  hijo  de  Jenofonte.  Y  con  él se esfumaron los sueños hegemónicos de Tebas.

 

Ninguna de las  tres  grandes  ciudades  griegas  tenía la fuerza para imponer la propia supremacía, pero cada una tenía la de impedir la ajena. Como Europa después de la Segunda Guerra Mundial,  Grecia estuvo después de Leuctra y Mantinea, más dividida y fue más egoísta,  más  disparatada  y  más débil que antes.

( Indro Montanelli )


No hay comentarios:

Publicar un comentario