El estadio estaba abarrotado; Máximo también acudió. Muchos
criminales fueron devorados por otros tantos animales salvajes. Nosotros, los
cristianos, nos manteníamos medio ocultos entre las gradas esperando con temor
para presenciar los martirios que vendrían a continuación.
Los mártires
eran Taraco, Probo y Andrónico. Los llevaban otros condenados, ya que habían
sido torturados y no podían caminar. Su estado era tan penoso, que escondiendo
nuestras caras para que la gente no lo advirtiera, comenzamos a llorar. Les
tiraron al suelo como si fuesen desperdicios.
Mucha gente
comenzó a murmurar y Máximo gritó a sus soldados: «Mirad a esta gente. Ya que
son tan partidarios de estos cristianos, deberían bajar con ellos a la arena
para hacerles compañía». Se soltó a las fieras, entre ellas había un oso
especialmente aterrador y una leona. Ambos rugieron con fiereza, pero no
atacaron a los mártires y ni mucho menos los devoraron.
El Director de los Juegos comenzó a enfurecerse y
ordenó a los lanceros que acabasen con ellos. El oso fue atravesado por una
lanza, pero la leona consiguió escaparse por una puerta que algún bestiario había
dejado abierta al huir despavorido.
Entonces Máximo
ordenó al Director de los Juegos que dejase que los gladiadores matasen a los
cristianos y que después lucharan a muerte entre ellos. Cuando la tragedia
acabó, Máximo, antes de abandonar el podio, ordenó a diez soldados que
mutilasen tanto a mártires como a gladiadores, para que los cristianos no
protestasen porque se les daba un trato diferente.
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