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domingo, 15 de diciembre de 2019

GUERRA DE LOS DIÁDOCOS DE ALEJANDRO MAGNO



La mayor parte de los historiadores cierran con la muerte de Alejandro la historia de Grecia, y se comprende por qué; a partir  de  entonces,  o  sea  durante el llamado «período helenista», que va hasta la conquista  de  Roma,  resulta  muy  difícil   de  relatar  por la vastedad de los horizontes  en  que  se  pierde.  El  rey macedonio no conquistó el mundo con su increíble marcha hasta el océano Indico, sino  que  rompió sus  barreras,  abriendo  el  Oriente  de  par  en  par  a la iniciativa griega que se derramó en él con ímpetu torrencial. A Grecia siempre le había faltado una capacidad de coagulación nacional. Mas entonces los centros sobre los cuales gravitaba aquel fragmentado pueblo —Esparta, Corinto, Tebas y sobre todo Atenas— no tuvieron ya una fuerza  centrípeta  que oponer a la centrífuga. Y como hoy día las naciones europeas han abandonado a Asia y a América el papel de protagonistas de la  Historia,  así  entonces  las  ciudades de Grecia hubieron de cederlo a los reinos periféricos que se conformaron con la herencia de Alejandro.
 
ANTÍGONO EL TUERTO
Éste, como he dicho, murió sin dejar heredero ni designar sucesor. Fueron, pues, sus lugartenientes, llamados diádocos, quienes se repartieron el efímero pero inmenso Imperio sobre el que el pequeño ejército macedonio habla plantado su bandera. Lisímaco tuvo Tracia; Antígono, el Asia Menor; Seleuco, Babilonia; Tolomeo, Egipto, y Antípater, Macedonia y Grecia.


 Éstos procedieron al reparto sin consultar a los Estados griegos en nombre de los cuales Alejandro había realizado su empresa de conquista y que, además, le habían proporcionado un contingente de soldados. Esto demuestra precisamente lo poco que contaban ya entonces aquellos Estados.
 
SELEUCO
Es materialmente imposible seguir las vicisitudes de los nuevos reinos grecoorientales que de tal suerte se formaron a lo largo de todo el arco del Mediterráneo. Nos limitaremos, pues, a resumir las de  Antípater y sus sucesores, únicas que tienen relación directa con Grecia y Europa, hasta el advenimiento de Roma.



Plutarco cuenta que, cuando la noticia de la muerte  del gran  rey  llegó  a  Atenas,  la  población  se  echó  a las calles enguirnaldadas de flores, cantando himnos de victoria, como si hubiesen sido ellos quienes le mataron. Una delegación se apresuró a buscar  a  Démostenes, el glorioso desterrado, la gran víctima  del fascismo macedonio, que, en realidad, tras haberle condenado por el hecho comprobado de haber estado a sueldo, del enemigo, le había dejado  huir a  un  cómodo  exilio. La Historia, como veis, es monótona como  las  miserias de los hombres que la hacen. Demóstenes volvió espumante de  rabia  y  de  oratoria  contenida,  arengó al pueblo en fiestas predicando la  guerra  de  liberación contra  Antípater  el  opresor,  organizó  un  ejército con  la  ayuda  de  otras  ciudades  del  Peloponeso  y lo lanzó contra Antípater, que lo derrotó en  una  batalla de pocos minutos.



Antípater era un viejo y bravo soldado que no alimentaba hacia la civilización y la cultura  de  Atenas, los complejos de Filipo y de Alejandro. Impuso crecidas reparaciones a las ciudades rebeldes, dispuso en ellas una guarnición macedonia y deportó, privándoles de la ciudadanía, a doce mil perturbadores del orden público, entre los cuales debía de hallarse también Demóstenes. Éste se fugó a un templo de Calauria.  Pero  al verse descubierto y rodeado, se envenenó.

 
DEMÓSTENES
Después de aquella lección, los atenienses se mantuvieron un poco tranquilos, bajo el gobierno de un hombre de confianza de Antípater o, como  se  diría  hoy, de un Quisling; el habitual hombre de bien Foción, que obró como mejor no se hubiera podido en aquellas circunstancias. Pero esto no le salvó de ser linchado cuando murió Antípater, y los atenienses se convencieron, una vez más, de haber sido ellos quienes lo mataron. Casandro, el nuevo rey, volvió a intervenir, deportó otra cantidad de gente, dispuso otra guarnición y confió el gobierno a otro  Quisling  que, por casualidad, fue también un hombre de Estado ejemplar por su honestidad y  moderación:  el  filósofo Demetrio Falareo, alumno de Aristóteles.
 
DEMETRIO DE FALERO
Mas aquí sobrevinieron complicaciones entre los diádocos, cada uno de los cuales, naturalmente, soñaba  con reunir en sus manos el Imperio de Alejandro. Antígono, el del Asia Menor, creyó tener  fuerza  para  ello, pero fue batido por la coalición de los otros cuatro. Su hijo Demetrio Poliorcetes, que quiere decir «conquistador de ciudades», fue acogido como «liberador» en Atenas, y se acuarteló en el Partenón transformándolo en una gargonniére para sus amores de  ambos sexos. Los atenienses consideraron democrático y liberal su régimen, que tan sólo era licencioso.  En efecto, Demetrio no perseguía más que a quienes trataban de eludir sus galanterías. Uno de ellos, Damocles, para escapar de ella, se tiró a un caldero de agua hirviendo, suscitando, más que la admiración, el estupor de sus conciudadanos, poco avezados  a  semejantes ejemplos de pudor y de esquivez.
 
DAMOCLES
Después de doce años de orgías, Demetrio reemprendió la guerra contra Macedonia, la derrotó, proclamóse rey, mandó a Atenas otra guarnición que puso fin al intermedio democrático y se aventuró en otra larga serie de campañas contra Tolomeo de Egipto, luego contra Rodas y finalmente contra Seleuco, quien, tras haberle derrotado y capturado, le obligó a suicidarse. Sobre este. caos cayó del Norte, en 279 antes de Jesucristo, una invasión de galos celtas. Atravesaron Macedonia presa de la revolución y, por tanto, carente de ejército. Guiados por algunos traidores griegos que conocían los pasos, rebasaron las Termópilas, saqueando ciudades y aldeas.
 
DEMETRIO POLIORCETES
Después, rechazados hasta Delfos por un ejército constituido de cualquier manera entre todos, se arrojaron sobre Asia Menor, degollaron a la población, y sólo comprometiéndose a pagarles un tributo anual, Se- leuco llegó  a  persuadirles  de que  se retiraran más hacia el Norte, aproximadamente en la actual Bulgaria..

 

Afortunadamente, en aquel momento Antígono II llamado Gonatas,  hijo de  Poliorcetes,  lograba sofocar la revolución en Macedonia, y a la cabeza de  su ejército barrió los restos de la invasión. Fue un soberano excelente, que entre otras cosas tuvo también la fortuna de permanecer en el trono treinta y siete años- seguidos, durante los cuales, con sabiduría y moderación, ejerció con mucho tacto su poder sobre Grecia. Pero Atenas, con la ayuda  de  Egipto,  se  rebeló  contra él. Gonatas, tras haber vencido sus tropas con irrisoria facilidad, no se mostró  riguroso.  Limitóse  tan sólo a restablecer el orden, dejando para garantizarlo una guarnición en El Píreo y otra en Salamina.
 
ANTÍGONO II GONATAS
En aquel momento se estaban haciendo en toda la península tentativas para adaptarse a la nueva situación y hallar un equilibrio estable que conciliase el orden con la libertad.  Se  habían  formado  dos  ligas, la etolia y la aquea, cada uno de cuyos Estados miembros había renunciado a una pizca de su soberanía en favor de la colectiva ejercida por un strategos regularmente elegido.

 

Era un noble y sensato esfuerzo para superar finalmente los particularismos, pero eran los griegos de siempre quienes lo llevaron a cabo. En 245, el estrategos aqueo,  Arato,  persuadió con su habilidad oratoria a todo el Peloponeso  —excepto  Esparta  y  Elida, que se mantuvieron al margen— a entrar en la Liga. Luego, sintiéndose lo bastante fuerte, organizó una expedíción de sorpresa contra Corinto, expulsó a la guarnición macedonia y por fin repitió el golpe en El Píreo, donde los macedonios, previa propina,  se  fueron por  su cuenta.

 

Era de nuevo para toda Grecia, la liberación del extranjero como siempre había sido considerada, injustamente, la Macedonia, que sin embargo, hablaba su lengua y había absorbido su civilización. Pero algunos Estados, no reconociendo en ello más que la supremacía aquea, se apretaron en torno a la Liga etolia, incluyendo Esparta y Elida. Y de nuevo se encendió una guerra fratricida, de la que Macedonia podía haberse aprovechado fácilmente si su «regente», Antígono III. que aguardaba la mayoría de edad de su  hijastro Filipo para cederle el trono hubiese querido hacerlo.

 

Así Grecia continuó marchitándose en las discordias intestinas y en las revueltas sociales. Estas últimas tocaron finalmente también a  Esparta,  la  ciudadela  del conservadurismo, que parecía a resguardo de toda subversión.

 

La concentración de la riqueza en manos de pocos privilegiados había ido  acentuándose  cada  vez  más. El catastro de 244 demuestra que las  250.000  hectáreas de Laconia eran monopolio de sólo cien propietarios. Dado que no había industrias ni comercio,  todo el resto de la población era pobre. Un intento de reforma surgió de los dos reyes que, como de costumbre, se repartían el poder en 242: Agides y Leónidas. El primero propuso una distribución de tierras sobre el modelo de Licurgo. Pero Leónidas urdió  un  complot con los latifundistas  y  le hizo asesinar  con  su  madre y su abuela que, grandes propietarios a  su  vez,  habían dado el  ejemplo  del  reparto.  Fue  una  tragedia de mujeres del viejo molde heroico. La hija de Leónidas, Quilónides, se puso de parte de su marido Cleómbroto, que a su  vez  era partidario de  Agides,  y le siguió voluntariamente al exilio.

 

Leónidas echó mal sus cuentas  dando  por mujer  a su hijo Cleómenes, por razones de dote, la viuda de Agides. Cleómenes, subido al trono al lado de su  padre, se enamoró en serio de su mujer (ocurre, a veces), compartió sus ideas, que  eran las  del difunto  marido, se rebeló contra Leónidas y le mandó al destierro. Cleómbroto fue llamado. Pero Quilónides, en vez de seguir  a  su  esposo  triunfante,  se  reunió  con  el padre.

 

Cleómenes operó la gran reforma restableciendo el ordenamiento semicomunista de Licurgo. Luego, identificándose con aquel papel de justiciero, acudió a liberar todo el proletariado griego que  lo  invocaba. Arato marchó contra él con el Ejército aqueo y fue derrotado. Toda la burguesía griega tembló por su propia suerte.y llamó a Antígono de Macedonia, quien llegó, vio y venció, obligando a Cleómenes  a refugiar-  se en Egipto.

 

Pero una vez desencadenada, la lucha de clases no remitió, complicando la que ya se desarrollaba por el predominio político y mezclándose con ésta. Despierto ya, el proletariado de los pobres ilotas volvió a insurreccionarse y, de revuelta en represión, no  hubo  ya paz hasta el advenimiento de Roma.

 

Olvidábamos decir que cuando Leónidas volvió al trono, Quilónides no le siguió a Esparta. Se quedó en  su confinamiento en espera del marido, Cleómbroto, que, en efecto, se reunió con ella.


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