ARTHUR JOHN EVANS |
A fuerza de conjeturas, estableció que debían proceder de
Creta, se fue allí, compró una parcela de terreno en el lugar donde se creía que estaba sepultada la ciudad de Cnosos, contrató a una cuadrilla de excavadores, y después de dos meses de labor topó con el resto del palacio de Minos, el famoso Laberinto. Poetas e historiadores de la Antigüedad, desde Homero hasta nuestros días, habían dicho que la primera civilización griega había
nacido, no en Micenas, o sea en el continente, sino en la isla de Creta, y que
había tenido la máxima floración en tiempos del rey Minos, doce o trece siglos antes de Jesucristo. Minos,
contaban, había tenido varias mujeres que habían in- tentado
en vano darle un heredero: de sus entrañas no
nacían más que serpientes y alacranes.
Tan sólo Pasifae, por fin, logró darle hijos normales, entre ellos Fedra y la rubia Ariadna.
Desgraciadamente,
Minos ofendió al dios Poseidón, quien se vengó haciendo que Pasifae se enamorase de un toro, pese a ser éste un animal sagrado.
A satisfacer ésta su pasión la ayudó un ingeniero llamado Dédalo, llegado a la isla procedente de
Atenas, de donde tuvo que huir por haber matado por celos a un sobrino suyo. De aquel connubio nació
el Minotauro, extraño animal, mitad hombre y mitad toro. Y a Minos le bastó con mirarle
para comprender con quién le había engañado su mujer.
Ordenó
entonces a Dédalo que construyese el Laberinto para alojar en él al monstruo, pero dentro dejó prisioneros también al constructor con su hijo Ícaro. No era posible encontrar el camino para salir de aquel intrincamiento
de corredores y galerías.
Pero Dédalo, hombre de infinitos
recursos, construyó para sí y para su chico unas alas de cera, con
las que ambos huyeron elevándose en el cielo. Ebrio de
vuelo, Ícaro olvidó la recomendación de su padre de no acercarse demasiado
al sol: la cera se derritió, y él
se precipitó al mar. No obstante su tremendo dolor,
Dédalo aterrizó en Sicilia, adonde llevó las primeras nociones de la técnica.
Mientras,
en el Laberinto seguía girando el Minotauro, exigiendo cada año siete muchachas y siete jóvenes para comérselos. Minos se los hacía entregar por los pueblos vencidos en las guerras. Se los reclamó también a Egeo, rey de Atenas.
El hijo de éste, Teseo, por bien que príncipe heredero,
pidió formar parte de aquellos hombres, con el propósito de matar al monstruo, desembarcó en Creta con las demás víctimas y, antes de internarse en el Laberinto, sobornó a Ariadna, la cual le entregó un ovillo de hilo para que, desenrollándolo, le permitiera volver a encontrar el camino de salida.
El valeroso joven
logró su intento, salió afuera y, fiel a la promesa que le había hecho, se casó con ella y se la llevó. Pero en Naso la abandonó dormida en la playa
y prosiguió el viaje solo con sus compañeros.
Los historiadores modernos
habían recusado esta historia como inventada de raíz, y hasta ahora acaso
tenían razón. Y aun habían acabado negando que en Creta hubiese florecido, dos
mil años antes de Jesucristo
y mil antes que en Atenas,
la gran civilización que le atribuía Homero.
Y en eso se
equivocaban ciertamente.
Atraídos
por los descubrimientos de Evans, arqueólogos
de todo el mundo —entre ellos los italianos Paribeni y
Savignoni—, acudieron a los lugares, iniciaron otras excavaciones, y
pronto de las entrañas de la tierra salieron los monumentos y documentos de aquella civilización cretense que, por el nombre del rey Minos, fue llamada minoica.
Todavía
hoy los estudiosos se
están peleando acerca de su origen, pues unos consideran que vino de Asia y otros
de Egipto. De todos modos, fue con certeza la primera que se desenvolvió en una tierra europea, alcanzó
altas cimas e influyó en la que después se formaría en Grecia y en Italia.
Fue en Creta donde Licurgo y Solón, los dos más grandes legisladores de la Antigüedad, buscaron
el modelo de sus Constituciones, donde nació la música coral adoptada por Esparta, donde vivieron y trabajaron los
primeros maestros de la escultura, Dipeno y Chili.
Estudiando
las excavaciones, los competentes han dividido
la civilización minoica
en
tres eras, y cada una de éstas en tres períodos.
Dejémosles en estas distinciones demasiado sutiles para nosotros, y contentémonos con comprender globalmente
en qué consistía la vida cretense de hace cuatro mil años. Por el modo con que son representadas
en sus pinturas y bajorrelieves, eran gentes más bien bajas y delgadas, de piel color pálido las mujeres y bronceada la
de los hombres, hasta el punto que les llamaban Foinikes,
que quiere decir «pieles rojas». Éstos se tocaban con turbantes y aquéllas con sombreros que podrían muy bien reaparecer en cualquier exhibición de moda contemporánea en París o en Venecia. Unos y otras tenían un ideal de belleza triangular, pues llevaban túnicas estrechamente ceñidas en el talle. Y las mujeres dejaban sus senos al descubierto, lo que hace pensar que solían tenerlos prósperos. Una de ellas, según
aparece en una pintura, es tan coqueta y provocativa,
que los arqueólogos, pese
a
su proverbial austeridad, la han llamado La parisienne.
En
un principio, Creta debió de estar dividida en varios Estados o reinos que guerreaban con
frecuencia entre sí. Pero en un momento dado, Minos, más hábil y fuerte que los demás, redujo a sumisión los rivales y
unificó la isla, dándole por capital su ciudad, Cnosos. ¿Era Minos su nombre personal, o el que se daba al cargo que ostentaba, como en Roma se llamaba César y en Egipto Faraón. No se sabe. Sábese solamente que quien ejecutó aquella obra
de unificación y al que la leyenda atribuye
a Pasifae como esposa con todas las desdichas que ésta le acarreó, vivió y reinó trece siglos antes de Jesucristo, cuando en todo el resto de Europa no brillaba aún el más remoto fuego de civilización.
De dar crédito a Homero, Creta tenía el esplendor de noventa ciudades, algunas de las
cuales competían con la capital en cuanto a población, desarrollo y riqueza. Festo era el gran puerto donde se concentraba el comercio marítimo
con Egipto: Palaikastro era
el barrio residencial; Gurnia el centro manufacturero
y la «capital moral», como hoy lo es Milán
en Italia; Hagia Tríada, residencia estival del rey y del
Gobierno, según demuestra la villa real desenterrada. Las casas son de dos, de tres, y hasta de cinco plantas, con escaleras interiores bien acabadas. Y en las pinturas y bajorrelieves que adornan las paredes se ve a los inquilinos varones jugando al ajedrez bajo la mirada aburrida del ama de casa, que teje lana. Suelen estar de regreso de cacerías, y a sus pies yacen, fatigados, los animales que les han ayudado a ojear el oso o el jabalí: canes ágiles
y delgados, semejantes a lebreles, y gatos salvajes que debían ser deliberadamente instruidos para ese cometido. Otro deporte en el que destacaban los cretenses era el pugilato. Los de peso ligero se batían con las manos desnudas, y también usaban
los pies para golpearse,
como aún ahora hacen los siameses; los de peso medio usaban casco y los
de peso pesado también guantes.
El dios de aquella gente se llamaba Vulcano, y
correspondía al que entre los
griegos fue Zeus
y con los romanos
Júpiter. Era un personaje omnipotente e iracundo, y cuando se ponía tonto sus fieles invocaban
a la diosa Madre, como quien dice a la Virgen María, para que le calmase. La gran fuerza de
Minos, en tanto que rey, fue la de descender de aquél, o por lo menos, de haber logrado
hacérselo creer a sus súbditos. Cuando publicaba una ley decía que
Vulcano se la había sugerido la noche anterior,
y cuando requisaba un quintal de trigo o un hato de ovejas,
de- cía que era para hacerle un regalo a Vulcano. Estos regalos, naturalmente, el dios se los dejaba en depósito a Minos, que había hecho construir por sus ingenieros
inmensos apriscos en el palacio real para conservarlos; y eran lo que los impuestos entre nosotros,
pues en Creta, donde no se conocía
el dinero, los tributos se pagaban en especies al dios, no al Gobierno.
Era
un pueblo de guerreros, navegantes y pintores. Y a estos últimos debemos el hecho de haber podido reconstruir en parte su civilización que, precisamente bajo Minos, alcanzó la más alta cima. No se consigue comprender qué cosa provocó su decadencia, que, a juzgar por las ruinas, debió de ser muy rápida. ¿Fue un
terremoto seguido de incendios lo que en un momento
determinado destruyó Cnosos con sus bellos palacios y teatros?. Por las excavaciones diríase que casas y tiendas fueron sorprendidas repentinamente por la muerte, mientras sus moradores se hallaban en plena y normal actividad.
Es probable que esta decadencia
hubiese comenzado mucho tiempo antes y que alguna catástrofe
hubiese precipitado su conclusión. Muchos signos revelan que la de Creta, nacida
seguramente bajo el signo del estoicismo siete u ochocientos años antes, era ya en tiempos
de Minos una civilización
epicúrea, o sea agradable y llena de pus como un
forúnculo maduro. Los bosques de cipreses habían desaparecido, el malthusianismo
había ocasionado vacíos en
la población y el colapso de Egipto enrareció el comercio. Tal vez, como remate de tantas desdichas, hubo también un terremoto. Pero
es más probable que la desventura definitiva fuese en forma de invasión; la de los
aqueos, que precisamente por aquellos años habían caído sobre el Peloponeso desde Tesalia, haciendo de Micenas su capital. En Creta lo destruyeron todo, hasta el idioma, que bajo Minos no era ciertamente el griego, como demuestran
las inscripciones que han perdurado.
Por
ellas, pese a
que nadie ha logrado descifrar su sentido,
diríase que los cretenses habían
tenido orígenes
egipcios, o en cualquier
caso orientales. No podemos confirmarlo ni desmentirlo. Pero sí podemos repetir que la de Creta fue la primera civilización de Europa, y que Minos fue nuestro primer «ilustre conciudadano».
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