Se conservaba muy bien si
realmente se acercaba a los treinta y siete años de edad, decidió César, e iba
vestida de forma elegante con una túnica vermellón, cuyo color se parecía peligrosamente
a la llama de la toga de una prostituta, aunque a pesar de ello lograba parecer
intachablemente respetable. ¡Sí, era lista!. Llevaba el cabello, espeso y tan
negro como los reflejos, que eran más azules que rojos, peinado hacia atrás y
separado por una raya en el centro, lo que hacía que ambas partes se reunieran
con un mechón separado que le cubría la parte superior de cada oreja, y luego todo
el conjunto iba atado en un moño justo en el nacimiento del cuello. Algo poco corriente,
pero también muy respetable. La boca pequeña y en cierto modo fruncida, una
hermosa piel tersa y blanca, los ojos negros de pesados párpados bordeados de
largas pestañas rizadas, unas cejas que sospechó que ella se depilaba muchísimo
y -lo más interesante de todo- una ligera flaccidez en los músculos de la
mejilla derecha que también había observado en el hijo de aquella mujer, Bruto.
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