César, sentado en una silla
junto a los pies de la cama, no la miraba a ella, sino que tenía la mirada
perdida a lo lejos como a veces hacía. Aunque la habitación no estaba
iluminada, se veía claramente que era él. El corazón le dio un vuelco a Cleopatra,
su amor por él le salió a borbotones en un torrente de emoción, junto con un
terrible dolor. No es el mismo. Inconmensurablemente más viejo, muy cansado. Su
belleza es tal que perdurará después de la muerte, pero ha perdido algo. Sus ojos
siempre fueron claros, pero ahora sus iris tienen un tono muy pálido y
contrastan más con el aro negro que los rodea. De pronto, a Cleopatra todo su
rencor y su irritación se le antojaron insignificantes; esbozó una sonrisa, fingió
despertar y verlo, y levantó los brazos en un gesto de bienvenida. No soy yo
quien necesita auxilio.
César la miró, le dirigió su
maravillosa sonrisa y al levantarse se quitó la toga que lo envolvía. A
continuación la rodeó con los brazos, aferrándose a ella como un náufrago a una
tabla. Se besaron, primero como si exploraran la suavidad de los labios, luego
profundamente. No, Calpurnia, él no es así contigo. Si lo fuera, no me
necesitaría, y me necesita desesperadamente. Lo percibo en todo el cuerpo y
respondo a él con todo el cuerpo.
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