A
menudo vemos cómo, incluso en medio de una gran y agitada muchedumbre, el individuo no tiene dificultad en realizar su trabajo; por el
contrario, el hombre que toca la flauta o enseña a un alumno a tocar, se concentra en ello, a veces dando clase en plena calle, y ni la multitud ni el barullo de los
transeúntes le distraen en absoluto. Lo mismo
sucede con el bailarín o el maestro de danza; está inmerso en su trabajo, totalmente ajeno a los que pelean, venden y hacen otras
cosas; y también pasa lo
mismo con el arpista y
el pintor. Pero he aquí el caso más extremo de todos: los profesores de enseñanza elemental se sientan en la calle con
sus alumnos y, en medio del estruendo, nada les impide
enseñar y aprender. Recuerdo haber visto una vez, paseando por el Hipódromo, mucha gente reunida en un mismo punto, cada uno haciendo algo diferente: uno tocando la flauta, otro
bailando, otro haciendo juegos malabares, otro
leyendo un poema en voz alta, otro cantando y otro explicando un cuento o un mito, y, a pesar de todo, ni uno solo de ellos
impedía a los demás que se ocupase de sus
asuntos y realizase el trabajo que tenía entre manos.
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