El
avance de un ejército galo era muy diferente a una marcha romana, incluso
diferente a una a paso ligero, porque ellos corrían a un paso largo incansable
que devoraba los kilómetros. Cada guerrero iba acompañado del portador del
escudo, su esclavo personal y un poni cargado con una docena de lanzas, una
camisa de cota de malla si la tenía, comida, cerveza, el chal a cuadros de
color verde musgo y naranja terroso y un pellejo de lobo para calentarse por la
noche; los dos criados llevaban las cosas personales que les hacían falta a la
espalda. Tampoco corrían en ninguna clase de formación. Los más veloces eran los
primeros en llegar a sus objetivos, los más lentos los últimos. Pero el último
hombre de todos no llegaba, pues aquel que llegaba el último al lugar acordado
para congregarse, era sacrificado a Esus, el dios de la batalla, y su cuerpo se
colgaba de una rama de un roble en el bosque, ya que el roble se consideraba el
árbol sagrado por parte de los druidas galos.
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