El 12 de enero César llegó al Rubicón, un riachuelo que marcaba el
límite  entre Italia y las
Galias. Todavía estaba dentro de su jurisdicción, pero si cruzaba 
a la otra orilla equivaldría a declararle la guerra al legítimo gobierno de la 
República y al Senado. Probablemente había tomado su decisión días antes, pero, 
no obstante, buscando señales del cielo en el trance más decisivo de su vida,
hizo  soltar una manada de
caballos, un antiguo rito para incitar a la divinidad a 
manifestar su voluntad, y esperó la señal divina que había de producirse. Aguas 
abajo, unos legionarios descubrieron a un mancebo alto y hermoso que tocaba un 
caramillo junto a la rumorosa orilla. Cuando se le acercaron, el desconocido se 
levantó de pronto y, asiendo la trompeta que llevaba uno de los soldados, cruzó
el  río alegremente tocando
paso de carga. ¡La señal estaba clara! Aquella angélica 
aparición era un mensaje de los dioses: invitaban a César a invadir el suelo 
italiano. Uno, que es escéptico por naturaleza, no puede dejar de pensar que a
lo  mejor todo estaba
preparado para disipar los últimos escrupulillos de la 
supersticiosa tropa. Piénsese que, en términos modernos, lo que se disponían a 
hacer era dar un golpe de Estado contra el gobierno legítimo.
La arenga de César en aquella ocasión es famosa: « ¡Adelante! Nos 
reclaman los dioses y la injusticia de nuestros enemigos. ¡La suerte está 
echada!» . Estas últimas palabras, dichas en latín, alea jacta est,
eran las que  solían
acompañar al lanzamiento de dados en los ocios del campamento. Han 
tenido gran fortuna y forman hoy parte del bagaje cultural de Occidente, junto 
con la expresión pasar el Rubicón, en su equivalencia de tomar una decisión 
trascendente.
César se adueñó de toda Italia en un paseo militar que duró tres
meses. Entró  en Roma el 16
de marzo, dejando respetuosamente a sus tropas fuera del 
pomeranium. Aunque era el amo virtual de la ciudad, no tenía
inconveniente en  respetar
las añejas ley es republicanas siempre que no estorbaran a sus intereses. 
Por eso, cuando el tribuno de la plebe L. Metelo le interpuso su veto para
evitar  que confiscara el
tesoro de la ciudad, guardado en los sótanos del templo de 
Neptuno, se le quedó mirando fijamente y le dijo: « Me resulta más fácil hacerte 
degollar que advertirte de que puedo hacerte degollar» . L. Metelo comprendió 
que hablaba en serio y retiró el veto. César necesitaba aquel tesoro para
sufragar  los cuantiosos
gastos de la guerra que se avecinaba.
( Juan Eslava Galán en "Julio César, el hombre que pudo
reinar" )






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